Luis González de Alba

Los días y los años


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de la escuela Hermanos Escobar, de Chihuahua. La fnet quedó al margen y no pudo controlar las huelgas, cosa que al gobierno no le gustó pues demostraba que la organización «charra» no era ya el cauce por donde actuaban los estudiantes técnicos.

      –Ésa del Poli, ¿es por lo que pasó en la Ciudadela? –preguntó un muchacho que yo no conocía.

      –Sí.

      En un cuarto de hora los pasillos y escaleras quedaron vacíos.

      –Las seis y cuarto. ¿Por qué no le pides el carro a Alma y nos vamos a ver la del Latino?

      El 22 de julio se celebró un juego de fútbol en la Plaza de la Ciudadela. Un equipo lo formaban alumnos de la preparatoria particular Isaac Ochoterena; y el otro, la pandilla de los «ciudadelos». El encuentro terminó a golpes y los de la Ochoterena salieron perdiendo. Como algunos «ciudadelos» se dicen alumnos de las vocacionales 2 y 5 del ipn, los de la Ochoterena apedrearon, al día siguiente, la voca 2. Al tercer día, por la mañana, varios cientos de alumnos de las dos vocacionales marcharon sobre la preparatoria Isaac Ochoterena sin que nadie lo impidiera. Cuando los politécnicos dieron por terminada su venganza, los granaderos decidieron que había llegado la hora de intervenir y esperaron a los politécnicos que regresaban en las calles cercanas a La Ciudadela, los cercaron y empezaron a golpear. Perseguidos por los granaderos, los estudiantes se refugiaron en las vocacionales; pero las escuelas no fueron obstáculo, en su interior los granaderos la emprendieron no sólo con alumnos, sino con maestros y maestras que igualmente fueron golpeados sin conocer la causa de la agresión. No se trataba de imponer el orden, sino de romperlo, de golpear como si se tratara de una venganza personal.

      –¿No sabes qué ruta iba a seguir la manifestación del Poli?

      –No, pero creo que pensaban detenerse en el Monumento a la Revolución –respondí.

      –Vamos a asomarnos.

      –Ya es muy tarde, mejor da vuelta en Florencia.

      Que si había ido a La Ciudadela. Hoy no, pero otros días sí. Y que cómo estaba. Ocupada por los granaderos en todas partes; además seguían provocando a los estudiantes y a quienes lo parecieran. Sí, había leído la protesta publicada por el director de la voca 5. Alrededor del «Reloj Chino» el tráfico estaba congestionado y por todas las calles que atraviesan Bucareli los encuentros eran frecuentes. Casi toda la zona estaba cubierta de piedras y vidrios. Al doblar una esquina se topaba uno con un batallón de granaderos que cerraba la calle.

      –Pues en todos los periódicos les siguen echando leña a los estudiantes y vagos que agreden a la policía.

      –¿Y qué esperabas?

      –¿Pagas el estacionamiento?

      –Yo por qué, el carro lo traes tú. Además en la calle hay lugar.

      –Bueno, yo lo pago; pero tú disparas los refrescos.

      En la calle se comentaba que la manifestación había sido disuelta por la policía, pero no sabíamos cuál de las dos manifestaciones.

      Estuve un rato en mi celda corrigiendo unos apuntes sobre los sucesos de septiembre de 1968, en particular la parte referente a la defensa que se hizo del rector Barros Sierra a raíz de su renuncia. Me faltaban algunos datos y no había manera de conseguirlos pronto. Tampoco tenía a mano la respuesta del cnh al informe presidencial. Se había pensado en la posibilidad de escribir un relato conjunto que recogiera la experiencia de 1968 vista desde dentro, pero el trabajo estaba muy atrasado.

      Hacía una semana que, hablando con Raúl, habíamos pensado que, de iniciarse la huelga de hambre de la que ya se hablaba, el famoso libro quedaría suspendido por mucho tiempo más y tal vez definitivamente olvidado. Tomé los apuntes y salí a buscar a Gilberto. Lo encontré acostado cuando entré en su celda.

      –No sé cómo puedes vivir con los pescados.

