Matías Rivas Aylwin

Yo no soy un Quijote


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en su cruzada por liberar a los presos políticos, tiempo después reconocerían que sus acciones fueron en la línea correcta.

      Esos dos episodios —el documento presentado ante la OEA en 1976, que le terminaría significando la relegación, y su labor en la defensa de los presos políticos durante el gobierno de su hermano Patricio— dan cuenta de que en ciertos períodos lo moral es tachado de inmoral y lo justo, de injusto. Andrés Aylwin vivió en esa permanente tensión, pero fue suficientemente visionario para entender cómo la historia terminaría juzgando los hechos del pasado. Es así, por ejemplo, que dos meses antes del golpe de Estado escribió: “Frente a la crisis que vive Chile no existen soluciones fáciles ni milagros. Ni menos se puede pensar que la destrucción y el asesinato de la democracia puedan ser el camino para salvar la democracia”4.

      En este libro, en el que procuré incorporar lo más posible su voz en primera persona (incluyendo entrevistas inéditas realizadas poco antes de su muerte), se exploran ambos acontecimientos. Sobre lo ocurrido en 1976, se enfatiza el rol que jugó la prensa tras la publicación del documento, con decenas de diarios, revistas y programas de televisión al servicio de los intereses de la dictadura y con escasas posibilidades de réplica para los firmantes. Con respecto al problema de la libertad de los presos políticos, el texto se centra en la soledad de su lucha y en la falta de empatía que observó en algunos sectores de la Concertación.

      En la investigación surgieron otras historias, como el arriesgado rescate a su amigo Jacques Chonchol, ex ministro de Agricultura de Salvador Allende, en la población La Victoria, tan solo dos días después del Golpe5. Aquella sería la primera vez que mi abuelo arriesgaría su vida para defender a los perseguidos por el régimen militar.

      También se incluye un breve relato sobre su retiro de la política, en 1998, el mismo año en que el general Augusto Pinochet asumió como senador vitalicio. ¿Cómo recibe Andrés Aylwin esta noticia? ¿A qué se dedica después de dejar la Cámara de Diputados? ¿Por qué no escribe un libro sobre su experiencia en la transición?

      Son cuatro historias que cruzan tres períodos de su vida: la dictadura, la transición y su retiro de la vida pública. Tienen en común la afirmación intransigente de valores morales y la permanente necesidad, casi obsesiva, de salir en defensa de personas postergadas, silenciadas y violentadas.

      Quizás hoy, cuando el país se encamina a un nuevo pacto social, sea necesario recordar el legado de un hombre que antepuso el interés del prójimo al propio; que supo actuar por convicción y no por cálculos mezquinos, y que en circunstancias adversas se atrevió a levantar la voz por los que sufrían.

      Quizás hoy, sus enseñanzas, sus reflexiones y su actitud frente a la vida nos ayuden a recuperar valores y principios que, como él mismo dijera en una oportunidad, se esfumaron peligrosamente de nuestra convivencia.

      1.

      Un rescate en pleno

      golpe de Estado

      Es 11 de septiembre de 1973. Andrés Aylwin se despierta a las seis y media con un llamado de su secretaria, quien lo alerta del comienzo de una guerra civil y de los balazos que retumban en el centro de Santiago. Es difícil descifrar lo que siente, pero seguramente pasan por su cabeza las palabras de su amigo Bernardo Leighton, quien el día anterior en los comedores del Congreso le dijo: “Ya todos estos sueños de alguna gentecita que ha estado hablando del Golpe se han ido al suelo, porque las Fuerzas Armadas están preocupadas de otras cosas, son profesionales, así que no hay ninguna posibilidad de Golpe”6.

      No tiene la certeza de que el Golpe va a ocurrir, pero como cualquier persona medianamente informada intuye que algo grave está a punto de suceder, y lo atormenta imaginar el sufrimiento por el que mucha gente podría pasar. Sabe que, si los militares toman presos a ciertos militantes del Partido Socialista, del Partido Comunista o del MAPU, el destino es uno solo: los van a matar. Entre ellos está Jacques Chonchol, exministro de Salvador Allende y uno de sus mejores amigos. El día anterior, Chonchol había regresado a Chile aquejado por una fuerte gripe y ahora su esposa, María Edy Ferreira, lo mantiene aislado y en completo reposo, no vaya a ser que por descuido su estado empeore.

