¿te dijo algo Selma?
–¿De qué? –le respondí mientras veía la pared soleada.
–De Guita.
–¿De Guita? Nada. ¿Por qué?
–¡Ah! –dijo Arturo sonriéndose–, es que ayer, cuando me la encontré, me contó que había visto a Selma, no sé en dónde, y que se le acercó nada más para decirle: «Lo sé todo».
–¿También a ella se lo hizo? –no le podía responder por la risa que me daba el imaginarme la cara de Guita ante ese «lo sé todo»–. Ya ves las cosas que se le ocurren a Selma. Un día le dijo a alguien la frasecita y el otro soltó toda la sopa: se sonrojó y tartamudeando dio miles de explicaciones que nadie le pedía. Desde entonces se dedica a lanzarle a todo el mundo un fulminante y frío «lo sé todo», y ha descubierto que quien no palidece se sonroja. Claro, ahora está feliz con el descubrimiento y no pierde oportunidad de ponerlo en práctica.
–Pues aquella pobre está muy inquieta y hasta me preguntó: «Oye, Arturo... ¿qué es lo que sabe?»
Los dos nos reímos un buen rato. Me acabé la dona con el café y fuimos a comprar otra. Después estuvimos de pie del lado del sol hasta que llegó un vigilante a decirnos que había terminado la visita.
–¿Te acuerdas de lo que te recomendó cuando iba a nacer tu hijo?
–Claro. Menos mal que fue hombre... si hubiera sido mujer me pongo a regalar donas en vez de puros, como me aseguró Selma que se hacía.
De regreso en mi celda tendí la litera y barrí. Pensaba ponerme a escribir, pero vi que en la celda de enfrente, la que usamos de «comuna», Zama ya estaba preparando el almuerzo; así que me fui a acompañarlo mientras terminaba.
–Va a venir Félix a almorzar –me dijo.
–¡Ah! ¿Y ese milagro? Desde que se cambió de «comuna» nunca había venido.
–Es que ha de estar pasando hambre.
–Seguro. Óyelo, viene en la escalera con Pablo. ¡Goded Andreu, no sabes el gusto que me da verte por tu «ex comuna»!
–Aquí me tienen. Pensé que ya me estarían extrañando.
–Tampoco exageres.
–Pasa, Félix –dijo Zama–; te estoy haciendo una ración especial porque de seguro la necesitas.
–Gracias, Zama. Tú sí sabes (lo cual no quiere decir nada).
–Ve nomás cómo viene este pobre muchacho: ñango, entelerido, dado al queso.
–Por eso te hice pinche mil huevos con chorizo, todos para ti.
–¿Para mí? Pretextos, pinche Zama; eres un tragón.
–Siéntense, porque ya les voy a servir.
–¿Así como están? –reclamó Pablo–. ¡Estás loco, pinche Zama, esos huevos todavía tienen caldo!
–¿Cómo van a tener caldo, si no les puse ningún caldo!
–¡Pues el caldo de los huevos!
–¡Cuál caldo!
–¡Ése!, ¡ése!, ¿no ves? ¡Tienen caldo!
–Está bien, los voy a dejar otro rato. Es que ya tengo mucha hambre.
–Eso no lo dudo. Tú te los comerías crudos, si así te comes la carne.
–¡No exageres, Pablo. ¡Por fa-vor!
–Ya niñas, no se arañen.
Félix parecía muy complacido de que la discusión hubiera llegado a un punto que conocía muy bien desde cuando comía con nosotros: el hambre de Zama y los consejos culinarios de Pablo que siempre acaban con cualquier tema anterior y, como su llegada lo convertía en blanco seguro de una hora de bromas pesadas, se sentía aliviado al ver a Pablo y a Zama enzarzados en la discusión habitual entre ellos a la hora de comer. Pero no supo seguir pasando inadvertido, habló y con ello cometió un error:
–Sí, pinche Zama, haz el favor de no darme la comida cruda.
–Pues ni tan «Zama», pinche Félix.
–Pues ni tan «Félix».
– Mira, ni hables porque me acuerdo de tus comidas que siempre quemabas, y del conejo, que sabía a meados.
–El que la quemaba era Pablo.
–No te hagas. Si para lo único que sirves es para dejar recaditos debajo de las puertas –dijo Zama riéndose mientras hacía el ademán de arrojar un papel bajo una puerta.
–¡Nomás piensa que por un papelito así te detuvieron, y que entonces tenías un mes de casado! –dijo Félix.
–¿Qué? ¿Qué pasó?
–¿No lo sabías? –preguntaron Zama y Félix al mismo tiempo.
–No.
–A ver, Zama –empezó a decir Félix–: conéctate con el número once y cuenta.
–Pues que después de la manifestación del 26 de julio quedamos de reunimos en un café…
–Eso sí lo sé.
–Pero esa noche Zama no lo sabía, entonces yo pasé a su casa y como no estaba… –prosiguió Félix quitándole la palabra a Zama.
–Sí estaba, pero no le abría a nadie; no quería visitas.
–Bueno, pues como no abrió, dejé un recado bajo su puerta.
–Para verse en el café de las Américas.
–No, en el Viena, que está enfrente –respondieron al mismo tiempo.
–¿Y desde cuándo hablan como Hugo, Paco y Luis?
–Desde… –dijeron juntos y voltearon a verse–. Deja de arremedarme, pinche Zama.
–Ni tan «Zama». Y ahí fue donde nos detuvieron a todos.
–¿Y por qué se citaron precisamente ahí?
–No sé. Yo nada más le avisé al Zama porque no lo habíamos visto después de la manifestación.
En la puerta apareció De la Vega: alto, flaco, con una gran nariz, hizo un gesto de admiración:
–¡No! ¡No es posible! ¡No puedo creerlo! I don’t believe it!
¡Están oyendo otra vez «Zama y el café Viena»! Qué aguante. Renovarse o morir, queridos.
–Mira quién lo dice, que-ri-do.
–Pero si es casi como oír otra vez «Pablo y Sofía».
–O bien, «De la Vega y la subidita que su papá mandó hacer para el coche diez años antes de tener coche» –añadió Pablo en venganza.
–¡Ah! Pero ésa es muy buena –respondió De la Vega.
–Pues yo no la conozco.
–¿No? ¡Cómo que no! Este pinche De Alba, ¡eres un provocador!
–Pues resulta –empezó a decir De la Vega– que mi papá vio una vez que la banqueta que estábamos haciendo (porque antes no había ni banqueta) era muy alta, y pensó…
–¡Ya ves! –protestó también Zama–. ¡Mira lo que has hecho! Ya nadie lo calla. ¡Eres un provocador!
–«…Cuando acabe la casa podré empezar a juntar para comprar un carro, y sin una subidita…»
–¡Ya cállate!
–¡Qué educación! Yo sólo hacía el intento de...
–¡El desorbitado intento! –dije y me reí solo. Los demás me veían sin entender–. Perdón, me equivoqué