mantenían firmes para resistir sus corrupciones. Durante aquellos siglos de apostasía, hubo valdenses que negaban la supremacía de Roma, rechazaban el culto a las imágenes como idolatría y observaban el verdadero día de reposo.
Detrás de los majestuosos baluartes de las montañas, los valdenses establecieron un lugar de refugio. Esos fieles exiliados señalaban a sus hijos las alturas majestuosas, en cuyo pie se hallaban, y les hablaban acerca de Aquel cuya palabra es tan duradera como las colinas eternas. Dios había establecido con firmeza las montañas; ningún brazo sino el del infinito poder podía moverlas. De idéntica manera él había establecido su ley. Para el brazo humano, el cambiar un solo precepto de la ley de Dios era tan difícil como desarraigar las montañas y arrojarlas al mar. Esos peregrinos no exhalaban ninguna queja por las durezas que les deparaba su suerte; nunca estaban solitarios en medio de la soledad de las montañas. Se regocijaban en su libertad para adorar. Desde muchas alturas majestuosas entonaban alabanzas, y los ejércitos de Roma no podían silenciar sus cánticos de acción de gracias.
Valiosos principios de verdad
Ellos valoraban los principios de la verdad por encima de casas y terrenos, amigos y parientes, y aun la vida misma. Desde los más tempranos años de su niñez, a los jóvenes se les enseñaba a considerar como sagrados los mandatos de la ley de Dios. Los ejemplares de la Biblia eran raros; por lo tanto sus preciosas palabras eran confiadas a la memoria. Muchos eran capaces de repetir largas porciones tanto del Antiguo Testamento como del Nuevo Testamento de memoria. Se los ejercitaba desde la niñez a soportar durezas y a pensar y actuar por sí mismos. Se les enseñaba a llevar responsabilidades, a ser cuidadosos en lo que hablaban y a valorar la sabiduría del silencio. Una palabra indiscreta que llegara a sus enemigos podría hacer peligrar la vida de centenares de hermanos, pues, como lobos que buscan su presa, los enemigos de la verdad perseguían a los que osaban reclamar libertad para su fe religiosa.
Los valdenses, con perseverante paciencia, trabajaban para producir su pan. Aprovechaban toda porción de tierra arable que había entre las montañas. La economía y la abnegación formaban parte de la educación de los niños. El proceso era laborioso, pero sano; precisamente el que el hombre necesita en su estado caído. A los jóvenes se les enseñaba que todas las facultades pertenecen a Dios, y que deben ser desarrolladas para su servicio.
Las iglesias valdenses se asemejaban a la iglesia del tiempo apostólico. Rechazando la supremacía del Papa y de los prelados, se aferraban a la Biblia como la única autoridad infalible. Sus pastores, a diferencia de los señoriales sacerdotes de Roma, alimentaban a la grey de Dios, conduciéndola a pastos verdes y a los vivos manantiales de su santa Palabra. La gente se reunía, no en iglesias magníficas o en grandes catedrales, sino en los valles alpinos, o, en tiempos de peligro, en alguna fortaleza rocosa, para escuchar las palabras de verdad de los siervos de Cristo. Los pastores no solamente predicaban el evangelio, sino que visitaban a los enfermos y trabajaban para promover la armonía y el amor hermanable. A semejanza de Pablo, el fabricante de tiendas, cada uno aprendía un oficio con el cual, si fuera necesario, pudiera proveerse sostén propio.
Los jóvenes recibían instrucción de sus pastores. La Biblia era el principal tema de estudio. Aprendían de memoria los evangelios de San Mateo y San Juan, así como muchas de las epístolas.
Mediante un trabajo incansable, a veces en las oscuras cavernas de la tierra, a la luz de las antorchas, se copiaban las Sagradas Escrituras versículo por versículo. Angeles del cielo rodeaban a estos fieles obreros.
Satanás había instigado a los sacerdotes papales y a los prelados a enterrar la Palabra de verdad bajo los escombros del error y la superstición. Pero de una manera maravillosa ésta fue conservada fielmente a través de todas las edades oscuras. Como el arca sobre las ondas tempestuosas, la Palabra de Dios hace frente a las tormentas que amenazan destruirla. Así como la mina tiene sus ricas vetas de oro y plata ocultas bajo de la superficie, las Sagradas Escrituras tienen tesoros de verdad que se revelan únicamente a los que los buscan en forma humilde y con oración. Dios se propuso que la Biblia fuera un libro de lecciones para todo el género humano y una revelación de sí mismo. Cada verdad que se descubre es una nueva revelación del carácter de su Autor.
