Matías Rivas Aylwin

Yo no soy un Quijote


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odio y de la infamia utilizados científicamente, con los mismos métodos deleznables que siempre han utilizado las dictaduras12”, escribió.

      Pese a ser muy amigo de varios miembros del oficialismo —entre ellos José Tohá y Carlos Altamirano, a quienes conoció cuando era estudiante en la facultad de Derecho de la Universidad de Chile—, era escéptico frente a la idea de que el socialismo se iba a construir no en base a la dictadura, sino que, fundamentalmente, por medio de la solidaridad del pueblo. Respecto de lo cual escribió:

      ¡Bonita idea! Pero, entonces, nos preguntamos: ¿Pueden crearse una gran solidaridad nacional y una mística de esfuerzo colectivo en un país donde una minoría gobernante utiliza todo su poder para sembrar el odio y aplastar a la enorme mayoría del país que no es marxista? Más aún: ¿Puede crearse una mística de esfuerzo en un país donde prolifera una burocracia oficialista que asienta su poder en el odio al que tiene algo y que, sin embargo, salvo las excepciones, no da ningún testimonio personal de sacrificio, y se enriquece, viaja al extranjero, adquiere automóviles y compra casas de veraneo?13.

      En los meses previos al 11 de septiembre, marcados por un fallido golpe de Estado liderado por el coronel Roberto Souper y sofocado por el comandante en jefe del Ejército, Carlos Prats (quien luego, ante la falta de apoyo interno, renunciaría a su cargo, eliminándose el último obstáculo para las fuerzas golpistas), Andrés fue testigo de la profunda polarización que permeaba todos los ámbitos de la vida. Era, en sus palabras, una situación insoportable: el comunismo se había transformado en el símbolo de la maldad, en la Cámara de Diputados nadie se escuchaba, abundaban los atentados y acciones violentas de los grupos de ultraderecha y el país, en suma, estaba que ardía… solo faltaba una chispa. Él responsabilizaba principalmente a la Unidad Popular, a la que acusaba de haber sembrado odio y totalitarismo con el objetivo de conquistar la adhesión del pueblo y, de paso, transformar a Chile “en un ring”14.

      El 5 de junio, durante la votación por la acusación constitucional contra el intendente de Valparaíso, Carlos González, Andrés dirigió sus críticas a los periódicos que hacían circular el Partido Socialista y la Izquierda Cristiana, ambas expresiones de la campaña de odio a la que constantemente había aludido en sus intervenciones en el Congreso.

      —Ellos se pueden encontrar en cualquier quiosco de Santiago —afirmó—. Uno, dice: hay que aplastar a los enemigos del pueblo, a hoja completa, y el otro expresa: para evitar la guerra civil hay que aplastar a la reacción. Este es un sistema totalitario y dictatorial que no está de acuerdo con la tradición nacional, porque jamás las mayorías pueden aplastar a las minorías, pero menos todavía las minorías pueden aplastar a las mayorías15.

      Las tácticas oficialistas le suscitaban animadversión, pero rechazaba, al mismo tiempo, la forma en que el Golpe se palpaba en el Congreso, por medio de conversaciones informales con personeros de derecha y con algunos miembros de la Democracia Cristiana. ¿Es que acaso no había otra forma de encauzar el conflicto? ¿Es que no era evidente que un golpe militar traería trágicas consecuencias para el país? Motivado por la sencillez y claridad de sus principios, decidió escribir un artículo que lo distanciaría de la vía violenta y que marcaría públicamente una postura —orientada a aminorar el odio y la polarización— que se mantendría invariable a lo largo de su vida. El título de la columna habla por sí mismo: Solo con métodos democráticos salvaremos la democracia, publicada en el diario La Tercera de la Hora el 6 de julio de 1973, dos meses antes del Golpe. Ahí se dirigió fundamentalmente a la oposición y sobre todo a aquellos que, cansados de los vejámenes y abusos, comenzaban a pensar en cualquier tipo de soluciones, incluyendo el derrocamiento del gobierno. Ahí marcó un quiebre con la retórica de un sector de la oposición que, más que buscar una salida pacífica y un entendimiento con el gobierno —al cual negaba su legitimidad—, ya estaba resignado a una solución violenta. Ahí, también, marcó una clara distancia con la posición más conservadora e intransigente que predominaba en su partido. Él entendió que no era momento de echarle más leña al fuego, sino de buscar a como diera lugar la forma de preservar la democracia.

