Elena G. de White

Conflicto cósmico


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sostuvo la pompa, el lujo y el vicio de los pretendidos representantes de Aquel que no tenía dónde reclinar la cabeza.

      En el siglo XIII se estableció la más terrible maquinaria del papado: la Inquisición. En sus secretos concilios Satanás dominaba la mente de esos hombres malos. Invisible en medio de los mismos, un ángel de Dios tomaba nota de sus terribles e inicuos decretos y registraba la historia de hechos demasiado horribles para los ojos humanos. “Babilonia la grande” se vio “ebria de la sangre de los santos” (ver Apocalipsis 17:5, 6). Los cuerpos mutilados de millones de mártires clamaban a Dios por venganza contra ese poder apóstata.

      El papado había llegado a ser el déspota del mundo. Reyes y emperadores se inclinaban ante los decretos del pontífice romano. Durante centenares de años la doctrina de Roma se recibía sumisamente. Sus clérigos eran honrados y sostenidos generosamente. Desde entonces nunca la Iglesia Romana alcanzó de nuevo tanto rango, brillo o poder.

      ¡Tales fueron los resultados de desterrar la Palabra de Dios!

       Capítulo 4

      Un pueblo que esparce la fe

      Durante el largo período de la supremacía papal hubo testigos de Dios que conservaron la fe en Cristo como el único mediador entre Dios y los hombres. Consideraban la Biblia como la única regla de vida, y santificaban el verdadero día de reposo. Se los tildaba de herejes, sus escritos eran confiscados, adulterados o mutilados. Sin embargo, ellos permanecieron firmes.

      Su historia ocupa un lugar escaso en los registros humanos, fuera de lo que se encuentra en las acusaciones de sus perseguidores. Roma trató de destruir todo lo “herético”, tanto personas como escritos. Se esforzó también por destruir todo registro de su crueldad hacia los que no estaban de acuerdo con ella. Antes de la invención de la imprenta, los libros eran escasos en número; por lo tanto, no era mucho lo que se podía hacer para impedir que los partidarios de Roma llevaran a cabo su propósito. Tan pronto como el papado obtuvo poder, la Iglesia Romana extendió sus brazos para aplastar a todo el que rehusara reconocer su dominio.

      En Gran Bretaña, el cristianismo primitivo había echado raíces muy temprano, sin dejarse corromper por la apostasía romana. La persecución por parte de los emperadores paganos fue el único don que las primeras iglesias de Gran Bretaña recibieron de Roma. Muchos cristianos que huían de la persecución en Inglaterra hallaron refugio en Escocia; desde allí la verdad fue llevada a Irlanda, y en estos países fue recibida con alegría.

      Cuando los sajones invadieron Gran Bretaña, el paganismo logró predominar, y los cristianos fueron obligados a refugiarse en las montañas. En Escocia, un siglo más tarde, la luz brilló hasta llegar a países muy distantes. Colombano y sus colaboradores llegaron desde Irlanda y convirtieron a la isla de Iona en el centro de sus labores misioneras. Entre estos evangelistas se hallaba un observador del sábado, y así la verdad fue introducida entre el pueblo. Se estableció una escuela en Iona, y de ella salieron misioneros para ir a Escocia, Inglaterra, Alemania, Suiza y aun a Italia.

      Roma hace frente a la religión bíblica

      Pero Roma resolvió someter a Gran Bretaña bajo su autoridad. En el siglo VI sus misioneros emprendieron la tarea de convertir a los paganos sajones. A medida que la obra progresaba, los dirigentes papales se encontraron con que los cristianos primitivos eran sencillos, humildes, y que tenían un carácter, una doctrina y una conducta consecuentes con las Escrituras. Esos dirigentes ponían en evidencia la superstición, la pompa y la arrogancia propias del papado. Roma exigía que estas iglesias cristianas reconocieran la soberanía del pontífice. Los habitantes de Gran Bretaña replicaron que el Papa no tenía derecho a ejercer supremacía en la iglesia y que no podían tributarle más que la sumisión debida a todo seguidor de Cristo; no reconocían otro señor que Cristo.

      En los países que estaban más allá de la jurisdicción de Roma, durante siglos los grupos cristianos permanecieron casi totalmente libres de la corrupción papal. Continuaron considerando la Biblia como la única regla de fe. Estos cristianos creían en la perpetuidad de la ley de Dios y observaban el sábado del cuarto mandamiento. En el centro del África y entre los armenios del Asia había iglesias que adherían a esta fe y práctica.

      De entre los que resistieron al poder papal se destacaban, en forma sobresaliente, los valdenses. En el propio país donde el papado había sentado sus reales, las iglesias del Piamonte mantenían su independencia. Pero llegó el tiempo en que Roma insistió en que éstas se sometieran. Sin embargo, algunos rehusaron ceder al Papa o a los prelados, y determinaron preservar la pureza y la sencillez de su fe. Se realizó una separación. Los que se adherían a la fe antigua, ahora se retiraron. Algunos, abandonando los Alpes nativos, levantaron el estandarte de la verdad en países extraños. Otros se refugiaron en las fortalezas rocosas de las montañas y allí conservaron su libertad para adorar a Dios.

      Sus creencias religiosas se fundaban sobre la Palabra de Dios. Esos humildes campesinos, apartados del mundo, no habían llegado por sí mismos a la verdad en oposición a los dogmas de la iglesia apóstata. Sus creencias religiosas fueron la herencia que recibieron de sus padres. Ellos luchaban por la fe de la iglesia apostólica. “La iglesia del desierto”, y no la orgullosa jerarquía entronizada en la gran capital del mundo, era la verdadera iglesia de Cristo, la guardiana de los tesoros de la verdad que Dios encomendó a su pueblo para que fuera dada al mundo.

      Entre las causas más importantes que determinaron la separación entre la iglesia verdadera y Roma, existía el odio que esta última profesaba hacia el día de reposo bíblico. Como lo había predicho la profecía, el poder papal echó por tierra la ley de Dios. Las iglesias, sometidas al papado eran obligadas a honrar el domingo. En medio del error prevaleciente, muchos de los verdaderos hijos de Dios estaban tan confundidos que observaban el sábado y al mismo tiempo no trabajaban el domingo. Pero esto no satisfacía a los dirigentes papales. Ellos exigían que el verdadero sábado fuera profanado, y denunciaban a los que se atrevían a manifestar que honraban ese día.

      Centenares de años antes de la Reforma, los valdenses poseían la Biblia en su idioma nativo.