Elena G. de White

Conflicto cósmico


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que pretendía representar a Cristo. Se realizaron grandes concilios en los cuales se reunieron dignatarios de todo el mundo. Prácticamente en cada concilio el sábado resultaba un poco más disminuido, en tanto que el domingo era exaltado. Así, la festividad pagana llegó finalmente a ser honrada como la institución divina, mientras que el sábado de la Biblia fue proclamado como una reliquia del judaísmo y su observancia fue prohibida bajo pena de excomunión.

      El apóstata había tenido éxito en exaltarse a sí mismo sobre “todo lo que se llama Dios o es objeto de culto” (2 Tesalonicenses 2:4). Se había atrevido a cambiar el único precepto de la ley divina que señala al Dios vivo y verdadero. En el cuarto mandamiento, Dios se revela como el Creador. Siendo el monumento recordativo de la obra de la creación, el séptimo día fue santificado como el día de descanso para el hombre, designado para mantener siempre al Dios vivo en la mente de los hombres como objeto de adoración. Satanás lucha para desviar a los seres humanos de la obediencia a la ley de Dios; por lo tanto, dirige sus esfuerzos especialmente contra el mandamiento que señala a Dios como el Creador.

      Los protestantes ahora alegan que la resurrección de Cristo en el día domingo lo convirtió en el sábado cristiano. Pero ni Cristo ni sus apóstoles le otorgaron tal honor a ese día. La observancia del domingo tuvo su origen en el “misterio de la iniquidad” (2 Tesalonicenses 2:7) que, ya en los días de Pablo, había comenzado su obra. ¿Qué razón puede darse para efectuar un cambio que las Escrituras no sancionan?

      En el siglo VI el obispo de Roma fue declarado cabeza de toda la iglesia. El paganismo había dado lugar al papado. El dragón había dado a la bestia “su poder y su trono, y grande autoridad” (Apocalipsis 13:2).

      Ahora habían empezado los 1.260 años de opresión papal, predicho en las profecías de Daniel y el Apocalipsis (Daniel 7:25; Apocalipsis 13:5-7; ver el Apéndice). Los cristianos eran obligados a elegir entre abandonar su integridad y aceptar las ceremonias y el culto papal, por una parte, o pasar la vida en calabozos, y sufrir la muerte, por la otra. Ahora se cumplieron las palabras de Jesús: “Seréis entregados aun por vuestros padres, y hermanos, y parientes, y amigos; y matarán a algunos de vosotros; y seréis aborrecidos de todos por causa de mi nombre” (S. Lucas 21:16, 17).

      El mundo llegó a ser un extenso campo de batalla. Durante centenares de años la iglesia de Cristo encontró refugio en la reclusión y la oscuridad. “La mujer [la iglesia verdadera] huyó al desierto, donde tiene lugar preparado por Dios, para que allí la sustenten por mil doscientos sesenta días” (Apocalipsis 12:6).

      El advenimiento de la Iglesia Romana al poder señaló el comienzo de la Edad Media, la edad oscura. La fe fue transferida de Cristo al Papa de Roma. En lugar de confiar en el Hijo de Dios para el perdón de los pecados y la salvación eterna, el pueblo miraba al Papa y a los sacerdotes a quienes él había delegado autoridad. El Papa era el mediador terrenal. Ocupaba para ellos el lugar de Dios. Una desviación de los requerimientos que él había impuesto era suficiente para que fueran castigados severamente. De esta forma las mentes del pueblo fueron desviadas de Dios hacia hombres crueles y falibles. Más aún, hacia el mismo príncipe de las tinieblas, quien ejercía su poder por medio de ellos. Cuando se suprimen las Escrituras y el hombre empieza a considerarse como supremo, contemplamos solamente fraude, engaño y vil iniquidad.

      Días de peligro para la iglesia

      Los fieles que sostenían el estandarte eran pocos. A veces parecía como que el error prevalecería por completo, y que la verdadera religión sería desterrada de la tierra. Se perdía de vista el evangelio, y el pueblo era recargado con rigurosos impuestos ilegales. Se enseñaba a la gente a confiar en las obras propias para conseguir el perdón de sus pecados. Largas peregrinaciones, actos de penitencia, el culto a las reliquias, la construcción de iglesias, santuarios y altares, el pago de grandes sumas a la iglesia: éstas eran las cosas impuestas para aplacar la ira de Dios o para asegurar su favor.

