Rufino Rodríguez Garza

Antigüedades coahuilenses


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los gusanos de las palmas.

      El alimento a recolectar era muy variado y dependía de la región y de la temporada que variaba en el transcurso del año; por ejemplo, la flor de palma, los mezquites, las tunas, las pitahayas, granjenos y algunas raíces de tubérculos se daban en temporada de lluvias o de secas, y les proporcionaban los nutrientes para la dieta de todos los días.

      Hay dichos populares y ancestrales que dicen que “Lo que corre, repta o vuela, directo a la cazuela”. O hay otro que reza que “Lo que se mueve, se come”.

      La constante de los nativos era preocuparse pero, sobre todo, ocuparse por el alimento. Buscar la comida y los aguajes, enterrar a sus muertos, marcar sus territorios y defenderlos de sus contemporáneos que tenían las mismas necesidades de ellos, nos habla de su cultura.

      Periódicamente estas tribus dispersas se reunían con el objeto de intercambiar productos, sellar alianzas y emparentar matrimonios, ya que no se casaban entre los mismos habitantes o familiares, es decir, no practicaban la endogamia. A estas reuniones se les llamaba “mitotes”, y eran eventos de una o dos veces por año.

      Coahuila ocupa el 8% del territorio nacional y no son pocos los sitios en los que cuenta con arte rupestre. Esta condición nos coloca en un honroso tercer lugar con más sitios registrados. Sólo están, por arriba de Coahuila, Baja California y Nuevo León, pero Coahuila merece subir al segundo lugar, y seguramente lo hará, cuando se registren todos los sitios por parte del INAH.

      En general podemos decir que la gente del desierto supo sacar provecho de los pocos recursos que éste, con mucha dificultad y esfuerzo, proporciona. Fue gente que vivió en un sano equilibrio con su medio ambiente, que nos legó sus artísticos grabados y no pocas pinturas, pero que también dejaron vestigios de otro tipo de arte rupestre poco estudiado por la complejidad del mismo, como es el de los geoglifos.

      Más rupestrerías

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      La pandemia y la falta de un vehículo me han impedido salir con la frecuencia a la que estoy acostumbrado. Han pasado ya seis semanas y no se me ha hecho llegar a nuevos sitios para detallarlos, retratarlos y documentarlos.

      Estoy revisando una de las libretas de campo del año 2002 y me permitiré transcribir alguno de los apuntes de una de mis salidas y de mis lecturas acerca del tema que me es apasionante: el gusto por las antiguas manifestaciones gráficas de esta región del sureste de Coahuila, las cuales contienen de todo, desde grabados hasta pinturas, de geoglifos a materiales de piedra ―como son las flechas o los pedernales, las cuentas para adorno, los metates y morteros para la molienda―, hasta las abundantes chimeneas.

      Las pinturas rupestres están conformadas por figuras humanas, de fauna, grabados geométricos y abstractos, etcétera.

      Ciertos lugares donde se grabó o se pintó no fueron elegidos al azar, sino que los nativos les atribuían algún contenido mítico o especial. Coahuila es la única región de México en la que nunca hubo población agrícola sedentaria, por lo que sus habitantes fueron cazadores–recolectores, mismos que en el siglo XVI fueron denominados “chichimecas”. Al ser sociedades nómadas, no hubo asentamientos permanentes, más bien se trataba de campamentos estacionales al aire libre. La tasa de población debió de ser relativamente baja.

      Cabe aclarar que nuestros pueblos fueron acerámicos, no manejaron trastes o útiles de barro, ya que el constante cambio de lugar no permitía la duración de las piezas, pues éstas se hubieran roto.

      La excepción a la regla la constituyen dos sitios del estado donde se ha localizado cerámica; se trata de Charcos de Risa y Tres Manantiales, en el municipio de Francisco I. Madero, y Finisterre, en el municipio de San Pedro de las Colonias. Con esas excepciones, el resto de Coahuila fue acerámico.

      La cerámica mencionada es de influencia de los indios conchos, de los indios pueblo del sur, de Estados Unidos, y de la cultura chalchihuite.

