del Papa, ante el cual... los reyes de la tierra y todo el mundo tiemblan?... Nadie sabe cuánto sufrió mi corazón durante esos primeros dos años y en qué desaliento, y debo decir en qué desesperación, me hallé sumido”.[14] Pero cuando el sostén humano fallaba, el reformador ponía su mirada solamente en Dios. Podía descansar con seguridad en el brazo todopoderoso.
A un amigo Lutero le escribía: “Tu primer deber es comenzar con oración... No esperes nada de tus propios trabajos, de tu propia comprensión; confía solamente en Dios, y en la influencia de su Espíritu”.[15]Aquí hay una lección de importancia para los que sienten que Dios los ha llamado a presentar ante los demás las solemnes verdades para este tiempo. En el conflicto con los poderes del mal se necesita algo más que el intelecto y la sabiduría humanos.
Lutero recurría solamente a la Biblia
Cuando los enemigos echaban mano de las costumbres de la tradición, Lutero les hacía frente solamente con la Biblia, y sus argumentos no podían ser contestados. De los sermones y los escritos de Lutero irradiaban rayos de luz que despertaban e iluminaban a miles de personas. La Palabra de Dios era como una espada de doble filo que se abría camino a los corazones de la gente. Los ojos del pueblo, por tan largo tiempo dirigidos a los ritos humanos y a los mediadores terrenales, ahora se fijaban con fe en el Cristo crucificado.
Este interés general despertó los temores de las autoridades papales. Lutero recibió la orden de presentarse en Roma. Sus amigos conocían bien el peligro que lo amenazaba en esa corrupta ciudad, ya ebria con la sangre de los mártires de Jesús. Ellos pidieron que fuera examinado en Alemania.
Esto fue lo que se hizo, y el Papa nombró un legado para considerar el caso. Pero en las instrucciones dirigidas a ese funcionario se hacía constar que Lutero ya había sido declarado hereje. Por lo tanto, el legado debía “perseguir y obligar sin demora alguna”. Recibió poder “para condenarlo en cualquier parte de Alemania; para prohibir, maldecir y excomulgar a todos los que lo siguieran”, y para excomulgar a todos los que, cualquiera fuera la dignidad que tuvieran en la Iglesia o el Estado, dejaran de detener a Lutero y a sus adherentes y entregarlos a la venganza de Roma, excepto al emperador.[16]
No había ni siquiera un rastro de principios cristianos o aun de justicia común en tal documento. Lutero no había tenido ninguna oportunidad de explicar o de defender su posición; sin embargo, había sido declarado hereje, y en el mismo día exhortado, acusado, juzgado y condenado.
Cuando Lutero necesitaba tanto el consejo de un verdadero amigo, Dios le mandó a Melanchton a Wittenberg. El juicio sano de Melanchton, combinado con la pureza y la rectitud de su carácter, le ganaron universal admiración. Pronto llegó a ser el amigo de mayor confianza de Lutero: la bondad, el cuidado y la exactitud de Melanchton eran un complemento del valor y la energía de Lutero.
Se estableció la ciudad de Augsburgo como lugar del juicio, y el reformador partió a pie para ese lugar. Se hicieron amenazas de que sería asesinado por el camino, y sus amigos le rogaron que no se aventurara. Pero su lenguaje fue: “Soy como Jeremías, un hombre de lucha y de contención; pero cuanto más aumentan las amenazas de ellos más se multiplica mi gozo... Ellos ya han destruido mi honor y mi reputación... En cuanto a mi alma, no la pueden tomar. El que desea proclamar la Palabra de Cristo al mundo, debe esperar la muerte a cada momento”.[17]
Las noticias de la llegada de Lutero a Augsburgo le produjeron gran satisfacción al legado papal. El fastidioso hereje que atraía la atención del mundo parecía estar ahora en poder de Roma; no debía escapar. El legado intentaría forzar a Lutero a retractarse, o en caso contrario, hacer que lo trasladaran a Roma, para seguir la suerte de Hus y Jerónimo. Por lo tanto, por medio de sus agentes, trató de persuadir a Lutero para que viniera sin un salvoconducto, confiándose únicamente a su merced. Pero él no apareció ante el embajador papal hasta que hubo recibido el documento en que el emperador comprometía su protección.
