target="_blank" rel="nofollow" href="#ulink_f4286059-87ba-568f-a7e4-8ac285f698ab">14]Ibíd., t. 2, p. 141.
[15]Ibíd., t. 2, pp. 146, 147.
[16]16 Ibíd., t. 2, pp. 151, 152.
[17]Wylie, lib. 3, cap. 10.
[18]Bonnechose, t. 2, p. 168.
[19]Wylie, lib. 3, cap. 17.
[20]Ibíd., lib. 3, cap. 18.
[21]Ibíd., lib. 3, cap. 19.
Capítulo 7
En la encrucijada de los caminos
De entre los héroes que fueron llamados a conducir la iglesia desde la oscuridad del papismo hasta la luz de una fe pura, sobresale nítidamente Martín Lutero. Sin conocer ningún otro temor más que el temor de Dios, y no aceptando ningún fundamento para la fe fuera de las Sagradas Escrituras, Lutero fue el hombre de su tiempo.
Sus primeros años los pasó en el humilde hogar de un aldeano alemán. Su padre quería que fuera abogado, pero Dios se proponía hacer de él un constructor del gran templo que se estaba levantando lentamente a través de los siglos. Las durezas de la vida, las privaciones y la severa disciplina fueron la escuela en la cual la infinita Sabiduría preparó a Lutero para la misión de su vida.
El padre de Lutero era un hombre de mente activa. Su sentido común lo indujo a considerar el sistema monástico con desconfianza. Quedó muy disconforme cuando Lutero, sin su consentimiento, entró en el monasterio. Pasaron dos años antes que el padre se reconciliara con su hijo, y aun entonces sus opiniones seguían siendo las mismas.
Los padres de Lutero trataron de instruir a sus hijos en el conocimiento de Dios. Sus esfuerzos, fervientes y perseverantes, tendían a preparar a sus hijos para una vida de utilidad. A veces demostraron excesiva severidad, pero el reformador mismo halló en la disciplina de ellos más cosas dignas de aprobación que de condenación.
En la escuela, Lutero fue tratado con dureza y aun con violencia. A menudo sufrió hambre. Las ideas religiosas que entonces prevalecían, siendo lóbregas y supersticiosas, lo llenaban de temor. Solía ir a la cama con el corazón lleno de pesar, con un constante terror ante el pensamiento de que Dios era un tirano cruel, antes que un Padre celestial bondadoso. Cuando entró en la Universidad de Erfurt, las perspectivas para su vida eran más favorables que en sus años más jóvenes. Sus padres, mediante el trabajo y la laboriosidad, habían adquirido una posición desahogada, y podían prestarle toda la ayuda necesaria. Además, amigos juiciosos aminoraron los efectos sombríos de su educación anterior. Con influencias favorables, su mente se desarrolló rápidamente. Una aplicación incansable lo colocó muy pronto entre los más destacados de sus compañeros.
Lutero no dejaba de empezar todos los días con oración, y su corazón respiraba continuamente una petición por la dirección divina. “El orar bien –decía a menudo– es la mejor mitad del estudio”.[1]
Un día, en la biblioteca de la universidad, descubrió una Biblia latina, libro que jamás había visto. Había oído porciones de los evangelios y de las epístolas, que él creía constituían la totalidad de la Biblia. Ahora, por primera vez, contemplaba la totalidad de la Palabra de Dios. Con reverencia y admiración recorría las sagradas páginas y leía por sí mismo las palabras de vida, deteniéndose para exclamar: “¡Ojalá que Dios me concediera poseer este libro!”[2] Los ángeles se sentaban a su lado. Rayos de luz de Dios revelaron tesoros de verdad a su entendimiento. La profunda convicción de su condición de pecador lo dominó como nunca antes.
La búsqueda de la paz
El deseo de reconciliarse con Dios lo indujo a dedicarse a la vida monástica. En ella se le pidió que realizara los trabajos más humildes y que pidiera limosna de puerta en puerta. Pacientemente soportó esta humillación, creyendo que era necesaria a causa de sus pecados.
Privándose del sueño y recortando aun el tiempo dedicado a sus escasas comidas, se deleitaba en el estudio de la Palabra de Dios. Había encontrado un ejemplar encadenado al muro del convento, y allí recurría a menudo.
Llevó una vida muy rigurosa, tratando, mediante el ayuno, las vigilias y los azotes, de dominar los males de su naturaleza. Más tarde dijo: “Si alguna vez un monje pudiera obtener el cielo por sus obras monásticas, yo ciertamente tenía derecho a ello... Si hubiera continuado mucho tiempo más, mis mortificaciones me habrían llevado aun hasta la muerte”.[3] Pero a pesar de todos sus esfuerzos, su alma cargada no encontró alivio. Finalmente llegó al límite de la desesperación.
Cuando parecía que todo estaba perdido, Dios le dio un amigo. Staupitz ayudó a Lutero a comprender la Palabra de Dios, y le pidió que dejara de mirarse a sí mismo y fijara la vista en Jesús. “En vez de torturarte debido a tus pecados, arrójate en los brazos del Redentor. Confía en él, en la justicia de su vida, en la expiación de su muerte... El Hijo de Dios... se hizo hombre para darte la seguridad del favor divino... Ama al que te amó primero”.[4] Sus palabras hicieron una profunda impresión en la mente de Lutero. Su alma atribulada se vio inundada de paz.
Ordenado sacerdote, Lutero fue llamado a ejercer un profesorado en la Universidad de Wittenberg. Comenzó algunas pláticas sobre los salmos, los evangelios y las epístolas, que fueron escuchadas por multitudes y causaron deleite entre sus oyentes. Staupitz, su superior, lo instó a ocupar el púlpito y predicar. Pero Lutero se creía indigno de hablar al pueblo en el nombre de Cristo. Fue sólo después de una larga lucha que accedió a los pedidos de sus amigos. Era poderoso en las Escrituras, y la gracia de Dios descansaba sobre él. La claridad y el poder con los cuales presentaba la verdad convencían a sus oyentes, y su fervor conmovía los corazones.
Lutero, que todavía era un hijo sincero de la iglesia papal, nunca tuvo el pensamiento de que alguna vez podría cambiar. Inducido a visitar Roma, realizó su viaje a pie, alojándose en los monasterios del camino. Se llenaba de admiración ante la magnificencia y el lujo que presenciaba. Los monjes vivían en departamentos espléndidos, se vestían con ropajes costosos y participaban de festines en torno a meses bien servidas. La mente de Lutero se llenaba cada vez más de perplejidad. Por fin contempló a lo lejos la ciudad de las siete colinas. Se postró sobre la tierra, exclamando: “¡Roma santa, yo te saludo!”[5] Visitó las iglesias, escuchó las historias maravillosas repetidas por sacerdotes y monjes, y realizó todas las ceremonias requeridas. Pero por doquiera observaba escenas que lo llenaban de estupor: la iniquidad que reinaba entre el clero y las bromas indecentes que gastaban los prelados. Se llenó de horror por la profanidad de éstos aun durante la misa. Halló disipación y libertinaje. “Nadie puede imaginar –escribió– qué pecados y qué acciones infames se cometen en Roma... Tienen el hábito de decir: ‘Si hay un infierno, Roma está edificada sobre él’ ”.[6]
La verdad acerca de la escalera de Pilato
Se había prometido una indulgencia por parte del Papa para todos los que subieran de rodillas la