de la guerrilla local.
«Cuando llegó la guerra, mi hermano era militar y fue a la guerra. Mi padre es de Mali, pero llevaba muchos años en Costa de Marfil, y mi madre es costamarfileña», relata el joven, que todavía recuerda cómo aquel guerrillero y otras siete personas irrumpieron una mañana en su casa mientras él desayunaba antes de ir al colegio.
«Decía que si mi familia no llevaba 200 años en el país no podía considerarse costamarfileña. Y eso que mi hermano era un militar que trabajaba para defender al país», añade Malik, quien tuvo que asistir al asesinato de su madre y a la brutal agresión sufrida por su padre, dueño de una pequeña tienda de comestibles en Bouake. «Entraron primero en la tienda, robaron el dinero y destrozaron todo. Este chico le pegó con la culata de la pistola a mi padre en la cabeza y mató a mi madre con un cuchillo cuando intentaba defender a mi padre. Yo estaba delante. Se murió antes de llegar al hospital», explica el costamarfileño, que aún hoy sigue sin saber nada de su padre ni de su hermano, ambos desaparecidos durante el conflicto.
Tras el incidente, la guerrilla los amenazó de muerte a él y a su padre, lo que obligó a Malik a marcharse a Mali. «Dijo que la próxima vez que volviera nos mataría a todos. Por eso, mi padre me llevó con un amigo que tenía en Mali, donde le esperaría hasta que él recogiera todo y volviera para empezar los dos una nueva vida en otro país», recalca en un notable español. Pero su padre no pudo cumplir la promesa, y su amigo maliense, un marabú (un brujo que se dedica a cuidar de los cayucos, que pide a Alá para que lleguen bien a puerto) sin apenas ingresos económicos, obligó a Malik partir hacia Canarias en una barquilla, porque no podía mantenerlo por más tiempo. «Yo no quería ir, porque no quería perder a mi padre y mi tierra en Costa de Marfil; además, el mar es muy peligroso», asevera el joven, quien finalmente tuvo que aceptar y viajar a Senegal para partir luego rumbo a las Islas. «Como yo no iba a pagar billete tenía que hacer de todo en el taller. Cada día caminaba 4 kilómetros para traer agua desde donde se hacía el cayuco a la casa, y volver», recuerda Malik, quien meses después zarpaba definitivamente hacia el Archipiélago. «Salimos de Ziguinchor 102 personas y estuvimos 9 días en el mar». «Cuando llegamos dije que era menor y me llevaron a El Mojón para hacerme las pruebas óseas, que salieron 17 años y medio», expone Malik, al que un educador le dijo tras contar su historia que podía ser refugiado. «Cuando salí del centro de menores de La Esperanza me llevaron a otra residencia. Hablé con el director y le dije que quería pedir el asilo político. Él me dijo que eso no podía ser; que si quería hacerlo me tenía que ir de ahí». Dicho y hecho. Cuando el responsable del centro se enteró de que Malik había solicitado el asilo, lo dejó en la calle, algo ilegal, según explica Rocío Cuéllar, abogada de CEAR, quien recuerda que «no se puede entorpecer una solicitud de asilo».
Merced a la ayuda de un educador, el joven costamarfileño encontró un nuevo hogar en Guaza (Tenerife), donde reside actualmente junto a una familia senegalesa que lleva años afincada en la Isla. Su futuro, según explica la abogada de CEAR, pasa por la decisión de la Comisión Interministerial que decide el estatus de refugiado. Mientras, Malik trabaja como albañil, y también tiene pensado estudiar para poder regresar algún día a un país del que tuvo que salir sin equipaje ni familia. «Creo que por mucho que se haga en los países africanos habrá gente que seguirá viniendo, porque allí no se sabe realmente lo que se sufre cuando llegas aquí», reconoce el joven, que tras cumplir los 18 años logró un permiso de trabajo provisional, porque su solicitud de asilo se admitió a trámite hace ya más de 6 meses.
MAHYUB
Un mes más, siete, es el tiempo que lleva en Tenerife el saharaui Mahyub Chtioui, cuya identidad se puede desvelar ya sin problemas porque acaba de recibir el estatus de refugiado. Nacido en la antigua colonia española de El Aaiún hace 28 años, sufre desde pequeño los rigores de la ocupación marroquí del Sáhara Occidental. En 2005, la ciudad fue escenario de graves protestas en contra de la ocupación y en apoyo de la independencia y del Frente Polisario, unas protestas en las que intervino Mahyub. Fue arrestado y encarcelado durante dos años, en los que sufrió torturas de todo tipo y donde se le vulneraron todos sus derechos. «Hicimos una huelga de hambre porque nos tenían en una habitación muy pequeña a muchas personas. La única arma era nuestro cuerpo», explica el joven saharaui, que ni siquiera podía recibir visitas regulares de su familia.
