Elena G. de White

Conflicto cósmico


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      “¿Son las tradiciones de los hombres más dignas de fe que el evangelio de nuestro Salvador?”, replicó Jerónimo.

      Antes de mucho fue conducido al mismo lugar en el cual Hus había dado su vida. Fue cantando por el camino, mientras su rostro brillaba con gozo y paz. Para él la muerte había perdido sus terrores. Cuando el verdugo, a punto de prender la pira, se le acercó por detrás, el mártir exclamó: “Aplica el fuego delante de mi cara. Si tuviera miedo no estaría aquí”.

      La ejecución de Hus encendió llamas de indignación y horror en Bohemia. La nación entera declaró que él había sido un fiel maestro de la verdad. Se acusó al concilio de crimen. Sus doctrinas atrajeron más atención que al principio, y muchos fueron inducidos a aceptar la fe reformada. El Papa y el emperador se unieron para aplastar el movimiento, y los ejércitos de Segismundo fueron despachados contra Bohemia.

      Pero surgió un libertador. Ziska, uno de los generales más capaces de su época, fue el dirigente de los bohemios. Confiando en la ayuda de Dios, ese pueblo hizo frente a los ejércitos más poderosos que pudieran traer contra ellos. Una y otra vez el emperador invadió Bohemia, sólo para ser rechazado. Los husitas desafiaban la muerte, y nada podía oponérseles. El valiente Ziska murió, pero su lugar fue ocupado por Procopio, que en cierto sentido era un dirigente aún más capaz que él.

      El Papa proclamó una cruzada contra los husitas. Un ejército inmenso se precipitó contra Bohemia, solamente para sufrir una terrible derrota. Se proclamó otra cruzada. En todos los países papales de Europa se reclutaban hombres y se reunió dinero y municiones de guerra. Multitudes acudieron a defender el estandarte papal.

      Repentinamente un terror misterioso cayó sobre esa hueste. Sin dar un solo golpe, esa tremenda fuerza se disolvió y se esparció como empujada por un poder invisible. El ejército husita persiguió a los fugitivos, y un inmenso botín cayó en manos de los vencedores. La guerra, en lugar de empobrecer, enriqueció a los bohemios.

      Pocos años más tarde, bajo un nuevo Papa, se emprendió aun otra cruzada. Otra vez un ejército enorme entró en Bohemia. Las fuerzas husitas se retiraron atrayendo a los invasores más al interior del país, e induciéndolos a creer que ya habían ganado la victoria.

      Por fin el ejército de Procopio avanzó para presentarles batalla. Tan pronto como oyeron el son del ejército que se les aproximaba, aun antes que los husitas estuvieran a la vista, de nuevo el pánico se apoderó de los cruzados. Príncipes, generales y soldados rasos arrojaron sus armaduras y huyeron en todas direcciones. La derrota fue completa, y de nuevo un inmenso botín cayó en manos de los vencedores.

      Así fue como por segunda vez un ejército de hombres aguerridos, preparados para la batalla, huyó sin asestar un golpe contra los defensores de una nación pequeña y débil. Los invasores fueron heridos con un terror sobrenatural. El que hizo huir a los ejércitos de Madián ante Gedeón y sus trescientos hombres, de nuevo había extendido su brazo (ver Jueces 7:19-25; Salmo 53:5).

      Traicionados por la diplomacia

      Fieles y firmes al evangelio, los bohemios, aun en la noche de su persecución y en la hora más sombría, dirigieron su mirada al horizonte como personas que aguardan la madrugada.