Margarita Saona

Despadre


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superiores). Norma Fuller ha observado el complejo balance de las poblaciones masculinas en el Perú: cuando lo femenino se presenta como frontera simbólica de lo masculino y los varones no blancos se asocian con lo dominado, se hace necesario distanciarse de esa asociación por feminizante. Dice Fuller:

      […] las divisiones étnico/raciales establecen una jerarquía de los cuerpos que infantiliza y feminiza a los varones de las etnias/razas subordinadas, atribuyéndoles características que corresponderían al cuerpo estereotipado de la mujer: pasividad, debilidad, falta de confiabilidad, emocionalidad infantilismo (2001, p. 26).

      Pero desde esos cuerpos disminuidos se plantea «una inversión de valores que coloca a los subordinados en posición superior a los hegemónicos» (p. 27) al destacar, por ejemplo, la fuerza física y la sexualidad como atributos netamente masculinos. De esta manera, en los estudios de Fuller —centrados a finales del siglo XX— se puede observar cómo distintos sistemas de valores compiten en la imagen que los varones peruanos contemporáneos tienen de sí mismos: aquellos con menos acceso al poder político o económico tienden a otorgarle mayor importancia al trabajo físico o a su desempeño en el terreno sexual que al inalcanzable poder político o económico.

      Desde otra perspectiva, el modelo de ese patriarcado del salario que conforma la familia nuclear también se presta a un enfoque psicoanalítico. En el paradigma psicoanalítico propuesto por Sigmund Freud y revisado por Jacques Lacan, el padre encarna el poder y controla el cuerpo de la madre y de los hijos. El sujeto (varón) se identifica con el padre y, al mismo tiempo, ve en él a un rival al que debe derrotar para así ocupar su lugar. Kaja Silverman (1992) reelabora la matriz psicoanalítica incorporando nociones althusserianas de interpelación a los principios lacanianos de la Ley del Padre: el sujeto es interpelado al mismo tiempo desde una economía de mercado y desde el imperativo de cumplir con un rol sexual determinado que es la manifestación misma de un orden (la ley). Ese «patriarcado del salario» es lo que la autora denomina la ficción dominante: la creencia aceptada por la sociedad en general de que el varón es el jefe de familia. Según Silverman, el hecho de que el cuerpo masculino posea órganos sexuales externos contribuye a la idea de que —a diferencia de las mujeres— los hombres no han sido «castrados» (p. 42). Pero esa imagen de que los hombres poseen un cuerpo completo, entero, sin mella, informa también una imagen de la realidad que la sociedad asume: esta masculinidad incólume debe encarnar la unidad de la familia y la estructura social.

      Traduzco directamente de Silverman:

      Nuestra ficción dominante lleva al sujeto masculino a verse —y al sujeto femenino a verlo y desearlo— solo a través de una imagen de integridad física. Esta ficción nos lleva a negar cualquier noción de castración masculina asumiendo la identidad entre el pene y el falo, entre el padre real y el padre simbólico (p. 42).

      La autora piensa que es posible encontrar manifestaciones de masculinidades que se articulan al margen de la ficción dominante. Estas serían formas de masculinidad que reconocen y aceptan la castración y la otredad. Sin embargo, lo que veo como una fractura en la ficción dominante en el caso peruano no produce un sistema de género sexual alternativo (aunque podríamos ver, entre ciertos grupos, avances en esa dirección, otras formas de ser, que se manifiestan en la plástica, el teatro, la performance y otros productos culturales contemporáneos). Las fisuras en la ficción dominante peruana simplemente producen un sistema fracasado en cuanto busca afincar el poder en la diferencia sexual. Repito que no es que desee un patriarcado «exitoso» para el Perú, lo que digo es que el fracaso en la producción de una imagen patriarcal permea la cultura peruana con un aura generalizada de fracaso. Mientras que lo deseable sería una sociedad igualitaria y mientras que reconocemos que ciertos sectores de la población están redefiniendo su comprensión del género y de la sexualidad, la producción cultural del país parece estar obsesionada con los pecados del padre.

