José Bengoa

La comunidad sublevada


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mucho más propio del trabajo fabril, es decir, de la fase del capitalismo propiamente industrial.4

      Abuso es un concepto subjetivo por excelencia Es el sentimiento de una persona, de un individuo/a, incluso de un colectivo, de que la sociedad o parte de ella no le retribuye adecuadamente lo que espera, que un “otro” —a veces desconocido o impersonal— lo pasa a llevar en sus derechos. Es el sentimiento del ejercicio desmedido y sobre todo impropio del poder.

      Abuso es aprovechamiento del más fuerte sobre el débil o los débiles. Es la ruptura de todo sistema de derechos, que debiese consistir en que quien tiene poder debe controlarse, medirse, moderarse, frente a un conjunto de leyes y obligaciones que impiden justamente el carácter abusivo de la sociedad y el poder. Cuando la sociedad percibe que hay un grupo humano, personas de carne y hueso que se saltan las leyes y cometen todo tipo de tropelías desde el poder, surge la desconfianza en las instituciones, el menosprecio por la justicia considerada inútil y la crítica despiadada a todo sistema jurídico de derechos.

      El abuso tiene muchas dimensiones, a veces contradictorias, pero las más de las veces acumulativas: a) sexuales y de género b) etnorrraciales, c) ético-morales, d) espacio-habitacionales, e) etarias (tanto de abuso infantil como de maltrato a/de los viejos), f) ambientales y de acceso a los recursos naturales (el caso del agua como ejemplo paradigmático), g) laborales y económicas, h) políticas propiamente tales... etc. No es casual el orden que acá damos a los abusos, ya que los de mayor relevancia son aquellos en que se vulnera —o se siente vulnerada— a la persona en su mismidad: género, etnia-raza, edad, dignidad, igualdad, decencia; es decir, el trato de la sociedad sobre los cuerpos humanos, etc., no siendo suficiente como explicación solamente el ingreso y su mala distribución.

      El abuso es un no reconocimiento, es al mismo tiempo invisibilización, discriminación, en fin, una suerte de desprecio, es la cultura del des-conocimiento del otro. Siempre han existido diversas formas de desprecio, es evidente. Pero en este período de la “Historia” de estas sociedades con una autoimagen de opulencia, la llamada modernidad se ha transformado en “Cultura del abuso”.5

      El abuso tiene como característica el ser de carácter individual, y que en la medida en que se acumula y expande se transforma en societal, sin perder su aspecto subjetivo. Cada individuo tiene su propia lista de abusos.

      El abuso tiene como reacción en términos negativos el sometimiento y abatimiento. La persona abusada se siente abatida, despreciada, deprimida, e incluso fácilmente se autoculpa de la situación. La reacción hacia adelante es la violencia, la ira, rabia, el enojo violento; en fin, acciones destructivas no premeditadas, comportamiento de bandas y barras que comparten un mismo nivel de enojo, aunque no necesariamente sean los mismos abusos.6

      En este libro trataremos de afirmar que el abuso es la causa profunda de la sublevación. Esta tiene tres vertientes que son concomitantes y dependientes: una, que es la mayoritaria, la aceptación silenciosa del abuso cotidiano como parte de la normalidad de la vida;7 dos, la protesta colectiva, que de acuerdo a las condiciones existentes se va transformando en revueltas y sublevación. Es la respuesta de carácter político. Y tres, la ira transformada en delincuencia, violencia individual y formación de bandas. Las tres formas de reacción se traslapan, se potencian una a una, y en ciertos momentos las personas que han aceptado la obediencia se rebelan y salen a marchar como ha ocurrido en muchos países, o votan por un cambio profundo de las reglas del juego de la sociedad. Y también los sectores iracundos y que expresan su ira de modo individual se unen a los “políticos” en un intercambio silencioso pero eficaz.8

      El caso de la “pobreza por abuso”, en que se conjugan y acumulan factores abusivos, es paradigmático. La reacción negativa es la culpabilización, esto es, que se es pobre por culpa del propio pobre; las oportunidades están allí y por flojera, alcohol, en fin, por causas personales se sigue en la pobreza; la reacción positiva es la construcción de “culturas de fronteras”, esto es, sistemas de agrupamiento cultural fuera de la sociedad.9

