las Escrituras, la pureza de su vida, y su valor e integridad ganaron la estima general. Muchos vieron la iniquidad de la Iglesia Romana, y saludaron con alegría no disimulada las verdades presentadas por Wiclef. Pero los dirigentes papales se llenaron de ira; el reformador estaba logrando una influencia mayor que la de ellos.
Un hábil detector del error
Wiclef se daba cuenta fácilmente del error, y con valor atacó los abusos sancionados por Roma. Mientras era capellán del rey, asumió una posición valiente en contra del pago del tributo reclamado por el Papa al monarca inglés. La pretensión del Papa de que tenía autoridad sobre los gobernantes seculares era contraria tanto a la razón como a la revelación. La demanda del Papa había levantado indignación, y las enseñanzas de Wiclef ejercían su influencia sobre las mentes más destacadas de la nación. El rey y los nobles se unieron para rehusar el pago de este tributo.
Los monjes mendicantes pululaban en Inglaterra, y atentaban contra la grandeza y la prosperidad de la nación. La vida de los monjes, ociosa y de vagancia, era no solamente una pérdida para los recursos del pueblo, sino que hacía que el trabajo útil se mirara con desprecio. Por el ejemplo de los tales, los jóvenes eran desmoralizados y se corrompían. Muchos eran inducidos a dedicarse a la vida monástica no sólo sin el consentimiento de sus padres, sino aun sin su conocimiento y hasta en contra de sus órdenes. Debido a esta “monstruosa inhumanidad”, como Lutero la denominó más tarde, y “participando más del espíritu del lobo y del tirano que del espíritu de un cristiano y de un hombre”, el corazón de los niños se endurecía contra sus padres.[1]
Aun los estudiantes de las universidades eran engañados por los monjes y seducidos para unirse a sus órdenes. Y una vez que estaban entrampados les resultaba imposible obtener libertad. Muchos padres rehusaban mandar a sus hijos a las universidades, las escuelas decayeron, y prevalecía la ignorancia.
El Papa había concedido a estos monjes la facultad de escuchar confesiones y otorgar perdón, lo cual era una fuente de muchos males. Con el propósito de obtener ganancias, los frailes estaban tan listos a conceder la absolución que hasta los cristianos recurrían a ellos, y los peores vicios aumentaban rápidamente. Los donativos que podrían haber aliviado tanto a enfermos como a pobres se entregaban a los monjes. La riqueza de los frailes aumentaba constantemente, y sus magníficos edificios y mesas bien servidas hacían más evidente la pobreza creciente de la nación. Sin embargo, los frailes continuaban manteniendo su dominio sobre las multitudes supersticiosas y les hacían pensar que todo el deber religioso se reducía a reconocer la supremacía del Papa, adorar a los santos y hacer regalos a los monjes, y esto era suficiente para obtener un lugar en el cielo.
Wiclef, con claro discernimiento, atacó las raíces del mal, declarando que el sistema mismo era falso y debía ser abolido. Se estaban despertando la discusión y la investigación. Muchos se preguntaban si no debían pedir perdón a Dios y no al pontífice de Roma. “Los monjes y sacerdotes de Roma –decían ellos– nos están comiendo como un cáncer. Dios debe librarnos, o el pueblo perecerá”.[2] Los monjes mendicantes pretendían estar siguiendo el ejemplo del Salvador, y declaraban que Jesús y sus discípulos habían sido sostenidos por la caridad del pueblo. Esta pretensión inducía a muchos a ir a la Biblia para descubrir la verdad por sí mismos.
Wiclef comenzó a escribir y a publicar folletos contra los frailes, para llamar la atención del pueblo a las enseñanzas de la Biblia y a su autor. Él no podría haber elegido una forma más eficaz de derrocar ese edificio gigantesco que el Papa había levantado, y en el cual muchos estaban cautivos.
Wiclef, llamado a defender los derechos de la corona inglesa contra los abusos de Roma, fue nombrado embajador real en los Países Bajos. Aquí se puso en contacto con eclesiásticos de Francia, Italia y España, y tuvo oportunidad de observar las escenas que le habían sido ocultadas en Inglaterra. En estos representantes de la corte papal leyó el verdadero carácter de su jerarquía eclesiástica. Regresó a Inglaterra para repetir sus anteriores enseñanzas con mayor celo, declarando que el orgullo y el engaño eran los dioses de Roma.
