Ty Gibson

Jesús, el Hijo de Dios


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presta mucha atención a lo que sucede a continuación.

      “De un lado está Adán; y del otro, Jesús. Estas dos figuras constituyen la premisa de toda la historia bíblica”.

      David, mi hijo

      Israel, el “hijo primogénito” de Dios, ahora liberado de la esclavitud, crece como nación, generación tras generación, hasta que nace un niño llamado David.

      Puede que hayas oído la historia de David como un relato aislado, inspirador, con hermosas lecciones acerca de vencer a “gigantes” personales que se oponen a tu éxito profesional (Goliat) con cinco cualidades de tu personalidad (sus cinco piedritas), pero es más que eso. La historia de David es, en un nivel profundo, la continuación ininterrumpida de la historia de la gran Alianza de la Biblia.

      David es, de hecho, el siguiente hijo de Dios en la Sagrada Escritura.

      Al convertirse en el rey elegido de Israel, en él se encarna ahora la identidad corporativa de Israel. La identidad de la filiación ahora toma un significado profético más concreto. El ideal del orden de nacimiento es transgredido, una vez más, porque David no es el primogénito de su padre, Isaí, sino su último hijo (1 Sam. 16:10, 11).

      Una vez más, lo que importa es la continuidad histórica de la Alianza, no el orden cronológico de nacimiento. Dios reafirma con David la promesa del pacto que hizo con Abraham, Isaac, Jacob, e Israel, de modo que David se convierte en una especie de prototipo del Mesías venidero.

      Fíjate en esto.

      Con el fin de transmitir la idea de sucesión, la Escritura invoca de nuevo el lenguaje de “hijo”. En el Salmo 2:1 al 7, David habla de sí mismo como habiendo sido “engendrado” como “hijo” de Dios, y al mismo tiempo evoca proféticamente la venida del Mesías, en quien debe cumplirse todo lo que Dios ha prometido al mundo a través de Israel:

      “¿Por qué se amotinan las gentes,

      y los pueblos piensan cosas vanas?

      Los reyes de la tierra se levantan,

      y príncipes conspiran

      contra el Señor y contra su ungido (mesías, en hebreo) […].

      Yo he puesto mi rey sobre Sión, mi Santo Monte.

      Yo publicaré el decreto; el Señor me ha dicho,

      ‘Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy’ ”.

      ¿De quién habla David?

      Pues, habla de sí mismo en el sentido histórico inmediato y local. David ha sido ungido rey de Israel. Pero también está hablando proféticamente del último rey de Israel, ungido como Rey universal; es decir, habla de Jesucristo. Sabemos que esto es así porque el Nuevo Testamento hace esta conexión profética (Hech. 2:25-36; 4:25-28; 13:33; Heb. 1:5).

      En el Salmo 89:19 al 29, David se describe a sí mismo como el hijo “primogénito” de Dios por medio de quien su “pacto se mantendrá firme,” a la vez que predice de nuevo la venida del Mesías:

      “Entonces hablaste en visión a tu Santo,

      y dijiste:

      ‘He puesto el socorro sobre uno que es poderoso;

      he exaltado a un escogido de mi pueblo.

      ‘Hallé a mi siervo David,

      y lo ungí con mi santa unción.

      Mi mano estará siempre con él;

      mi brazo también lo fortalecerá.

      ‘El enemigo no lo vencerá,

      ni el hijo perverso lo quebrantará;

      sino que quebrantaré delante de él a sus enemigos,

      y heriré a los que le aborrecen.

      ‘Mi fidelidad y mi misericordia estarán con él,

      y en mi nombre será exaltado su poder.

      ‘Asimismo pondré su mano sobre el mar,

      y sobre los ríos su diestra.

      ‘Él clamará a mí, diciendo: “Tú eres mi Padre,

      mi Dios y la roca de mi salvación”.

      ‘Y yo le pondré por primogénito,

      el más excelso de los reyes de la tierra.

      ‘Para siempre le aseguraré mi misericordia,

      y mi pacto será firme con él.

      ‘Estableceré su descendencia para siempre,

      y su trono como los días de los cielos’ ”.

      Por supuesto, preguntamos de nuevo, ¿de quién habla David?

      ¿Quién es el Santo?

      ¿Quién es el exaltado, escogido de entre el pueblo?

      ¿Quién es el que exclama: “Tú eres mi Padre,” a quien Dios responde, “yo lo haré mi primogénito”?

      ¿Quién es ese Rey supremo de la Tierra, con quien Dios establecerá su Pacto para siempre?

      David, por supuesto, ¡pero también alguien aún más que David!

      Llegados a este punto de nuestro recorrido, sabiendo lo que sabemos, simplemente leyendo estos dos salmos de David, una luz debería encenderse en nuestra mente. Estos pasajes del Antiguo Testamento son vitales para comprender la historia que va a continuar en el Nuevo Testamento, específicamente con respecto a lo que el Nuevo Testamento quiere decir cuando llama a Jesús “hijo primogénito” o “hijo unigénito” de Dios. Estos salmos de David están en el origen de esa terminología, junto con los pasajes que hemos analizado anteriormente con respecto a la filiación de Israel. De hecho, como pronto descubriremos, el Nuevo Testamento cita específicamente estos dos Salmos para informarnos acerca de la identidad del Mesías dentro del marco del Pacto.

      Por consiguiente –y esto es esencial–, es aquí, en la narración del Antiguo Testamento, donde tenemos que mirar para interpretar la terminología relacionada con la filiación cuando la encontremos en el Nuevo Testamento.

      Y así lo vamos a hacer en breve.

      Por ahora, simplemente necesitamos señalar, en interés de nuestra futura investigación, que David se describe a sí mismo y al Mesías venidero como “engendrados” por Dios y como “primogénitos” de Dios, no en un sentido literal cronológico, sino en un sentido simbólico, o “posicional”. David es el hijo de Dios, dentro de una sucesión de hijos de su Pacto, que entre todos conducen al Hijo mesiánico, quien clamará a Dios, con una recién descubierta fidelidad a la idea de filiación: “Tú eres mi Padre”. Y él es quien establece “para siempre”.

      Este punto es muy sencillo, pero sumamente importante: El rey David no entra en el escenario bíblico en un vacío narrativo. Emerge dentro de una saga en desarrollo. Adán, el hijo de Dios, perdió su posición de hijo. Dios prometió recuperarlo, dando a la raza humana un nuevo Génesis con un nuevo Hijo de Dios, que triunfaría donde Adán falló. La descendencia prometida a la mujer ocupará fielmente su vocación como eterna progenitora de la imagen de Dios para todas las generaciones futuras.

      La lógica interna del relato bíblico es coherente. Dios está actuando para rescatar a la humanidad desde el interior, desde nuestro propio reino genético, mediante un “Hijo de Dios” humano que revertirá los efectos de la caída de Adán. David es un paso más en esa sucesión de hijos.

      Y ¿qué es lo siguiente que ocurre?

      Lo has adivinado: llega otro hijo de Dios.