Luis González de Alba

Los días y los años


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buscando una cobija.

      –¿Viste debajo de las literas?

      –No, no tenían para qué echarlas ahí.

      –No es por eso –el otro hizo un gesto de interrogación–; es que no sabemos si estamos todos.

      No sé qué hora pueda ser. Tal vez pronto amanezca. De la Vega se puso mal. Empezó a torcerse, los pies y las manos se le doblan hacia adentro. Lo saqué de la celda para que respirara aire frío pero está cada vez peor, no se puede sostener y temo que se desmaye. Es muy alto, bastante más que yo, así que no sé si podría sostenerlo.

      –Ven, apóyate en mí, vamos al patio; llamaré a los camilleros. Durante toda la noche dos camilleros han estado llevando enfermos y heridos a la enfermería. Algunos están graves, entre ellos Jacobo es el que resultó peor herido. Los camilleros son de la «B», o por lo menos uno de ellos, que se parece a un miembro del «Batallón Olimpia».

      Ha sucedido algo que no me explico en este momento: los presos que entraron a robar y golpear son de las crujías «e» y «d», donde se encuentran los juzgados por robo y delitos de sangre; pero no he visto a ninguno de la «a», la de reincidentes, que en todo el penal es la de más triste fama. ¿Por qué no entraron? La dirección de la cárcel tenía todo bien preparado. El pretexto: retuvo las visitas de algunos compañeros. En un patio estuvieron mujeres y niños durante horas, esperando que les permitieran salir. Era día primero del año y a las cuatro, como todos los domingos y algunos días de fiesta, había terminado la visita. La vigilancia argumentaba que no encontraban la llave de una puerta. Después la misma vigilancia dejó saber a los compañeros de la «m», otra crujía de presos políticos, que sus visitas estaban secuestradas hacía horas, cuando ya se les suponía en sus casas. Ya avisados, los de la «m» pudieron oír los gritos de las mujeres, que para esa hora estaban desesperadas, y el llanto de los niños. Lo primero que se les ocurrió fue salir de su crujía para tratar de llegar al patio donde estaba detenida la visita. Algunos vinieron a informar a la «c» de lo que ocurría, pero aquí tomamos el informe con cierto recelo y no nos adelantamos en el redondel. Únicamente algunos llegaron hasta la «m». En ese momento ya se habían escuchado los primeros disparos. Eran aproximadamente las ocho de la noche.

      Los compañeros que regresaban nos informaron que las crujías estaban sin candado en las rejas. En cualquier momento la vigilancia abriría las puertas.

      –Ya tienen todo dispuesto para atacarnos.

      Nadie entendía muy bien lo que pasaba. ¿Atacarnos? No hay ningún motivo. ¿Por qué con los presos? ¿no tienen la vigilancia? Nos hacíamos éstas y muchas otras preguntas que no sabíamos responder, cuando, ante nosotros, el vigilante que se encontraba de guardia en la reja de la «b» empezó a abrir el candado. Nos quedamos mirando la reja donde se agolpaban varias decenas de presos, pero ninguno de ellos salió.

      Los disparos cesaron un rato largo y también los gritos dejaron de escucharse. Fue un silencio largo, tenso, durante el cual cada uno trataba de adivinar lo que estaba ocurriendo en otro lugar del callejón circular que une a todas las crujías, dispuestas como rayos en torno a un eje. Cuando el silencio llegaba a su máxima tensión surgió un grito, un solo alarido que venía de la crujía directamente frente a la nuestra y que, por lo mismo, no alcanzábamos a ver. Por el callejón, el redondel le llaman aquí, se oyó el ruido de cientos de pies que se acercaban.

      –¡Ya los soltaron! –dijo Raúl con los dientes apretados, y trató de cerrar la reja, pero por dentro no es posible hacerlo.

