Matías Rivas Aylwin

Yo no soy un Quijote


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Popular a entregarse voluntariamente en el ministerio de Defensa Nacional. En el puesto quince se encuentra Jacques Chonchol Chaid.

      Andrés y María Edy están de acuerdo en que de “intentar algo” tienen que intentarlo hoy. Al borde del mediodía, Andrés se acerca a su hijo mayor, de quince años, y le pide que encienda el auto y los acompañe, convencido de que su presencia aminorará sospechas. ¿Se le cruza por la cabeza el riesgo de involucrarlo en una operación tan arriesgada? ¿O es que todavía no pondera lo que significa, realmente, una dictadura?

      A las doce en punto, con el motor operativo, salen los tres a la casa del diputado democratacristiano Mariano Ruiz-Esquide. Andrés lo había llamado cinco minutos antes de partir y frente al temor de que su llamada fuera interceptada se limitó a decirle “ahí te explico de qué se trata”. Ruiz-Esquide, en tanto, está en su casa con una profunda sensación de derrota y lo último que piensa, antes de partir, es que poco importa lo que su amigo proponga; por muy arriesgado que sea, sabe que ese día se juntarán a firmar una declaración contra el Golpe, por lo que en cierto modo ya se siente muerto.

      Con él a bordo, enfilan hacia el poniente por Providencia y luego por cualquier calle que se los permita, pues minutos antes de las doce horas un alto oficial del Ejército había advertido por televisión que estaba tajantemente prohibido el tránsito vehicular en todo el sector del centro, entre Vicuña Mackenna y Ejército, y desde Alameda hasta Mapocho. Al ser la primera vez en dos días que se le permite a la población salir de sus casas, muchos se apresuran a comprar los diarios, a buscar a sus familiares de los que no han tenido noticias, se forman filas en farmacias, en almacenes e incluso varios intentan acercarse a La Moneda para ver con sus propios ojos los grandes orificios de sus muros.

      Comienzan, también, las consecuencias del golpe militar: detenciones arbitrarias y el traslado de miles de prisioneros al principal estadio de la ciudad; represión en las zonas rurales, ejercidas con extrema violencia; expulsión de los campesinos de sus predios, a veces con la obligación de abandonar sus tierras en tan solo diez días; asesinatos políticos, cuyas víctimas son fundamentalmente militantes de partidos de izquierda, y el terror esparcido entre cualquiera que resulte sospechoso o discrepe del nuevo régimen18.

      Miren por donde miren hay efectivos de Carabineros, Ejército y Fuerza Aérea vigilando a los pocos vehículos que circulan por el centro. Después de casi una hora, llegan a la población La Victoria. Andrés detiene el auto, mira su reloj y le dice a su hijo que se baje y camine hacia la cuadra del frente porque pronto va a llegar Jacques, quien ya ha sido informado de la operación. Ruiz-Esquide mira atento por la ventana para ver si ocurre algo; María Edy hace lo mismo. Andrés hijo se para en la esquina por un instante que se le hace muy largo, al constatar el amplio contingente de militares que minuciosamente recorre la zona. A pesar del miedo, decide seguir las órdenes de su padre y se mantiene de pie, en espera, consciente de la importancia de la tarea que le encomendaron. Al poco rato siente un golpe en su espalda y escucha su nombre. Se da vuelta y ve a un hombre andrajoso y con el pelo teñido de colorín. Se demora en reconocerlo, pero es Jacques, su padrino. Rápidamente lo lleva al auto y Andrés acelera en la misma dirección por la que habían venido. Ruiz-Esquide, en tanto, usa su fonendoscopio para revisar a su amigo y concluye, después de un breve examen, que se ve peor de lo que en realidad está.

      En los asientos traseros hay un fuerte ajetreo, pero Andrés solo tiene una cosa en mente: aprovechar el estrecho margen de tiempo para llegar a la embajada de Venezuela, donde ha acordado, con el embajador, el ingreso de su amigo. El avance, sin embargo, se trunca cuando una patrulla comienza a detener a todos los autos que circulan por la avenida. Es imposible escapar. María Edy es la segunda en percatarse del problema y se larga a llorar tan desesperadamente que Ruiz-Esquide y Andrés empiezan a susurrar posibles soluciones, si es que las hay. Ruiz-Esquide observa que los militares obligan a bajar las ventanas, abrir las puertas en algunos casos y mostrar, sin excepción, la cédula de identidad. María Edy mira a Andrés buscando una respuesta, una palabra, una señal, pero nadie sabe qué hacer. En los próximos minutos estarán frente a la patrulla y tendrán que obedecerlos… Andrés, tragando saliva, mira a su amigo y le dice:

      —Jacques, pareciera ser que nos van a detener. Vamos a decir que somos parlamentarios y si te identifican vamos a decir que nosotros te vamos a entregar.