      –Sólo comemos juntos y nunca hablamos de política, mucho menos acerca del Movimiento. Hoy se inició la conversación porque estabas tú. En otras circunstancias, Pablo hubiera hablado de las piedras y de ahí habríamos brincado a Sofía, o al viaje en tren por Yugoslavia antes de llegar a Sofía.

      Bueno, por qué no veíamos lo de julio y agosto, le dije. Ahí estaba encima de la mesa. ¿Quería que leyéramos lo que yo había hecho?, pero antes lo de él. ¿Y Raúl?, preguntó. Que estaba escribiendo con el Chale.

      Afuera empezaron a golpear una puerta. El ruido era insoportable, como martillazos sobre metal. Salimos al pasillo, los golpes venían de la celda de Baldovinos, lo había encerrado.

      –Abran esa puerta –decía Jacobo apartando a los que se encontraban cerca–, ¡qué ocurrencias! ¿No tienen nada que hacer?

      Mientras Gilberto ponía en orden su trabajo bajé a la celda de Raúl por las copias que le faltaban a mi parte y que habíamos estado leyendo un día antes. Toqué en la puerta y adentro preguntaron qué quería. Abrió Raúl y aparto la cortina. Al fondo de la celda estaba Saúl, a quien todos le dicen el Chale por su tipo oriental, sentado frente a la máquina de escribir y con un gran vaso de Nescafé al lado.

      –Cerramos porque es una lata. Entran y salen como si estuvieran en su casa. Todo el que no tiene que hacer llega silbando y se mete en lo que no le importa, se llevan los cigarros: son una peste.

      –¿Y este horror qué hace aquí? –pregunté señalando al Chale.

      –Je suis ton père –respondió en su espantoso francés.

      –Mira, Shalimar, no seas tan respondón y aprende a pronunciar bien la ü. A ver di: üi, üi, üi; ándale, Shalimarcito, haz la trompita así.

      Saúl sacó la lengua e hizo un mohín.

      –Te has de ver muy bonito, pinche Chale. Sigue escribiendo.

      Al salir de la celda vi que el Pirata estaba cabizbajo, oyendo sin responder a algunos de sus amigos. El Pirata es un muchacho de escasos 20 años que, cuando lo conocimos en la crujía de turno, antes de ser trasladados a la «c», no quería ni formarse cerca de nosotros cuando nos daban el «rancho». Entonces todos se divertían obligándole a hablarnos.

      –Mira, ésos son los del Consejo, siéntate con ellos.

      El Pirata casi nunca les respondía. Nos miraba un momento y apartaba la vista. Cuando preguntamos a los demás a qué se debía tanto recelo, nos explicaron que estaba convencido de que, si se le veía cerca de los miembros del Consejo, nunca saldría de la cárcel. En cuanto sus compañeros se enteraron de su temor, y vieron sus reacciones, no dejaron de explotar un motivo de diversión como era molestar al Pirata. Después se supo que, durante el interrogatorio en la Jefatura de Policía, le preguntaron mucho por uno de los delegados del Poli al cnh, llamado Sócrates, y que por causa de este nombre había recibido una golpiza.

      –¿Conoces a Sócrates?

      –No, no lo conozco.

      –No te hagas, dinos la verdad.

      –Si la verdad es que yo iba pasando por la calle en la que incendiaron un tranvía…

      –Eso ya lo oí; te estoy preguntando por Sócrates, ¿qué hacía Sócrates?

      –Les aseguro que yo no sé lo que hacía, ando muy mal en Historia.

      Ahora, más de un año después, el Pirata, como otros detenidos en circunstancias similares, sigue en la cárcel; aunque ya no teme acercarse a «los del Consejo», le han descubierto otra debilidad: basta decirle que ya el procurador dijo que no va a salir nadie, para que se le llenen los ojos de lágrimas y agache la cabeza. A eso se dedicaban los tres que están en la reja, y a pesar de las numerosas ocasiones en que le han dicho lo mismo, el procedimiento aún surte algún efecto: dentro de un rato se meterá a su celda.

      –Aquí está ya todo –le dije.

      –Lee tú primero y después yo.

      –Pero lo mío empieza en septiembre.

      –No