      La masculinidad en nuestra literatura

      En los relatos peruanos que analizaré, el padre —que debería encarnar la ley— es incapaz de proyectar una imagen aceptable de la ficción dominante, y la creencia que debería sostener que el patriarcado es la encarnación de la ley se nos muestra como ficción. Aquí, el lugar del padre está marcado por el horror, la vergüenza, la culpa o el cinismo y es imposible o indeseable ocupar ese lugar. Nuestra literatura presenta una y otra vez masculinidades problemáticas en las que la violencia y la corrupción aparecen como reacciones a la castración simbólica del patriarcado poscolonial. La condición poscolonial en la jerarquía de poder del patriarcado peruano es, en palabras de Cesar Vallejo, ese «socavón, en forma de síntoma profundo» (1979, p. 133). y lleva a muchos de los protagonistas de esas historias a la destrucción, el desencanto o la inacción.

      Al observar las representaciones de la masculinidad en nuestra cultura es inevitable encontrar imágenes castrantes o castradas en muchos de nuestros autores canónicos: vemos padres abusivos o impotentes en las novelas de Mario Vargas Llosa y José María Arguedas, al inca decapitado en La Nueva Crónica de Guamán Poma, hombres obsesionados con su honor, pero dispuestos a eludir las leyes en las tradiciones de Ricardo Palma. Y, mientras que existe un número de escritores que son capaces de ofrecer nuevas perspectivas en cuestiones de género —pienso, por ejemplo, en Karen Luy de Aliaga, Karina Pacheco, Pedro Pérez del Solar, Claudia Salazar Jiménez, Gabriela Wiener, entre otres— mucha de la nueva literatura sigue girando en torno a los pecados del padre, a padres ausentes o perversos o capaces de pervertir instituciones y de torturar mujeres en el mismo aliento.

      El inca decapitado

      Fuente: Biblioteca Real de Dinamarca

      El propósito de este estudio es indagar en esas representaciones de la masculinidad en el Perú para así entender cómo las definiciones del género sexual están imbricadas con una visión del país que arrastra el legado colonial. El ver hasta qué punto esas concepciones del género, que reflejan y a la vez reproducen los traumas de la dominación colonial, podrían ayudarnos a deconstruir los esquemas normalizados de lo masculino y lo femenino y así transformar la propia imagen de nuestra sociedad.

      * * *

      Un cuento que tal vez parezca marginal al canon de la literatura peruana revela con toda claridad las fracturas en el imaginario nacional de la masculinidad. Se trata de «El engendro» de Siu Kam Wen, publicado originalmente en 1988 y reeditado en 2014 por la editorial Casatomada. Considero que este es un cuento peruano por su lugar de publicación, por su tema, por la materialidad de la lengua en que se narra, aunque haya sido escrito por un autor de apellido chino.

      Nacido en China, Kam Wen llegó al Perú a los nueve años y es aquí donde entra al mundo literario antes de emigrar de nuevo, esta vez a Hawái. El cuento narra la dramática historia del capitán peruano Ignacio la Barrera, quien al volver a casa derrotado después de tratar de luchar contra la ocupación chilena encontró a su mujer con cinco meses de embarazo, y se nos sugiere que ese embarazo tenía que ser fruto de una de las muchas violaciones de la ocupación. La segunda parte del cuento narra la historia del niño, Horacio, que, abandonado a la crianza de su abuelo materno, crece bajo el oprobio de ser llamado «el bastardo» o «el chilenito».

      Al hacerse adulto, Horacio se propone confrontar a su madre y averiguar la verdad de su nacimiento. En las últimas páginas se va descubriendo que, aunque Horacio «había esperado lo peor… había más allá un horror de mayor proporción» (p. 92). El último párrafo, con el suicidio de Horacio y el asesinato de su abuelo, revela que el trauma de la guerra era apenas el escenario para otros traumas. El «engendro», este pobre niño visto como un monstruo injertado en el seno de la nación, no era el fruto del desbande y la violencia de las tropas chilenas, sino del íntimo horror del incesto: el abuelo de Horacio era también su padre.

      El relato de Kam Wen lleva a sus lectores a imaginar el honor del capitán La Barrera mancillado por un enemigo externo, su hombría puesta en cuestión ante el cuerpo de su mujer gestando el fruto de otro hombre, del enemigo que dominó y humilló a los peruanos. Sin embargo, el perverso desenlace revela que el monstruo no viene de fuera, sino de la propia y aristocrática estructura patriarcal que supuestamente intentaba defender ese