      En torno al fin del siglo VIII, los partidarios del Papa pretendieron que en los primeros siglos de la iglesia, los obispos de Roma habían poseído los mismos poderes espirituales que ahora ellos se arrogaban. Los monjes inventaron escritos antiguos. Decretos de reuniones conciliares de los cuales nunca se había oído fueron descubiertos, y en ellos se establecía la supremacía universal del Papa desde los primeros tiempos.

      Los fieles que edificaban sobre el seguro fundamento (1 Corintios 3:10, 11) estaban perplejos. Cansados de la lucha constante contra la persecución, el fraude y todos los demás obstáculos que Satanás podía inventar, algunos que habían sido fieles se descorazonaron; por causa de la paz y la seguridad de sus propiedades y de su vida, abandonaron el seguro fundamento. Pero otros no se dejaron intimidar por la oposición de sus enemigos.

      El culto de las imágenes se hizo general. Se encendían velas ante ellas, se les ofrecían oraciones y se practicaban las más absurdas costumbres. La razón misma parecía haber perdido su poder. Mientras los prelados y obispos eran personas amantes del placer y corruptas, la gente que esperaba de ellos dirección estaba sumergida en la ignorancia y el vicio.

      En el siglo XI el papa Gregorio VII proclamó que la iglesia nunca se había equivocado, y que jamás se equivocaría, pretendiendo que eso estaba de acuerdo con las Escrituras. Pero ninguna prueba bíblica acompañaba esa declaración. El orgulloso pontífice también reclamaba la autoridad para deponer emperadores. Una ilustración del carácter tiránico de este abogado de la infalibilidad fue la forma en que trató al emperador germano Enrique IV. Por considerar que éste había desestimado la autoridad del Papa, Enrique IV fue excomulgado y destronado. Sus propios príncipes fueron animados a rebelarse contra él por mandato papal.

      Enrique sintió la necesidad de hacer las paces con Roma. Acompañado de su esposa y de un fiel sirviente cruzó los Alpes en pleno invierno para poder humillarse ante el Papa. Al llegar al castillo de Gregorio fue conducido a un atrio exterior. Allí, en medio del severo frío del invierno, con la cabeza descubierta y los pies desnudos, esperó el permiso del Papa para aparecer ante su presencia. Solamente después que había pasado tres días de ayuno y confesión, el pontífice le concedió el perdón. Y esto todavía con la condición de que debía esperar la autorización del Papa para volver a usar las insignias reales o ejercer su poder. Gregorio, envanecido con su triunfo, se jactó de que era su deber humillar el orgullo de los reyes.

      Cuán notable es el contraste entre este despótico pontífice y Cristo, que se presenta a sí mismo pidiendo entrada a la puerta del corazón. Enseñó a sus discípulos: “El que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo” (S. Mateo 20:27).

      Cómo se introdujeron las falsas doctrinas

      Aun antes del establecimiento del papado, las enseñanzas de los filósofos paganos habían ejercido su influencia en la iglesia. Muchos aún se aferraban a los principios de la filosofía secular e instaban a otros a estudiarla como medio de extender su influencia entre los paganos. Así se introdujeron serios errores en la fe cristiana.

      Entre las falsas doctrinas se destacan la creencia de la inmortalidad natural del hombre y su estado consciente después de la muerte. Esta doctrina forma el fundamento sobre el cual Roma estableció la invocación de los santos y la adoración a la Virgen María. De esto surgió también la herejía del tormento eterno para los que eran definidamente impenitentes, la cual se incorporó en la fe papal.

      Estaba preparado el camino para otra invención del paganismo: el Purgatorio, empleado para aterrorizar a las multitudes supersticiosas. Esta herejía afirma la existencia de un lugar de tormento en el cual las almas de los que no habían merecido la eterna condenación sufren un castigo por sus pecados, y desde el cual, cuando son limpiados de la impureza, son admitidos en el cielo.

      Aún se necesitaba otra impostura para permitirle a Roma sacar provecho de los temores y los vicios de sus adherentes: la doctrina de las indulgencias. Se prometía la completa remisión de los pecados pasados, presentes y futuros a todos los que se alistaran en las guerras del pontífice para castigar a sus enemigos o para exterminar a aquellos que osaran negar su supremacía espiritual. Mediante el pago de dinero a la iglesia,