Luis González de Alba

Los días y los años


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no lo sé. Pero en principio, creo que una planificación con márgenes muy amplios, que permita una gran movilidad y poder de decisión a los organismos municipales y regionales.

      –Eso no es posible –dijo Raúl–, porque la industria pesada y algunos otros sectores de la economía no pueden dejarse al arbitrio de varios cientos de municipios. En el petróleo, por ejemplo, ¿cómo puedes dar los márgenes amplios de que hablas?

      –Es cierto. Sectores como acero, petróleo, industria química, etcétera, tendrán que estar bajo control directo; pero la producción regional y los organismos de que depende pueden ser autónomos en gran medida.

      –Habrá que estudiar economía para ver si eso es posible– respondió Gilberto.

      Se hizo otro largo silencio. Siempre que hablábamos de lo mismo el resultado era similar: una vaga inquietud, malestar y descontento. Nadie desea un régimen como el soviético, que con toda tranquilidad vende carbón a Franco para romper la huelga en Asturias; pero tampoco son deseables las multitudes chinas con los ojos en blanco y el catecismo rojo en la mano, listas a asestar la cita.

      –Decir que la respuesta está en garantizar la democracia real en todos los niveles es trivial, pues persiste la pregunta: ¿cómo? –dijo Raúl rompiendo el silencio.

      –Tal vez respetando a los sindicatos y las organizaciones populares, como pequeñas células democráticas; de esa manera se podría proteger a los individuos.

      –¿A los individuos? –dijeron varios.

      –Sí. Yo creo que todo Estado es aplastante y se convierte en un fin en sí mismo; no hay «conciencia», por elevada que sea, que impida el proceso. Se necesita, además, fuerza en la base para cortar los procesos deformantes que, de otra manera, tendrán que presentarse en la cúspide.

      –Tal vez los cubanos estén dando en el clavo –comentó el Pino.

      –Eso parece, pero no tienen más que diez años de haber empezado, aún no se puede decir mucho. Además, algunos síntomas que han aparecido recientemente, son poco alentadores –dijo Raúl.

      –¡Ah!, ¿sí? –dijo Gamundi desde la puerta–. ¿Qué pasa?

      –Hay una lentitud desesperante en el trabajo. La gente se pasa las horas normales haciéndole al tonto para que le paguen horas extras.

      –Pero eso es casi sabotaje en las condiciones de Cuba.

      –Claro. Lo grave es que mucha gente hace lo mismo y las pérdidas son dobles: primero, por la pérdida de tiempo en la jornada normal, y luego, por el pago de las horas extras.

      –¿Y eso a qué se debe? –preguntó el Pino.

      –No lo sé –respondió Raúl–; pero demuestra que en esferas superiores está sucediendo un fenómeno parecido, aunque con consecuencias más graves. Es la actitud típica del burócrata.

      –Del burócrata arriba, y del desalentado abajo –añadí.

      –Se puede explicar fácilmente esa actitud nociva, como procedente de los residuos dejados por Batista; pero hay más en el fondo, pues durante los primeros años de la revolución el fenómeno era desconocido. ¿Por qué se presenta ahora?

      Saúl se levantó como si fuera a salir.

      –Ya ven, yo por eso estudio Ciencias Políticas.

      –Y por eso no sabes nada, pinche Chale –dijo el Pino.

      –¡Ah! ¿No? Mira, güerito, ayer te pregunté que si sabías qué era El Kolokol y no supiste.

      –¿El qué? –dije.

      –Kolokol. Quiere decir «La Campana». Era un periódico que…

      –¡Sácate de aquí tú y tu Kolokol! –le gritamos todos.

      –¡Vete a seguir leyendo a Max Weber! –dijo el Pino.

      –¡Y a la madre de Max Weber! –concluyó Gamundi.

      Salió de prisa porque le empezaban a llover bolas de migajón. Que ya veríamos cuando le fuéramos a pedir que nos escribiera a máquina un trabajo.

      – ¡Cretini! ¡Mascalzoni! ¡Maledeti! –gritaba desde el patio.

      –Ya sacó todo su vocabulario italiano, ahora nos va a lanzar el francés.

      Subiendo la escalera gritó:

       –¡Betes noires!

      –Ya está.

      Desde el mediodía se nubló y ahora ha empezado a llover. Es una lluvia fina, persistente, de las que en esta ciudad, y en otoño, duran horas. En Guadalajara no llueve así nunca. En verano cae una tormenta como si todo el cielo fuera pura agua, dura un rato y escampa. Cuando vuelve a salir el sol, poco antes de ponerse, hay un olor a laurel que la lluvia vuelve más intenso. La piedra también huele. Bajo los portales, la gente se mueve más de prisa y, de las fuentes, el agua brota con el color dorado de las plazas y el naranja del aire. En cambio aquí llueve gris y persistente.

      El pasillo que comunica las celdas superiores está protegido por un techo inclinado. Desde el barandal, la crujía se ve abandonada. No hay nadie afuera y hace largo rato que ni siquiera se ve que alguien cruce corriendo el patio. Todas las puertas están cerradas. Es como una «vecindad»: un cordel con ropa tendida, que alguien olvidó recoger, aumenta el parecido; el patio rectangular, las puertas que se abren a un solo cuarto mal iluminado. Todo es como en una «vecindad». Hasta la vida en común, los disgustos, los apodos, las pláticas.

      –¿Sabes? –me decía De la Vega ayer por la tarde–. Sigo haciendo mis ejercicios. ¿Barra?, barra. ¿Yoga?, yoga. ¿Tus lagartijas?, mis lagartijas.

      Muy bien, que lo pondría en su puntuación.

      –¿Cómo ves mi caso? ¿Merezco una oportunidad en el «pregrupo»?

      –Pues te diré –respondí con aire de seriedad–, lo estamos estudiando.

      –Y cómo voy, por favor dímelo, no me tengas en este suspenso porque ya no resisto más.

      –Regular, muchacho, regular; no pierdas las esperanzas. Tienes madera, llegarás. Yo te lo haré saber.

      –¡Ah! ¡Qué descanso!

      –Supera tus marcas actuales y podrás presentar la última prueba.

      –¡No! ¡No me digas que hay otra! ¡Ya no! ¡No lo soportaría!

      –Claro que sí. Falta la de matemáticas.

      –¿Matemáticas? ¿También se necesitan para entrar al «pre»? ¡Por supuesto!, se me olvidaba que el «jefe de patrulla» es matemático.

      –Pues sí, ya ves.

      –Es una prueba muy maldita.

      –Pero te basta con cálculo. Eso sí, bien sabidito.

      –Dominado –y tronó los dedos.

      –Sí. Dominado.

      Está buscando el contraataque, pensé al verlo distraído. Se sonrió. Que si la clase de nudos también se computaba. ¿De nudos? No entendía.

      –Sí, o qué, ¿no está dando clase de nudos Raúl? Si es como la «guía del explorador».

      –Ya sé por qué lo dices. Seguro viste cuando estábamos junto la reja con un cordel. Eres una víbora, pinche De la Vega, no se te podía escapar.

      –Raúl hacía lacitos, se los metía entre los dedos y jalaba. No se puede negar que los tenía atentos. Pinche «pre».

      Lo peor era que sí habíamos estado hablando de nudos. Raúl estuvo un tiempo en Colima y en la costa de Jalisco. Anduvo en un camión de carga que transportaba piedras o arena, ya no me acuerdo; pero no importa. El caso es que tenía que afianzar las redilas con cuerdas muy gruesas, o poner la lona en tiempo