Javier Vasserot

El juego de las élites


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para casarse a finales de año, todavía había momentos en que la dejaban perpleja las pocas luces de su prometido. ¿Seguro que era tan inteligente?

      María y Bernardo se habían conocido al mes de incorporarse este al Gran Bufete. Fue en la primera cena de despedida de un abogado que abandonaba la firma a la que acudía Bernardo. Era la primera ocasión en la que iba a socializar con sus nuevos compañeros de trabajo fuera del despacho. Llegó tarde a la cena puesto que ser el nuevo implicaba irse el último de la oficina, así que no tuvo más remedio que sentarse en el único espacio que quedaba libre en la larga mesa. No conocía prácticamente a nadie. Frente a él había un asiento vacío. Al parecer alguien iba a llegar todavía más tarde que él. Era María. Se había tomado las vacaciones el mes de julio e iba a llegar tarde a la cena pues venía directa-mente del aeropuerto. Estaban aún con los entrantes y Bernardo no tenía con quién hablar. Entre que a izquierda y derecha tenía a dos perfectos desconocidos y la silla que tenía enfrente estaba vacía, su aburrimiento, unido al cansancio del día, le estaba provocando un intenso sopor.

      Prácticamente ni se dio cuenta del momento en que María llegaba azorada y se sentaba frente a él. Hasta que levantó la mirada. Desde el primer momento en que la vio supo que iba a ser la mujer de su vida. Morena de piel, pecosa con un pelo zaíno recogido en un moño alto, iluminaban su cara dos grandes ojos verdes que parecían no tener fin ni dudas. Aunque sentada, Bernardo podía vislumbrar su cuerpo menudo, femeninamente coqueto, embutido en un escotado y veraniego vestido blanco corto. El contraste entre el moreno y el blanco era tremendo. La miró a los ojos y ella le devolvió la mirada. Intensa y confiada. Los dos estaban pensando lo mismo. Bernardo quiso preguntarle cómo se llamaba, quién era, por qué no la había visto antes en El Gran Bufete, en qué departamento trabajaba, desde cuándo, qué hacía. Pero no se atrevió. Ni le dio tiempo.

      –Me llamo María. Tú debes de ser Bernardo, uno de los nuevos, ¿verdad?

      Su voz acabó de subyugar a Bernardo. Dulce, pausada, producía el efecto embriagador de decelerar el paso del tiempo.

      El idilio fue inevitable.

      Tras unos meses comenzaron a salir, conculcando la norma no escrita del Gran Bufete de no tolerar las relaciones entre miembros de la firma, hasta que, al poco tiempo, María aceptó una oferta de Gran Telecom.

      Así que ella conocía bien los resortes del Gran Bufete. Y, por supuesto, también conocía muy bien a Álvaro, en parte a través de Bernardo y en parte a través de sus antiguos colegas del despacho. Sobre todo gozaba de esa intuición, de esa innata inteligencia de la que solo disfrutan algunas mujeres. Un sexto sentido que siempre le había advertido claramente de las intenciones de la otra mitad de «Los Chaquetas».

      –Hoy he estado hablando con Álvaro, peque.

      –¿Con Álvaro? ¿De qué?

      María se estaba temiendo lo peor.

      –De Templeton. Se quiere venir, ¿sabes? Sería estupendo arrancar los dos de cero desde allí. Como un equipo. Con todo el camino por delante.

      María dudaba de si trasladar o no sus temores a Bernardo, pues sabía que pese esa externa apariencia de extrema autoconfianza se escondía una enfermiza necesidad de aprobación. Y nada podía certificar de mejor manera el acierto de dejar El Gran Bufete que el hecho de que Álvaro decidiera acompañarlo. Así que, muy a su pesar, decidió no decir nada y dejar que siguiera fluyendo el curso natural de los acontecimientos, lo que llevaba a gala como filosofía de vida.

      De todas formas, Bernardo tampoco acababa de estar convencido del todo del cambio de aires. Al fin y al cabo El Gran Bufete era el mejor despacho de abogados de la Nación. Y haber llegado a abogado de cuarto año era un indudable mérito que nadie podía negarle. Estaba totalmente encauzado en su carrera trabajando para Pier. Llevaba ya varias operaciones en que había ido ganándose la confianza del joven socio y con ello cada vez más independencia en operaciones relativamente importantes.