      La cultura del desprecio en Chile, del desconocimiento, ha sido dominante desde el tiempo de las haciendas, herederas de la Conquista. En esa estructura social —la hacienda rural— se formaron las bases de la sociedad chilena. No es casualidad que José Donoso denomina Casa de campo a su parábola de país, e Isabel Allende, La casa de los espíritus a la suya, además de Orrego Luco, Casa grande, y así numerosos otros pensadores y escritores que se han referido a este país como el gran fundo que sigue siendo. Ahí surgieron las castas que aún perduran en Chile (“Sociedad de castas ocultas”10), los prejuicios sociales más agudos, el patriarcalismo machista a ultranza, el hablar golpeado y cuartelero, el racismo apenas disimulado y todo aquello que aparece hoy en día como la llamada cultura tradicional a la que se aferran los sectores más duros y refractarios.

      Podríamos afirmar que todo el proceso de crítica cultural y movilizaciones populares se levanta frente a este síndrome cultural hacendal rural. Por ejemplo, la noción de respeto, que es sin duda central en la vida social y comunitaria, está absolutamente contaminada con la práctica casi ancestral (tres a cuatro siglos a lo menos en este joven país) de la denominada obligación, por medio de la cual la hacienda le entregaba una “casa y goce” al inquilino y él se obligaba a trabajar en las tierras del fundo, a poner un “peón obligado” y gratuito por cierto, y un “voluntario”, que era pagado con unas pocas monedas y algo de comida (“ración”). La mujer debía sacar leche todas las madrugadas y por lo general llevar a un hijo que “amarrara los terneros”. Se pagaba en ración de comida y galleta campesina. Muy poco dinero como salario. Así quedó marcado en la mente y cultura de nuestro país, de la “gran hacienda”, hasta hoy en que los salarios son bajísimos y a los nuevos futres les parece evidente; es parte de la evidencia abusiva.11

      Sin embargo, por el otro lado, la hacienda también es el origen de la idea de comunidad en Chile en la medida en que en el Valle Central a lo menos la población indígena fue aniquilada. Es ciertamente una comunidad de desiguales12. Los inquilinos y sus familias se emparentaban, se autorreconocían en un territorio determinado, comúnmente hacendal, se jerarquizaban de acuerdo a las diversas estratificaciones de la hacienda y, al mismo tiempo, comían de la misma olla de porotos con riendas y picante de grasa y color (la ración como origen de la olla común), rezaban a los mismos santos en las interminables novenas, solidarizaban frente a las desgracias y, sobre todo, no hacían grandes diferencias entre los “de adentro” de la hacienda y los de “afuera” que muchas veces eran sus parientes que se habían transformado en bandidos (“Canto por un bandido”) o que se habían ido a torreantear con sus linyeras al hombro. Los que no soportaron la “subordinación ascética” exigida a los inquilinos se fueron e inauguraron ya en ese tiempo las culturas de frontera. Miles de miles de carrilanos, miles de miles de campesinos viajaron al norte, primero a Perú con Enrique Meiggs, y luego a las salitreras, y así se fueron despoblando los campos de los más audaces, de los más atrevidos, de los más rebeldes.13

      La sociedad chilena del siglo XXI, podemos afirmar, es mucho más parecida en sus fundamentos culturales a la del siglo XIX que a la sociedad semiindustrial y de clase media dominante de la mitad del siglo XX.

      Bases culturales

      Chile, su sociedad y Estado, al igual que todas las naciones, se ha construido sobre un conjunto de pilares o bases culturales que hoy día son profundamente cuestionadas; de su crítica podría surgir una sociedad mucho menos conservadora y más democrática, generosa y amable. Sería posible renovar la confianza en el Estado y que se lo sienta como expresión legítima de la nación y los pueblos que habitan en su territorio. Es el sueño que hace un año irrumpió.

      Frente a un discurso entendido como tradicional por parte de la nación, en que lo nacional se refugia en lo territorial, entendido como fronteras, en la pura soberanía, en la sola alteridad, y no en la convivencia…, la nostalgia por esta última y el sentido dado por la acción política democrática conducen y van a conducir a cuestionar los discursos llamados tradicionales de unidad nacional y sus símbolos; en fin, las deshilvanadas proclamas republicanas. Estos símbolos patrios han pasado a ser criticados ácidamente por las masas