En principio, los romanistas decidieron ganar a Lutero con una apariencia de bondad. El legado profesó gran amistad, pero exigió que Lutero se sometiera completamente a la iglesia y cediera en todo punto sin argumento ni cuestión. Lutero, en respuesta, expresó su consideración por la iglesia y su deseo de la verdad, su disposición a responder a todas las objeciones a lo que él había enseñado, y de someter sus doctrinas a la decisión de las universidades principales. Pero protestó contra la conducta del cardenal al exigirle que se retractara si haberse probado que él estaba en error.
La única respuesta fue: “¡Retráctate, retráctate!” El reformador mostró que su posición estaba sostenida por las Escrituras. No podía renunciar a la verdad. El legado, incapaz de contestar los argumentos de Lutero, lo agobió con una tormenta de reproches, escarnios, adulaciones, citas de la tradición y dichos de los padres, sin concederle al reformador ninguna oportunidad de hablar. Lutero finalmente obtuvo, a duras penas, permiso para presentar su respuesta por escrito.
Dijo, escribiéndole a un amigo: “Lo que se ha escrito puede ser sometido al juicio de otros; y en segundo lugar, uno tiene una mejor oportunidad de recurrir al temor, ya que no a la conciencia de un déspota arrogante y balbuciente, que de otra manera se impondría con su lenguaje imperioso”.[18]
En la próxima entrevista, Lutero presentó una exposición clara, concisa y vigorosa de sus puntos de vista, sostenidos por las Escrituras. Después de leer en voz alta este documento, se lo extendió al cardenal, quien lo arrojó orgullosamente a un lado, declarando que era una masa de palabras necias y de citas sin importancia. Lutero ahora hizo frente al orgulloso prelado en su propio terreno –las tradiciones y la enseñanza de la iglesia– y contradijo totalmente sus aseveraciones.
El prelado perdió por completo el dominio propio, y en un arranque de ira gritó: “¡Retráctate, o te enviaré a Roma!”. Y finalmente declaró en tono soberbio y airado: “Retráctate, o no vuelvas más”.[19]
El reformador se retiró rápidamente junto con sus amigos, manifestando claramente de esta manera que no debía esperarse ninguna retractación de su parte. Esto no era lo que el cardenal se había propuesto. Ahora, quedando sólo con sus partidarios, miró a uno y otro, desconsolado por el inesperado fracaso de sus planes.
La gran asamblea reunida tuvo oportunidad de comparar a los dos hombres, y cada uno tuvo ocasión de juzgar por sí mismo el espíritu manifestado por ambos, así como la fuerza y la verdad de sus respectivas posiciones. El reformador, sencillo, humilde, firme, teniendo la verdad de su lado; el representante papal, atribuyéndose importancia, intolerante, irrazonable, sin un solo argumento de las Escrituras, y sin embargo gritando con vehemencia: “¡Retráctate, o serás enviado a Roma!”
Huida de Augsburgo
Los amigos de Lutero lo instaron a que, como era inútil para él permanecer allí, debía regresar a Wittenberg sin demora alguna, y observar el mayor cuidado. De acuerdo con este consejo salió de Augsburgo a caballo antes del alba, acompañado solamente por un guía proporcionado por el magistrado. Secretamente recorrió las calles oscuras de la ciudad. Enemigos vigilantes y crueles estaban planeando su destrucción. Aquellos eran momentos de ansiedad y ferviente oración. Llegó a una pequeña puerta en el muro de la ciudad, que se abrió ante su presencia, y junto con su guía pasó por ella. Antes que el legado se enterara de la partida de Lutero, éste ya estaba fuera del alcance de sus perseguidores.
Al conocer las noticias de la huida de Lutero, el legado se llenó de sorpresa y de enojo, pues había esperado recibir gran honor por su firmeza al tratar con este perturbador de la iglesia. En una carta dirigida a Federico, el elector de Sajonia, denunció amargamente a Lutero, demandando