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I. Cárcel de Lecumberri
1º de enero de 1970, madrugada
Hemos vuelto a entrar en la crujía. Alrededor del patio oscuro todas las celdas están abiertas de par en par. Es un extraño espectáculo; siempre hay puertas abiertas pero nunca antes de ahora había estado en medio del patio mirando todas las celdas abiertas a la vez, y todas sumidas en la oscuridad; son agujeros, pasadizos secretos que llevan a otras cárceles. En el piso superior también están abiertas todas las celdas: dos pisos de puertas que a veces el viento empuja y de celdas oscuras que rodean completamente un patio cubierto de basura, papeles, vidrios rotos, cáscaras de limón, azúcar, libros sin pastas, cintas de máquina desenrolladas en el suelo, manchas de sangre. Entré en una celda, vacía como todas, y me senté en la litera de cemento, ahora sin colchoneta ni mantas. Bajo la litera se escucha un rumor de papeles que se arrastran y levanto las piernas por temor a las ratas. No quiero entrar a mi celda, ¿para qué? Además, da lo mismo: ahora todas son iguales. No quedó una mesa, un libro o una cobija. Es enero y hace frío. Sólo se ven papeles arrugados y vidrios rotos. En la pared de enfrente hay una mancha de sangre. Es una mancha grande que escurre hasta el suelo. La rata sigue corriendo bajo la litera. No debe ser muy grande, tal vez sólo un ratón. Bajo las piernas de nuevo. El piso está pegajoso, pero muevo los zapatos para oír cómo se despegan. ¿Por qué habrán cortado la luz?, una pregunta absurda en este momento, igual se podrían hacer otras mil: ¿por qué romper lo que no se llevaron?, ¿por qué tirar el agua? ¡Ah! Hasta ahora siento la sed, creo que en toda la noche no he tomado un trago. Tengo un poco de náusea. En la llave no hay agua. Al regresar a la litera pisé un foco roto… tal vez sí hay corriente; pero no, claro que no hay. Los focos del patio también están apagados. Sólo nos llega la luz lejana de los reflectores instalados en la torre de vigilancia: el polígono. Los reflectores dan al patio un aspecto aún más irreal, es una luz difusa y brillante, con un desagradable color verdoso. Los alambres de la instalación cuelgan a un lado de la puerta, están a medio arrancar. Maldita rata. Junto a mi zapato hay una envoltura de caramelo. Hoy tenemos veintidós días sin comer y sólo algunos tienen permiso para chupar caramelos en lugar de ponerle azúcar al agua de limón, pues esto les produce náusea. A mí siempre me ha gustado el agua de limón, en mi casa la hacen desde que yo recuerdo; pero ya son veintidós días de tomarla y el olor me revuelve el estómago. ¡Claro!, es este olor. La celda está impregnada de olor a azúcar y limón, por eso el piso se siente pegajoso. Hay agua de limón y cáscaras sobre los papeles rotos, los trozos de tela, los vidrios; en todas partes se huele y se siente. En la escalera me encontré el clavo con que cierro mi celda, con el que la «apando». Quedó completamente torcido pero resistió un buen rato, casi una hora, creo. No habría aguantado tanto si yo no hubiera detenido la puerta desde dentro con todo mi peso. Pasó mucho rato antes de que el clavo empezara a doblarse. Fue cuando trajeron la palanca, sin ella no hubieran abierto. Como en general las puertas no cierran herméticamente, fue fácil introducir una palanca en la ranura y hacer saltar los apandos. Cuando vi, a la altura de mis rodillas, el trozo de metal que introducían desde afuera, pensé que había cometido un error: aflojé un momento la puerta. Pero no, después vi que no había sido un error mío; de cualquier manera no podía evitarlo pues mi puerta deja mucho espacio al cerrar. Ahora sólo me quedaba colgarme de la puerta, literalmente, para ayudar al clavo que se iba torciendo lentamente. Ya no sentía las puntas de los dedos pues el alambre de la agarradera me cortaba la circulación. Toda la mano la tenía agarrotada y empezaba a ver más brillante la luz de mi celda y unas manchas oscuras flotaban ante mis ojos: me siento mal, ya no aguanto. –¡Espérense! ¡Voy a abrir, pero el clavo se dobló! Las celdas superiores están igual que las otras. No quedó nada. En ninguna de estas celdas he visto sangre. Por aquí debe estar el agujero del máuser. Estoy seguro de que a Roberto no le dio, por que vi caer tierra; se tiró al suelo por si el guardia volvía a disparar, pero no estaba herido. La celda está tan oscura como si la puerta estuviera cerrada. Entre las dos planchas de metal que forman los muros se oyen ruidos muy leves, carreras de pies diminutos que llegan a parecer murmullos. Ahora nos miran desde la reja. Nosotros dentro y ellos afuera: una cárcel dentro de otra. Esperan detrás de la reja, paseándose de un lado a otro. Algunos no se mueven, están parados, con la mirada fija en el patio vacío. Hay una celda que no pudieron abrir. Cierra sin dejar ninguna ranura y dentro se puede apandar por tres lugares distintos con trozos de metal mucho más gruesos que un clavo. –¿Crees que vuelvan a entrar? –No, ¿para qué? Ya no queda nada. –Estamos nosotros… –¿Qué piensas? –Que podrían entrar para cumplir «encargos». El guardia había vuelto a poner el candado de la reja; pero en el pasillo, frente a la crujía, seguían vigilándonos los presos que habían tomado por asalto la crujía unas horas antes. –Y la vigilancia, ¿no crees que intervenga?… No, claro, estoy diciendo tonterías. Primero los soltaron, ahora no los encerrarán mientras no hayan cumplido… y si dices que pueden traer «encargos» especiales... –Asómate, no hay ni un solo vigilante, salvo el de la puerta; y por supuesto ni siquiera intentaría oponerse. Si lo hiciera sería el primer muerto, pero no lo hará. Pasó un largo rato. La celda que no lograron abrir está en el piso superior. Ahí estábamos casi todos: cincuenta en total. La aglomeración era incómoda pero se sentía menos el frío. Era la madrugada del 2 de enero. –¿Estamos todos? –No sé, creo que hay más en una celda de enfrente. –¿Sabes cuántos? –Unos diez. Se