Después de su regreso a Inglaterra, Wiclef fue nombrado, por el rey, rector de Lutterworth. Esta era la seguridad de que al monarca no le desagradaba su manera directa de hablar. La influencia de Wiclef empezó a amoldar la creencia de la nación.
Pronto el papado comenzó a luchar contra él. Se enviaron tres bulas ordenando que se tomaran inmediatas medidas para silenciar al maestro de “herejías”.[3]
La llegada de las bulas papales imponía a Inglaterra la orden de apresar al hereje. Parecía seguro que Wiclef pronto caería ante el espíritu de venganza de Roma. Pero Aquel que le había dicho a un hombre ilustre de la antigüedad: “No temas... yo soy tu escudo” (Génesis 15:1), extendió su brazo para proteger a su siervo. La muerte sobrevino, no al reformador, sino al pontífice que había decretado su destrucción.
La muerte de Gregorio XI fue seguida por la elección de dos papas rivales pretendiendo infalibilidad. Cada uno de ellos exigía a los fieles que hicieran guerra contra el otro, poniendo en vigencia sus demandas con terribles anatemas en contra de sus adversarios, y promesas de recompensa en los cielos para sus partidarios. Las facciones rivales estaban ocupadas en atacarse mutuamente, y el reformador tuvo descanso por un tiempo.
El cisma, con toda la lucha y la corrupción que produjo, preparó el camino para la Reforma, permitiendo a la gente ver lo que era realmente el papado. Wiclef pedía que la gente considerara si estos dos papas no estaban diciendo la verdad al condenarse uno al otro como el anticristo.
Determinado a que la luz fuera llevada a todas partes de Inglaterra, Wiclef organizó un cuerpo de predicadores: hombres sencillos, devotos, que amaban la verdad y deseaban extenderla. Estos, al enseñar en los mercados, en las calles de las grandes ciudades, en los caminos del campo, buscaban a los ancianos, a los enfermos y a los pobres y les presentaban las buenas nuevas de la gracia de Dios.
En Oxford, Wiclef predicó la Palabra de Dios en la universidad. Se lo llamaba “el doctor evangélico”. Pero la obra mayor de su vida fue la traducción de las Escrituras al inglés, de manera que toda persona de Inglaterra pudiera leer las maravillosas obras de Dios.
Atacado por una peligrosa enfermedad
Pero repentinamente sus labores se detuvieron. Aunque no tenía todavía 60 años de edad, el trabajo arduo e incesante, el estudio y los ataques de los enemigos lo habían debilitado y envejecido prematuramente. Fue atacado por una enfermedad peligrosa. Los frailes pensaban que se arrepentiría del mal que había hecho a la iglesia, y rápidamente fueron a su casa, listos para escuchar su confesión. “Tienes la muerte en tus labios –le dijeron–; arrepiéntete de tus faltas, y retráctate en nuestra presencia de todo lo que has dicho contra nosotros”.
El reformador escuchó en silencio. Entonces le pidió a su ayudante que lo levantara en su lecho. Observando fijamente a los frailes, dijo con voz firme y fuerte, voz que a menudo los había hecho temblar: “No moriré, sino que viviré para volver a denunciar los hechos malvados de los frailes”.[4] Asombrados y confusos, los monjes se apresuraron a salir de la habitación.
Wiclef continuó viviendo para colocar en manos de sus conciudadanos el arma más poderosa que existía contra Roma: la Biblia, el agente señalado por el cielo para liberar, iluminar y evangelizar al pueblo. Wiclef sabía que tenía solamente pocos años para trabajar; vio la oposición a la cual debía hacer frente; pero animado por las promesas de la Palabra de Dios, avanzó. Con el pleno vigor de sus facultades intelectuales, rico en experiencia, había sido preparado por las providencias de Dios para ésta, la hora más grandiosa de sus labores. En la rectoría de Lutterworth, sin prestar atención a la tormenta que rugía afuera, se aplicó a su tarea predilecta.
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