Elena G. de White

Conflicto cósmico


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apagaría. Había hecho más para quebrantar las cadenas de la ignorancia, y para liberar y elevar a su país, que lo que jamás se haya hecho por victorias logradas sobre el campo de batalla.

      Únicamente por medio de un trabajo arduo y difícil podían prepararse ejemplares de la Biblia. Tan grande era el interés por obtener el libro, que con dificultad los copistas podían suplir la demanda. Compradores adinerados querían tener la Biblia entera. Otros compraban una porción. En muchos casos, varias familias se unían para comprar un ejemplar. La Biblia de Wiclef pronto se difundió por los hogares de la gente.

      Wiclef ahora enseñaba las doctrinas distintivas del protestantismo: la salvación por la fe en Cristo, y la infalibilidad únicamente de las Escrituras. La nueva fe fue aceptada casi por la mitad del pueblo de Inglaterra.

      La aparición de las Escrituras produjo desmayo en las autoridades de la iglesia. No había en ese tiempo ninguna ley en Inglaterra que prohibiera la Biblia, porque nunca antes había sido publicada en el lenguaje del pueblo. Tales leyes se sancionaron más tarde y se pusieron en vigencia con todo rigor.

      De nuevo los dirigentes papales se complotaron para silenciar la voz del reformador. Primero, un sínodo de obispos declaró que sus escritos eran heréticos. Luego, ganando al joven rey Ricardo II en su favor, pronto obtuvieron un decreto real condenando al encarcelamiento a todos los que sostuvieran las doctrinas proscritas.

      Wiclef apeló del sínodo al Parlamento. Valientemente acusó a la jerarquía eclesiástica ante la autoridad nacional, y exigió la reforma de los enormes abusos sancionados por la iglesia. Sus enemigos se sintieron confundidos. Se esperaba que el reformador, siendo ya anciano, solo y sin amigos, se inclinara ante la autoridad de la corona. En lugar de ello, el Parlamento, impulsado por la notable apelación de Wiclef, rechazó el edicto de persecución y el reformador se halló de nuevo en libertad.

      Pero una vez más fue traído a juicio, y en este caso ante el tribunal eclesiástico supremo del reino. Aquí, finalmente, la obra del reformador tendría que detenerse; así pensaban los papistas. Si podían ellos realizar su propósito, Wiclef saldría de este lugar solamente para ir a las llamas.

      Wiclef rechaza retractarse

      Pero Wiclef no se retractó. Valientemente mantuvo sus enseñanzas y rechazó las acusaciones de sus perseguidores. Emplazó a sus oyentes ante el tribunal divino y pesó sus falsos argumentos y fracasos en la balanza de la verdad eterna. El poder del Espíritu Santo se hizo sentir sobre los oyentes. Como flechas de Dios, las palabras del reformador atravesaron sus corazones. El cargo de herejía, que habían traído contra él, lo arrojó contra sus acusadores.

      La obra de Wiclef estaba casi terminada, pero una vez más había de presentar su testimonio en favor del evangelio. Fue citado a juicio ante el tribunal papal de Roma, que tan a menudo había derramado la sangre de personas justas, pero un ataque de parálisis le hizo imposible realizar el viaje. No obstante, aun cuando su voz no había de ser oída en Roma, podía hablar mediante una carta. El reformador envió al Papa un escrito que, aunque respetuoso y de espíritu cristiano, era un agudo reproche a la pompa y al orgullo de la sede papal.

      De esta forma presentó ante el Papa y sus cardenales la mansedumbre y la humildad de Cristo, exhibiendo, no solamente ante ellos, sino ante toda la cristiandad, el contraste entre ellos y el Maestro, cuyos representantes pretendían ser.

      Wiclef tenía la plena convicción de que el precio de su fidelidad sería su vida. El rey, el Papa y los obispos estaban unidos para conseguir su ruina, y parecía seguro que solamente después de unos meses él iría a la estaca para ser quemado. Pero su valor era intrépido.