      Paradójicamente, sería Pier quien terminaría de manera involuntaria, lo que acabó por ayudar a decidirse a Bernardo.

      –Bernardo, campeón, pásate por mi despacho –le ordenó telefónicamente Pier, pese a que los despachos de ambos colindaban y lo más sencillo habría sido asomar la cabeza por la puerta.

      –Voy enseguida, que estoy acabando de rellenar las hojas de tiempos.

      Pasó al despacho de Pier sin llamar a la puerta; la camaradería tras casi dos años juntos lo permitía de sobra.

      –Dime, Pier, ¿qué necesitas?

      –¿Cómo vas de lío?

      «Joder, ya estamos», se dijo Bernardo.

      –Pues la verdad es que bastante hasta arriba. Tengo que acabar el informe de due diligence de la compra de Ingeniería Pequeña por Ingeniería Grande. Y además estoy preparando el calendario para la OPV de Energética.

      –No te preocupes, campeón, que para eso se ha inventado la clonación.

      «Qué gracioso», pensó Bernardo, que no sabía si se trataba de una mala gracia o de un intento de inculcar disciplina castrense.

      Pier era un reputado experto en una rama poco común del Derecho Mercantil, el Derecho Logístico, sector regulado concerniente a las empresas que se dedicaban al comercio internacional de mercancías. Tras muchas operaciones de modesta dimensión, Logística USA le había confiado a Pier el asesoramiento de la adquisición de un porcentaje relevante en el capital de Logística de la Nación, sociedad de titularidad estatal que ostentaba el monopolio de la distribución logística del país y que el Gobierno de la Nación había decidido privatizar parcialmente.

      –¿Te suena Proyecto Cargo?

      Esta vez Bernardo, aunque sabía perfectamente de qué iba la operación, no pensaba volver a picar como con Átomo.

      –No me suena de nada.

      –¿Cómo no te va a sonar de nada, campeón? Si llevo tres meses sepultado en el Ministerio de Industria y viajando a Estados Unidos cada semana…

      –Ni idea, Pier, de verdad, yo a lo mío.

      «Este chico no es malo, pero a veces parece tonto», pensó Pier.

      –Pues nada, Bernardo, te lo contaré. Se trata de la compra del 10% de Logística de la Nación por parte de Logística USA, nuestro cliente. La Nación va a privatizar parcialmente la compañía mediante la venta de ese 10% para posteriormente sacar a Bolsa el resto.

      –Entendido, Pier. ¿Y tú estás negociando para Logística USA el contrato de compraventa con el Gobierno?

      –Eso es, pero de manera muy limitada, porque las restricciones son muchas y el poder negociador de nuestro cliente no es grande. De hecho, ahora mismo estamos discutiendo qué garantías nos dan de que finalmente efectivamente salga a Bolsa Logística de la Nación, porque, como comprenderás, quedarse de minoritario y con un valor ilíquido mataría totalmente el valor de la inversión.

      –Vale. ¿Y en qué te puedo ayudar?

      –Pues mira, campeón, la cosa es que me ausento dos semanas de vacaciones y necesito que me cubras.

      –¿Que te cubra? No entiendo.

      –Pues que me sustituyas estas dos semanas. Léete los borradores de los contratos que te acabo de imprimir; mañana los vemos juntos y te llevo a la reunión que tenemos por la tarde con los abogados del Gobierno y con nuestro cliente y te presento a todo el mundo.

      Así de fácil. Tomar los mandos de una negociación con el Gobierno para una privatización parcial que llevaba en marcha tres meses. Y encima en un sector tremendamente regulado, en el que era casi imposible encontrar resquicios para llegar a acuerdos sin colidir con algún impedimento legal. Bernardo no sabía si sentirse halagado, asustado o abrumado. Lo que seguro que estaba era totalmente descolocado, inquieto por si sería capaz de aterrizar en un asunto tan importante sin tener conocimiento previo de la materia, ni de la operación y ni tan siquiera haber hablado en su vida con