centrales a la literatura nacional. El capitán, el bastardo y el padre-abuelo son los protagonistas, son los que hacen, son quienes perpetran la violencia contra la mujer y contra sí mismos y son también los que más sufren. La madre vejada es un personaje casi aleatorio. El abuso sexual, la violación de una mujer por su propio padre, aparece apenas como el efecto secundario de la perversión de las estructuras homosociales de poder. En lugar de mantener la pureza de sangre —que transfiere el control sobre la sexualidad de la mujer a otros hombres quienes debían mantener intacto el territorio nacional según los principios del patriarcado—, la verdadera homosocialidad muestra sus debilidades en la endogamia del incesto.
La idea de que la literatura revela el entramado social del patriarcado no es nueva ni es exclusiva de la literatura peruana. Ya en 1985, Eve Kosofsky Sedgwick propuso que las relaciones homosociales entre hombres articulan la literatura inglesa. Para Sedgwick, toda sociedad dominada por hombres va a mostrar la forma en que el deseo entre ellos mantiene y transmite el poder patriarcal.
Cuando habla de deseo, Sedgwick no se refiere necesariamente al deseo sexual, pero tampoco lo excluye. Las relaciones entre hombres pueden mostrar un amplio espectro, desde la homofobia compartida, pasando por la solidaridad, hasta el deseo sexual y, aunque a veces este tipo de relaciones imponga jerarquías entre los hombres, también provee las bases materiales para una estructura social en la que las mujeres son dominadas. Al mostrarnos estas «cosas de hombres», la literatura, el cine, y otros productos culturales nos muestran también la sociedad que las produce y que a su vez recibe sus efectos.
El cuento de Kam Wen nos permite ver que el conflicto de la masculinidad peruana se define sobre una estructura fantasmal bajo la que se esconde una estructura primaria. René Girard (1976) estableció en Deceit, Desire, and the Novel la forma en la que la rivalidad de los dos miembros activos de un triángulo erótico presenta un equilibrio de poder.
En apariencia, «El engendro» establece la rivalidad entre el honorable caballero peruano y la salvaje soldadesca chilena, pero luego nos revela que el verdadero enemigo es uno mismo o un reflejo de uno mismo (el padre de la esposa).
Este cuento presenta dos horrores fundamentales para el modelo de hombre peruano que representan el capitán La Barrera y su hijo Horacio: el de ocupar el papel del vencido humillado frente al poder extranjero y el de ser fruto de la propia corrupción. El fenómeno del hijo que descubre el papel central de su padre en los males del país se repite con insistencia en la narrativa peruana contemporánea. El sujeto narrativo que confronta ese saber llega a ser entonces incapaz de tomar una posición frente a la corrupción.
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Es necesario recalcar que, si se considera que la propia idea de una nación peruana no es unívoca ni carente de conflictos, sería reductor interpretar las tradiciones literarias de nuestro país a partir de un único modelo. Tomando las palabras de Antonio Cornejo Polar, podemos decir que:
La conflictiva multiplicidad de nuestra tradiciones literarias es parte de la densidad heteróclita de la literatura peruana en su conjunto, de la índole quebrada de una cultura sin centro propio, o con varios ejes incompatibles, y de una sociedad hecha pedazos por una conquista que no cesa desde hace cinco siglos» (1989, p. 19).
Sería pretencioso asumir que una línea de lectura puede explicar todas las dinámicas de género que se manifiestan en la literatura peruana; sin embargo, creo que sí es posible establecer un eje importante para comprender nuestra cultura a través del análisis de los patrones de la masculinidad en estos textos.
Me interesa indagar la manera en la que la literatura peruana articula una masculinidad en crisis en torno a una serie de traumas históricos, y une así los conflictos de género al destino de la nación. Pero resulta evidente que los traumas históricos también son una articulación de la memoria que responde a una versión de lo nacional. Las batallas por la memoria que presenciamos en las primeras décadas del siglo XXI son testimonio de que no existe un consenso sobre la nación peruana y su historia (Hamann, 2003).