      El hombre que durante su vida entera había permanecido valientemente firme en defensa de la verdad, no iba a caer como una víctima del odio de sus adversarios. El Señor había sido su protector; y ahora, cuando sus enemigos se sentían seguros de la presa, la mano de Dios lo quitó del alcance de éstos. En su iglesia en Lutterworth, cuando estaba por impartir la comunión, cayó herido por otro ataque de parálisis, y después de un corto tiempo, fue llamado al descanso.

      Precursor de una nueva era

      Dios había puesto la palabra de verdad en la boca de Wiclef. Su vida fue protegida y sus labores prolongadas hasta que se hubo colocado el fundamento para la Reforma. No hubo ninguna persona, anterior a él, cuya obra sirviera de molde para su sistema de reforma. Fue precursor de una nueva era. A la vez, en la verdad que presentaba había una unidad y una totalidad que los reformadores que lo siguieron no superaron y que algunos ni siquiera alcanzaron. Tan firme y segura era la estructura, que no necesitaba ser reconstruida por los que vinieran después de él.

      El gran movimiento que Wiclef inauguró, para liberar a las naciones de tanto tiempo de esclavitud por parte de Roma, tenía su fundamento en la Biblia. Esta era la fuente de ese manantial de bendiciones que ha fluido a través de los tiempos desde el siglo XIV. Educado para considerar a Roma como la autoridad infalible y para aceptar con incuestionable reverencia las enseñanzas y las costumbres de mil años, Wiclef abandonó todas estas cosas para escuchar la santa Palabra de Dios. Declaró que la única verdadera autoridad era la voz de Dios hablando por medio de su Palabra, en lugar de que la iglesia hablara por medio del Papa. Y enseñó que el Espíritu Santo es el intérprete de la Palabra.

      Este hombre fue uno de los más grandes reformadores, e igualado por pocos de los que vinieron después de él. Pureza de vida, diligencia infatigable en el estudio y el trabajo, integridad incorruptible y amor cristiano caracterizaron al primero de los reformadores.

      Fue la Biblia la que hizo de él lo que fue. El estudio de la Biblia ennoblecerá todo pensamiento, sentimiento y aspiración como ningún otro medio puede hacerlo. Da estabilidad de propósitos, valor y fortaleza. Un escudriñamiento ferviente y reverente de las Escrituras daría al mundo hombres de intelecto más fuerte tanto como de principios más nobles, de los que jamás haya producido la mejor instrucción que puede otorgar la filosofía humana.

      Los seguidores de Wiclef, conocidos como wiclefitas y lolardos, se extendieron a otros países llevando el evangelio. Habiendo desaparecido su dirigente, los predicadores trabajaron con un celo aún mayor que antes. Multitudes concurrían a escucharlos. Algunos de la nobleza, y aun la esposa del rey, se hallaban entre sus conversos. En muchos países los símbolos idolátricos del romanismo fueron quitados de las iglesias.

      Pero pronto estalló una inclemente persecución contra los que habían osado aceptar la Biblia como su guía. Por primera vez en la historia de Inglaterra se decretó la hoguera para los discípulos del evangelio. Un martirio sucedió a otro. Cazados como adversarios de la iglesia y traidores de la fe, los defensores de la verdad continuaron predicando en lugares secretos, mientras hallaban refugio en los hogares humildes, y a menudo escondiéndose en cuevas y cavernas.

      Una protesta tranquila y paciente contra la corrupción de la fe religiosa continuó manifestándose por siglos. Los cristianos de ese tiempo primitivo habían aprendido a amar la Palabra de Dios, y pacientemente sufrían por su causa. Muchos sacrificaban sus posesiones mundanas por Jesús. Aquellos a quienes se les permitía que habitaran en sus hogares, alegremente alojaban a sus hermanos desterrados, y cuando ellos también eran desalojados, aceptaban con alegría la suerte de los perseguidos. No fue pequeño el número de los que dieron un valiente testimonio de la verdad en los calabozos y en medio de las torturas y las llamas, regocijándose de ser contados por dignos de participar “de sus padecimientos” (Filipenses 3:10).