      La mañana del 11 de septiembre, después de haber dormido muy poco y muy mal, Chonchol contesta un llamado que lo informa del avance de los marinos en Valparaíso. Al igual que su amigo, no es la primera vez que escucha de un posible golpe de Estado, pero algo en la voz de su interlocutor le provoca un dolor de estómago, un miedo indecible y hondo.

      Cree que, esta vez, es en serio.

      Chonchol sabe que corre un riesgo formidable y que en cualquier segundo derribarán la puerta de su casa para detenerlo. Vuelven a su memoria conversaciones con dirigentes de izquierda en las que planteaban la urgencia de esconderse ante esta eventualidad. Piensa: “¿Cuántos ya lo habrán hecho? ¿Cuántos estarán a salvo? ¿Cuántos muertos?”. Agarra lo que puede y sin dar media vuelta sube a su familia al auto y le dice a su guardaespaldas que acelere.

      Luego de dejar a su hijo en la casa de su hermana, a la misma hora en que el Presidente Salvador Allende se dirige raudamente al Palacio de Gobierno, se encaminan hacia la población La Victoria, donde vive una monja con la que tienen una gran amistad. Deben abrirse paso por calles secundarias, ya que desde las siete de la mañana las calles céntricas comenzaron a ser custodiadas por soldados.

      —Vas a estar bien, no te preocupes, nadie se va a meter en la casa de una monjita —dice a su esposa al despedirse, sin saber que en las próximas horas la población será un foco de resistencia y que dirigentes socialistas serán asesinados por infantes de la FACh.

      En el centro de Santiago, mientras tanto, tanquetas rodean La Moneda, los civiles son evacuados de las zonas de acción y el Presidente, a través de Radio Magallanes, entrega su último mensaje a una nación divida entre la alegría y el miedo.

      Simultáneamente, en Martín de Zamora, varios democratacristianos contrarios al Golpe llegan a la casa de Bernardo Leighton, quien, como león enjaulado, insiste en ir a La Moneda para acompañar y defender al Presidente. Ante los llantos de su esposa, Andrés interviene con la ayuda de Florencio Ceballos y le impiden el paso a la fuerza.

      Saben que su valentía le podría costar la vida.

      Dejar a Jacques es lo más difícil que María Edy ha hecho en su vida; se siente incompleta y aterrada. Arriba suyo escucha el ruido ensordecedor de los helicópteros cargados de ametralladoras; le cuesta pensar, pero algo es evidente: para salvar a su esposo necesita pedir ayuda y llevarlo antes de que sea tarde a un lugar que le otorgue seguridad permanente y la posibilidad de salir del país. Ha repasado mentalmente varios nombres, pero la mayoría de ellos están en la misma situación que su esposo y los otros, los que quizás no serán perseguidos por el nuevo régimen, posiblemente rechazarán ayudarla por los grandes riesgos que eso implica.

      El tiempo corre.

      Sus amigos Andrés Aylwin y Mónica Chiorrini aparecen de pronto en su mente como las únicas personas a las que puede recurrir. De inmediato, se dirige al barrio El Golf.

      Al abrir la puerta, Mónica se imagina lo peor. Su amiga, roja por las lágrimas, no logra hablar. Se apresura a abrazarla mientras su hija Verónica mira con preocupación y se pregunta por qué su madre, que no acostumbra a expresar cariño con gestos físicos, está tan compenetrada en un abrazo.

      A pesar de no tener edad suficiente para entender a cabalidad lo que ocurre, Verónica (la menor de cuatro hermanos) sí intuye que algo malo ha comenzado este 11 de septiembre y que las cosas ya no serán como antes. Sus primeras pistas no son las imágenes del bombardeo a La Moneda o el suicidio de Allende, sino que la imagen de su padre regresando de la casa de Bernardo Leighton con los ojos desorbitados, el cuerpo frío y sumergido en una profunda ira. “Esto se viene para largo, ¡no saben lo que se viene!”, grita, mientras recorre la casa. Más tarde, su hija mayor, Cecilia, se acerca con la intención de calmarlo y le plantea que con los militares —quizás— el país tendrá más bienestar, pero a cambio recibe una aterradora respuesta:

      —Hija, están matando gente indiscriminadamente, ¡aquí