Desde las escuelas de las montañas algunos jóvenes eran enviados a instituciones de enseñanza de Francia o Italia, donde había un campo más amplio de estudios y observación que el de los Alpes nativos. Los jóvenes enviados se veían expuestos a la tentación. Se encontraban con los agentes de Satanás que los instigaban con sutiles herejías y peligrosos engaños. Pero su educación desde la niñez los preparaba para hacer frente a estos peligros.
En las escuelas adonde eran enviados no debían tener confidentes. Sus ropas eran preparadas de tal manera que podían esconder su gran tesoro: las Escrituras. Dondequiera que podían hacerlo, mientras iban por el camino, con mucho cuidado, colocaban algunas porciones de éstas entre aquellos cuyo corazón parecía abrirse para recibir la verdad. En estas instituciones de enseñanza se ganaban conversos para la verdadera fe, y frecuentemente sus principios se dejaban sentir en toda la escuela. Sin embargo, los dirigentes papales no podían descubrir el origen de la así llamada “herejía” corruptora.
Jóvenes educados como misioneros
Los cristianos valdenses sentían la solemne responsabilidad de permitir que su luz brillara. Por el poder de la Palabra de Dios trataban de quebrantar la esclavitud que Roma había impuesto. Los pastores valdenses habían de servir tres años en algún campo misionero antes de hacerse cargo de una iglesia en su lugar nativo: una introducción adecuada para la vida pastoral en tiempos que constituían una prueba para el alma de los hombres. Los jóvenes veían delante de ellos no la riqueza y la gloria terrenal, sino el trabajo fatigoso, el peligro y la posibilidad del martirio. Los misioneros salían de dos en dos, como Jesús solía enviar a sus discípulos.
El dar a conocer la misión que llevaban habría asegurado su derrota. Todo ministro poseía un conocimiento de algún oficio o profesión, y los misioneros proseguían su trabajo bajo el manto de una vocación secular, habitualmente la de comerciante. “Llevaban sedas, joyas y otros artículos... y eran bienvenidos como comerciantes en lugares donde habrían sido despreciados como misioneros”.[2] Llevaban secretamente ejemplares de la Biblia, parciales o completos. A menudo se despertaba el interés de leer la Palabra de Dios, y una porción de la misma era dejada para los que la deseaban.
Descalzos y con una indumentaria tosca y gastada por el viaje, estos misioneros pasaban por las grandes ciudades y penetraban en países distantes. A su paso se erigían iglesias, y la sangre de los mártires testificaba de la verdad. En forma oculta y silenciosa, la Palabra de Dios hallaba una alegre recepción en los hogares y el corazón de los hombres.
Los valdenses creían que el fin de todas las cosas no estaba muy distante. Al estudiar la Biblia resultaban profundamente impresionados con su deber de dar a conocer a otros sus verdades salvadoras. Hallaban consuelo, esperanza y paz por medio de su fe en Jesús. A medida que la luz alegraba sus corazones, anhelaban reflejar sus rayos sobre los que estaban en las tinieblas del error papal.
Bajo la dirección del Papa y los sacerdotes, se enseñaba a las multitudes a confiar en sus buenas obras para salvarse. Los hombres siempre se miraban a sí mismos, su mente se espaciaba en su condición pecaminosa, y aunque afligían el alma y el cuerpo, no encontraban alivio. Millares pasaban su vida en las celdas de los conventos. Mediante ayunos y azotes repetidos, observando vigilias de medianoche, postrándose sobre piedras frías y húmedas, y con largas peregrinaciones –obsesionados por el temor de la ira vengadora de Dios–, muchos continuaban sufriendo hasta que, con el físico exhausto, abandonaban la lucha. Sin un rayo de esperanza terminaban en la tumba.
Cristo, la esperanza del pecador
Los valdenses anhelaban abrirles a estas almas los mensajes de paz que se hallaban en las promesas de Dios y señalarles a Cristo como su única esperanza de salvación. Consideraban que la doctrina de que las buenas obras pueden proporcionar el perdón