Su caso y el de otros muchos en su misma situación llegó a oídos de Inés Miranda, la abogada canaria especialista en el conflicto del Sáhara y premio a los Derechos Humanos del Consejo General de la Abogacía Española. Miranda lo puso en contacto con CEAR, que desde hace 7 meses lleva su caso. Antes, y tras salir de la cárcel, tuvo que dejar sus estudios de Geografía e Historia para trabajar, ya que la persecución marroquí empezó a ahogar la economía familiar. Mahyub, al que todavía le cuesta expresarse en español, pero habla inglés y francés, realizó un curso de mecánico naval y se enroló en un pesquero gallego merced al acuerdo de pesca entre España y Marruecos. «Recibía amenazas, y todas las puertas se me cerraban; por eso salí de allí, porque no estábamos seguros ni yo ni mi familia», añade el saharaui, cuyo relato y las pruebas presentadas por CEAR han sido tan evidentes que su proceso se ha agilizado enormemente. «Hay que trabajar mucho, porque cuantas más pruebas se aporten, mejor», expone Rocío Cuéllar, quien no obstante deja claro que «lo realmente clave es que la historia sea real, porque la Comisión comprueba en el país de origen si lo que se está diciendo es cierto o no». «La mentira pinta rasgos generales, mientras que la verdad aporta detalles que son reales porque los has vivido. Y la Comisión se fija en esos detalles a la hora de valorar cada solicitud», denota la abogada de CEAR.
A la espera de recibir su permiso de trabajo, Mahyub vive en San Isidro con unos amigos y recibe clases de español. «Quiero continuar mis estudios aquí. Lo importante es que ya tengo todos los derechos y no voy a ser expulsado», dice el joven saharaui, que recalca que, pese a su nacionalidad marroquí, «realmente no lo soy». «Por eso me metieron en la cárcel, por querer recuperar mi patria». «Me gustaría quedarme aquí a vivir y trabajar, aunque cualquier lugar es mejor para mí que Marruecos».
HÉCTOR
La tercera historia es igual de dramática, fruto de la sinrazón política de un gobierno como el del presidente Chávez en Venezuela. Pese a que querría dar su nombre y apellidos, la abogada de CEAR le recuerda que no debe hacerlo por las represalias que pudiera sufrir tanto él como su familia, así como el proceso de reexamen en el que está inmersa su solicitud de asilo. Por eso, le llamaremos Héctor.
Su relato, sesgado para evitar que se le reconozca, está marcado por las fechas, los nombres y, como el de sus compañeros, los detalles. Tras el fugaz golpe de Estado contra Chávez en abril de 2002, nuestro protagonista fue acusado en su país de hasta ocho delitos que no había cometido. Tenía entonces 33 años, y su único pecado fue obedecer órdenes de un superior. Sin embargo, ni siquiera su dedicación a la patria le evitó sufrir vejaciones de todo tipo («tuve que beberme mi propio orín», recuerda) y torturas que casi acaban con su vida; desesperado, se refugió en la embajada de Uruguay, país en el que le concedieron el asilo en virtud de la Convención Interamericana de Caracas sobre Asilo Diplomático de 1954. «Pero en Uruguay empezó todo de nuevo. Me encontré con la misma situación de presión, pero en otro país. Esta vez no había torturas físicas, pero sí psicológicas, que son peores. Estaba presionado y amenazado. De hecho, todavía hoy no puedo dormir bien. Me despierto con pesadillas y creo que me siguen persiguiendo», sostiene Héctor, quien tuvo que marcharse a Perú cuando se vio cercado por los grupos chavistas.
En el país andino entró en contacto con un representante de ACNUR, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas con los Refugiados, que le recomendó que se trasladara a España, donde sería más fácil seguir su caso y poder lograr el asilo. «Me vine al sur de Tenerife, donde tenía un amigo. Empecé a trabajar en un supermercado. A los dos años me llamaron para decirme que me habían rechazado el asilo porque ya lo tenía en otro país», explica el venezolano. En este punto, la abogada de CEAR difiere de la Justicia española, porque «cuando un refugiado sale del país sin permiso o porque lo están persiguiendo, renuncia a ese estatus». Desde ACNUR derivaron su caso a CEAR y a Rocío Cuéllar, quien tras examinar las pruebas aportadas por Héctor