Propongo que las imágenes de una masculinidad quebrantada o, por lo menos, conflictiva toman formas específicas que responden o a la elaboración de un trauma histórico o la percepción del trauma histórico de una sociedad irremediablemente escindida. Existe, a mi parecer, una imagen fundacional para el imposible patriarcado peruano: el mito del Inkarrí. La versión más corriente se resume de la siguiente manera: cuando los españoles mataron al último inca, le cortaron la cabeza y la escondieron, pero su cuerpo está creciendo bajo la tierra; un día, el cuerpo y la cabeza se reunirán, el mundo se transformará una vez más con un nuevo Pachacuti —una genuina revolución transformadora— y los incas gobernarán otra vez.
En un artículo titulado «La migración de Inkarrí», Peter Elmore (2017) analiza cómo, entre las distintas versiones del mito recogidas por los antropólogos, la que se popularizó desde los años sesenta en adelante es la versión mesiánica. Elmore insiste en que las versiones que se enfocan en el mito de origen son vistas como producto de las comunidades más aisladas, menos afectadas por, en palabras de José María Arguedas, «la contaminación hispánica» (Arguedas, 2012b, p. 506).
Elmore sostiene que el éxito de difusión de la versión mesiánica refleja el entusiasmo de los antropólogos e intelectuales que veían en ese Inkarrí un reflejo de sus propios deseos de una revolución que acabara con el régimen oligárquico que dominaba el país. Proyectaban en la imagen del retorno del Inkarrí —tras su muerte y decapitación— lo que denominan y generalizan como una utopía andina, poshispánica, anticolonial y reivindicativa.
Si bien Elmore no se enfoca en los aspectos de género implícitos en las distintas versiones del mito, hay que señalar que la versión de Q’ero que él denomina etiológica —la que apunta al origen de la cultura y que es con frecuencia olvidada por la indiferencia de los intelectuales de la segunda mitad del siglo XX—, incluye una pareja fundadora: Qollarí e Inkarí. En otras palabras, el mito fundador en que se veía la complementariedad de género que caracterizaba a gran parte del mundo andino es escatimado, mientras que lo que permanece en el imaginario de los intelectuales peruanos de la izquierda de mediados del siglo XX es la del héroe decapitado, es decir, castrado. El héroe mesiánico debería prometer la redención, pero, como nota Elmore, ya en «Puquio, una cultura en proceso de cambio», Arguedas se refiere a «mestizos escépticos» (p. 46). La cita que el autor escoge es extremadamente reveladora:
Inkarrí vuelve, y no podemos menos que sentir temor ante su posible impotencia para ensamblar individualismos quizás irremediablemente desarrollados. Salvo que detenga al Sol, amarrándolo de nuevo, con cinchos de hierro, sobre la cima del Osqonta y modifique los hombres; todo es posible tratándose de una criatura tan sabia y tan resistente (Arguedas, 2012a, p. 290).
Solamente un milagro haría que Inkarrí no fuera impotente ante el cambio. Elmore observa la ironía amarga que deja filtrar el escepticismo de Arguedas. Lo que había observado Arguedas era una transformación en la nueva cultura de Puquio que la hacía mestiza, la transformaba hacia una peruanidad incapaz de creer en el héroe redentor, el héroe que volvería a recuperar la entereza de su cuerpo, a negar la muerte y, por ende, la castración también. ¿Cómo encarnar el mito del héroe que volverá de la muerte?
En 1986, Alberto Flores-Galindo recibió el premio Casa de las Américas por su libro Buscando un Inca: Identidad y utopía en los Andes, que se convirtió en uno de los libros peruanos más influyentes de esa década. Al presentar y analizar las distintas vertientes del mito del Inkarrí, Flores-Galindo expresa mucha de la ambivalencia y el deseo de la izquierda peruana: la revolución es la revolución de ese inca decapitado que debe volver a ser uno y a establecer un nuevo orden.
Eran años trágicos en la historia del Perú. La guerra entre Sendero Luminoso (SL) y las fuerzas armadas dejó una estela de muerte y destrucción. Para algunos, la tesis de Flores-Galindo de un mundo en el que todo debía destruirse para que se diera el Pachacuti podría ser consistente con la destrucción creada por SL, la revolución total necesaria para el surgimiento de un Nuevo mundo. Aunque el planteamiento de Flores-Galindo tuvo gran acogida y promovió una idea de este grupo armado como un movimiento milenarista asociado a la tradición indígena andina, esta tesis fue refutada por quienes reconocieron