      Cuando uno ve una de las manifestaciones rupestres, trátese de pinturas o grabados, se pregunta por qué en este cerro y no en el que está enfrente, por qué en este panel y no en el que está al lado, o a 100 metros de distancia si hay tantas rocas y tantos abrigos en el semidesierto, por qué eligieron particularmente uno de estos sitios, y eso nos hace pensar que esos lugares fueron sagrados o les atribuyeron ciertas cualidades místicas. Tal es el caso de ciertos paneles solares, con manifestaciones en las que se ve una serie de elementos que tienen relación con el culto al peyote o a otras plantas que les alteraron el estado de conciencia a sus creadores.

      Recordemos que el arte rupestre se relaciona con los jefes o chamanes del grupo y que tenían la particularidad de atraer la cacería, la buena recolección y estar pendientes de la salud de la tribu.

      Algunos cronistas, como Sahagún, Guillermo Santamaría, etc., describen a estos grupos humanos como grandes conocedores de las plantas, en especial del peyote, y relatan que cuando hacían sus mitotes, o sus rituales nocturnos, lo consumían, y aquí, en el sureste de nuestro estado, es muy abundante. Por ello que tales pinturas o grabados sean producto del consumo de esta planta: el peyote.

      Carlos Viramontes sostiene que, cuando se consume peyote, se forman ciertas imágenes mentales; hay visiones y alucinaciones en general, que después se pueden plasmar, en la pintura y en los grabados, en este caso. “Cuando uno consume peyote o un alucinógeno se tiene la capacidad de entrar en trance, en un viaje, y es un viaje porque se tiene la sensación de volar.”

      Entre los cazadores–recolectores existía el culto al peyote, a los muertos, a los ancestros y al agua. “La serpiente normalmente, en casi todo el mundo, pero principalmente en las sociedades americanas antiguas, se asocia con el agua.”

      De otros elementos, como la tortuga en la pintura rupestre del norte de México, se tenía la creencia que atraían las lluvias, los dones, la fertilidad y los alimentos.

      Cerro Bola

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      Nos congratulamos de ver un libro de arte rupestre escrito por el antropólogo Lorenzo Encinas Garza, originario de Sabinas, Nuevo León, y avecindado en la ciudad de Monterrey.

      No es frecuente que aparezcan libros de este apasionante tema y Lorenzo nos obsequia no sólo éste que estamos comentando, acerca de un lugar arqueológico en la frontera de Coahuila y Nuevo León, sino dos más que aparecieron a finales del año pasado, 2020; de ellos hablaremos en posterior ocasión.

      De sumo interés es el libro Cerro Bola, pues el lugar así llamado, y que está en los alrededores de Paredón, en el municipio de Ramos Arizpe, Coahuila, es un sitio que aporta mucha información y que nos permite ir conociendo el modo de vida de los cazadores–recolectores que habitaron estos inhóspitos parajes.

      El libro cuenta con más de 170 fotos de grabados, paisajes, fauna y personajes citados en el texto. Tiene 158 páginas y un formato cómodo, de 16.5 por 22.5 cm. Se compone de 15 capítulos, portada del autor, tiene fecha de publicación de junio de 2020 y fue impreso en Monterrey, Nuevo León.

      En el prólogo del amigo Cristóbal López Carrera, él expresa lo acucioso del autor, y hace alarde de las referencias para apoyar y fundamentar el ensayo sobre estos lugares: Cerro Bola y La Biblioteca, además de dos más anexos a los anteriores.

      Al igual que Lorenzo, conozco el lugar y sé de lo valioso de la información que proporciona, por ser un sitio donde se practicaron eventos propiciatorios, tanto de cacería como de la salud. En muchas ocasiones fuimos a este sitio y a otros que hay en los alrededores, como son Ojo Frío y Presa de La Mula, y algunos más que hacen de ésta toda una zona arqueológica que se tendrá que ir estudiando, registrando y documentando, para que ya no se pierda información ni se siga vandalizando cada sitio.

      Encinas