      Su amigo lo mira resignadamente a los ojos y luego de un prolongado silencio le responde:

      —Estoy en manos de ustedes.

      El tiempo corre y Andrés acelera con lentitud, asomándose por la ventana para ver cuán cerca están del control. Después de tanto tiempo de espera se ha formado un taco de al menos treinta autos en cada fila. El proceso de revisión es lento y entre más tiempo pasa más autos llegan. De pronto, Ruiz-Esquide se da cuenta de que los autos avanzan más rápido. Jacques y María Edy miran hacia adelante, pero no alcanzan a ver qué ocurre; luego, logran ver tanquetas de grueso calibre y decenas de uniformados armados con fusiles. A Jacques se le aprieta la garganta. Andrés trata de ensayar en su cabeza las palabras exactas que dirá. Por un instante, piensa en su hijo, injustamente involucrado en el rescate. La tensión es extrema. A Ruiz-Esquide se le ocurre usar nuevamente su fonendoscopio con la esperanza de distraer con su traje de médico a los uniformados, al hacerles creer que están llevando a un amigo al hospital. Bruscamente acerca la cabeza de Jacques al hombro y revisa sus latidos; afuera, mientras tanto, dos conscriptos se acercan al auto.

      Silencio.

      Se paran al costado de las ventanas, inclinan sus cabezas ligeramente y miran fugazmente hacia dentro. La fila que se les ha armado es tan larga que posiblemente no pueden darse el tiempo para revisar exhaustivamente cada vehículo.

      —Avancen.

      Andrés mira su reloj y confirma que todavía hay tiempo para llegar a la embajada. Sube por la Alameda a pesar de que está prohibido y luego por Providencia; al llegar a Pedro de Valdivia enfila hacia el sur hasta llegar a la intersección con calle Bustos. Han llegado diez minutos antes. Por segunda vez le pide a su hijo que se baje del auto y que doble a la derecha por calle Bustos hacia la embajada; le asegura que cuando lo vean van a abrir la puerta. Justo antes de que el reloj marque las dos en punto, su hijo sigue las instrucciones y camina tranquilamente hacia la embajada, pero se detiene al ver una decena de carabineros en la calle de al frente, todos con casco y fusil. No sabe qué hacer con el miedo que siente en su cuerpo, pero resuelve, en ese trance, seguir caminando como si no ocurriera nada. Al ver cada vez más cerca su objetivo decide avanzar más rápido, alertando a los uniformados que de inmediato comienzan a mirarlo con mayor rigidez. Al llegar a la puerta, da media vuelta y observa que los hombres están firmes y concentrados, listos para actuar; toca el citófono y ve el auto de su padre en la esquina de Bustos con Pedro de Valdivia; ¿acaso no saben que la puerta sigue cerrada? No tiene cómo advertirles y tampoco se atreve a volver. Por suerte, su padre solo pisa el acelerador cuando ve que la puerta se abre y, en una vuelta magistral, ingresa velozmente a la embajada. “¡Andresito, entre!”, dice, mientras los carabineros miran con perplejidad la escena. Andrés hijo alcanza a ver que uno de los uniformados anota la patente mientras la puerta se cierra atrás suyo. El embajador, Orlando Tova, sale de la casa a recibirlos. Todo ocurre en cosa de segundos.

      —Es un honor recibirlo, señor Chonchol —dice Tova—. Por favor pasen; me imagino que necesitan un trago fuerte.

      Andrés Aylwin y Mariano Ruiz-Esquide declinan la oferta y junto con María Edy y Andrés hijo se despiden rápidamente de Jacques, que pasará nueve meses en esa embajada antes de partir al exilio en Francia. Ninguno de ellos recordaría con exactitud cómo salieron de ahí sin ser aprehendidos. Suerte, quizás.

      Muchos años después, al recordar los riesgos que corrieron sus amigos para salvarle la vida, Chonchol dirá con emoción:

      Con Andrés, a pesar de los desacuerdos políticos que primaron en esos días, conservé una amistad inquebrantable por el resto de su vida. Él también ayudó bastante a que mi señora y mi hijo consiguieran refugios en distintas casas y que entraran por fin a la embajada de Colombia, desde donde salieron de Chile en diciembre de 1973. Posteriormente, cuando pude volver a Chile, primero por unos días, al fin de la dictadura, Andrés organizó para recibirme