      Tampoco otra pequeña reja interior era posible cerrarla porque la puerta estaba vencida. Raúl todavía trataba de echar el pasador cuando ya los teníamos enfrente. Empezamos a tirarles botellas, los únicos proyectiles con que contábamos. Todos hubiéramos sacado fuerzas del hambre, pero desde lo alto de nuestro propio patio, a nuestras espaldas, la vigilancia empezó a disparar. Algunos pudieran pensar que trataban de contener a los atacantes, pero no era así. Disparaban contra nosotros para dispersarnos y permitir la entrada a la turba que habían soltado con la promesa de un buen botín. Nos replegamos contra las paredes buscando protección, pero el tiroteo arreció. Cada uno de nosotros se metió en la primera celda que encontró abierta y apandó.

      Mi puerta tenía varios agujeros y por ellos vi pasar mesas, televisores, cajas de libros, cobijas. Los vigilantes impedían las riñas por los objetos más valiosos y apresuraban la acción. A los pocos minutos los asaltantes se dieron cuenta de que era difícil cargar todo en los hombros y pidieron los carros en que se reparte la comida. De esta manera podían vaciar más rápidamente las celdas. Los «comandos», presos que la dirección nombra para mantener el orden en cada crujía, gritaban por todas partes:

      –¡Esa «e»! ¡Esa «e»! ¡Vámonos, moviéndose, moviéndose!

      La primera oleada de atacantes se retiró sin abrir las puertas. Se limitaron a saquear las celdas que quedaron abiertas. Pero pronto entró otro grupo: eran de otra crujía y ya venían armados con palancas.

      –No puedo caminar. Por favor, ¿qué me va a pasar? ¡Mira! ¡Mira cómo se me hacen los pies!

      Logramos bajar las escaleras. Ya por lo menos no se caerá del piso alto, pensé.

      –Siéntate en esta banca, te traeré agua.

      Entré en varias celdas pero todos los garrafones estaban rotos y aún no había agua en las llaves.

      –Lo siento, pero no hay agua en la crujía.

      –Consígueme, De Alba, consigue una poca.

      –La única que hay está muy sucia. Por lo menos mojaré unos papeles.

      Los mojé y se los puse en la frente. No sé ni para qué, pero, ¿qué más hacía? No dejaba de torcerse sin control. Las manos se le iban doblando y las piernas se le sacudían. También las puntas de los pies estaban arqueadas. Le puse papel mojado pensando en que ése era el remedio que usábamos de niños para detener una hemorragia de la nariz. Ahora, claro, el caso no tenía ninguna similitud; pero sólo había papeles y un poco de agua sucia.

      –Ya pronto vendrá la camilla. Entra en esta celda y recuéstate un momento en la litera.

      Estábamos vigilados por verdaderas «guardias blancas». No se veía un solo policía, únicamente presos con varillas de metal en las manos. Teníamos un grupo como de cien o más apostado frente a la reja. Las crujías continuaban abiertas.

      Después que se llevaron a De la Vega subí de nuevo a la celda e intenté dormir.

      –¿Qué tenía? –me preguntaron.

      –No sé, estaba muy raro. Espero que no sea nada. Tal vez la tensión.

      En la celda habían prendido un cabo de vela. Era la única luz que teníamos.

      –¿Qué irá a pasar?

      –Ya duérmete.

      –Pero tú qué crees.

      –No sé nada. Duérmete.

      –¿Y si vuelven? Ahí están todavía. Creo que ni siquiera han puesto el candado y si lo pusieran sería lo de menos. ¿Me oyes?

      –Sí.

      –Ni siquiera tenemos botellas y cualquier movimiento que hagamos, hasta cambiar de celda, es observado por ellos. ¿Y los vigilantes?

      –No están.

      –¿Qué tenía De la Vega?

      –No sé, ya cállate.

      Durante un rato creí que ya se había dormido, pero pronto volvió a empezar.

      –¿Cuántos estaremos aquí?

      –Como cuarenta o más.

      –¿Y los otros?

      –Están enfrente.

      –Hazte un poquito para allá, quiero estirar esta pierna.

      –Qué bien chingas.

      –¿Ya