      Eran días en que primaba la irracionalidad intelectual, plasmada en discursos de ideólogos que torcían el sentido profundo de lo razonable y lo ético para hacer prevalecer la muerte y la barbarie, logrando influir incluso en las mentes más lúcidas. No era poco común, por ejemplo, escuchar a personas de derecha decir que “alguien tenía que hacer el trabajo sucio” o sentir el atronador grito de la bancada del Partido Nacional que al unísono clamaba “Yakarta, Yakarta, Yakarta”, haciendo alusión a cientos de miles de comunistas muertos durante un golpe militar de derecha en Indonesia.

      Tampoco eran poco frecuentes las presiones para que los democratacristianos —cuya envergadura moral y política era significativa— se comprometieran con el enfrentamiento y se lograra, finalmente, la intervención de las Fuerzas Armadas. “Entre los que así piensan están los que creen que mañana podrían perder sus privilegios”16, escribió Andrés.

      Las excepciones se contaban con los dedos de las manos. Uno de ellos era el diputado y ex ministro democratacristiano Bernardo Leighton, quien lograba, en las pocas veces que hablaba, generar silencio en la Cámara y concitar respeto entre sus adversarios. Su palabra llamaba a la racionalidad e invocaba la larga trayectoria democrática del país, anunciando grandes dolores para el pueblo si se imponía el predominio de la fuerza. Leighton fue, según recordaría Andrés, un ardiente partidario de promover diálogos y buscar acuerdos racionales que evitaran muertes y sufrimientos.

      Frente a ese complejo escenario —en el que las voces dialogantes y pacíficas eran una minoría— la respuesta de Andrés, al igual que la de su amigo Bernardo, fue categórica: “No”. Les dijo no a las soluciones fáciles y a los milagros; les dijo no a los que pensaban que la destrucción y el asesinato de la democracia eran el único camino para, justamente, salvar la democracia. En momentos en que para muchos la idea de un golpe de Estado había abandonado su connotación negativa y se presentaba como la única salida para la crisis, él creía que existía un solo camino para la victoria:

      El trabajo de cada día, la justicia de nuestras ideas y soluciones, el testimonio personal, la consecuencia entre lo que se piensa y lo que se hace. Hoy más que nunca hay que trabajar con la verdad. Organizarnos. Entender, por todos, que es hora de defender solo lo esencial que hay en la democracia —que son fundamentalmente valores espirituales— pero jamás privilegios17.

      Al final de ese premonitorio artículo, Andrés se refirió a aquellos que decían estar dispuestos a entregar sus vidas por uno u otro bando, y les advirtió, casi con desesperación que no “es hora de muerte, sino de vida. No es hora de aferrarse al pasado, sino de entender por qué hemos llegado a lo que estamos llegando. No es hora de imitar procedimientos deleznables, sino de hacerle saber al pueblo, especialmente sobre la base del testimonio, que hay otros valores, otras verdades”.

      Poco después, en un foro organizado por la Universidad de Chile, el senador del Partido Nacional Patricio Phillips se acercó a conversar con él. Quería advertirlo de las consecuencias de sus palabras.

      —Tú hablas con demasiada vehemencia contra el Golpe —le dijo, en presencia de su esposa, Mónica—. Cuidado, el Golpe viene con todo. Te pueden hasta matar.

      El rescate

      El jueves 13 de septiembre de 1973, el mismo día en que se firma la carta en la cual trece democratacristianos condenan categóricamente el derrocamiento del Presidente constitucional, se levanta el toque de queda desde las doce del día hasta las seis y media de la tarde. La comandancia de Santiago había expresado la noche anterior que el objetivo era iniciar la actividad laboral y productiva de la provincia y se recomendaba a la ciudadanía, a modo de evitar situaciones “desagradables”, no distraerse en el camino desde el lugar de trabajo a sus casas para facilitar, así, el mantenimiento del orden y la integridad de las personas. La jefatura de plaza para Santiago también comunica una serie de instrucciones para quienes salgan de sus casas: “Está estrictamente prohibido todo tipo de manifestaciones públicas”, “queda prohibido dirigirse hacia el centro de Santiago”, “se reitera la conveniencia de la población de mantenerse en sus hogares”.