que deriva su capital social del poder económico y de los circuitos de poder a los que pertenece, excepto entre los jóvenes, que todavía no tienen pleno acceso a ese poder y necesitan probarse frente a otros jóvenes.
Fuller revela que independientemente de la clase social o del origen étnico, la mayoría de los hombres ve la paternidad como la consagración de su hombría (2001). Esto ratifica, si apelamos al enfoque psicoanalítico planteado por Silverman, hasta qué punto la sociedad peruana está permeada por la ficción dominante: la figura del padre supone la negación de la castración y el establecimiento del orden. Desde esa perspectiva, las paternidades fallidas o destructivas que encontramos en la cultura peruana nos descubren un patriarcado incapaz de sostener sus propios principios.
La figura del padre ausente es casi un cliché, pero fue uno de los primeros focos en los estudios de masculinidad durante la década de los años cincuenta y sesenta. En América Latina, ese lugar común puede trazarse hasta la conquista en la imagen del español que violaba mujeres indígenas, procreando niños que crecerían sin padre. Muchos ensayos latinoamericanos invocan esta imagen al tratar de examinar los problemas de identidad, raza y género, desde «Los hijos de la Malinche», publicado por Octavio Paz en 1947, hasta «Madres y huachos» de Sonia Montecino (1991), en las postrimerías del siglo XX. Al abandono del padre, se añade la violencia perpetrada contra la madre y esas imágenes acechan a los hombres peruanos de origen mestizo. El padre es un violador o está ausente o es simplemente un déspota y, en consecuencia, la crisis de la autoridad masculina es generalizada. Ese padre ausente aparece en la ficción como la problemática figura de un padre transgresor.
Gonzalo Portocarrero (2004) sostuvo que la transgresión es parte del carácter criollo en el Perú como un legado de su pasado colonial. Aunque al hablar del goce criollo, Portocarrero no trata específicamente el género, su estudio revela el dilema que los hombres de una sociedad poscolonial encuentran ante el hecho de un poder que siempre está en otra parte: mientras que los hombres peruanos deberían encarnar la autoridad en su propia sociedad, los criollos estaban sometidos desde el principio a la corona española y luego a las fuerzas del imperialismo. Hay una brecha infranqueable con respecto a una ley vista como ajena y que las propias autoridades que deberían aplicarla terminan por manipular. El resultado fue no una actitud antihegemónica, sino una hegemonía fracturada, una perspectiva irónica, escéptica y distante respecto a los ideales morales que suelen dar orden y sentido a una sociedad.
Vale la pena resaltar que el término criollo no es usado aquí en el sentido original de hijos americanos de padres españoles. Juan Carlos Ubilluz (2006), quien también explora eso que Portocarrero llama el carácter criollo, lo define como una relación específica con la ley, una particular forma de cinismo. Para Ubilluz, el énfasis que Portocarrero pone en lo colonial lo limita demasiado, ya que hay eventos posmodernos que agravan ese cinismo, tales como el fracaso de las iniciativas socialistas y de los proyectos colectivos, así como la globalización del mercado. Propone que el individualismo exacerbado del capitalismo tardío cataliza y hasta cierto punto legitima la transgresión criolla, la normaliza.
El análisis de Ubilluz es particularmente relevante para mi trabajo sobre masculinidad, dado que vincula una perspectiva sobre el cinismo en el Perú con el papel del Nombre del Padre en el capitalismo tardío. Siguiendo las ideas de Slavoj Žižek y Alenka Zupančič, Ubilluz sostiene que, mientras la modernidad cuestionaba la prohibición paterna sustituyéndola con un nuevo orden simbólico, la razón y el progreso, por ejemplo, para los sujetos posmodernos es la noción de autoridad misma la que se ha perdido de manera irreparable. Cuando el padre biológico —el real— tiene que implantar la represión y, al mismo tiempo, encarnar una imagen ideal que nadie puede realmente alcanzar, el niño simplemente cuestiona su autoridad, pero es capaz de imaginar otro orden. Cuando la prohibición paterna no existe, cuando no hay autoridad, lo único que existe es un individualismo narcisista.
El «padre transgresor» de Ubilluz es el extremo opuesto al de la masculinidad marginal de Silverman: el padre transgresivo rechaza la castración simbólica y cree en su individualidad. El autor muestra cómo estos individuos no se transforman en sujetos, sino en objetos que están sujetos al consumismo, consumidores a la merced del mercado, guiados por la idea de que todo deseo puede ser satisfecho para alcanzar la plenitud.
El análisis de Ubilluz de Los cuadernos de don Rigoberto devela un ejemplo extremo de la imaginación neoliberal de Vargas Llosa: don Rigoberto, el padre, incita el affair entre su hijo adolescente y su nueva mujer, además de otras prácticas sexuales que niegan la idea de la prohibición a favor de la de las libertades individuales.
La disonancia entre el padre ideal y el padre real parece ser una constante en la producción cultural peruana. Su narrativa está llena de hijos que viven bajo la sombra de padres distantes, débiles, pervertidos o enfermos. Sin embargo, probablemente el ejemplo más conocido de una figura paterna controversial venga otra vez de Vargas Llosa y de una de sus novelas más reconocidas: Conversación en La Catedral. Publicada originalmente en 1969, este relato altamente experimental fue tomado, incluso por historiadores, como uno de los más importantes testimonios de la dictadura de Manuel A. Odría en el Perú de la década de los años cincuenta. El famoso leitmotiv de la novela «¿En qué momento se había jodido el Perú?» parece encontrar respuesta cuando Zavalita, el protagonista, descubre la homosexualidad de su padre y el hecho de que él era el único que trataba de sostener la imagen incólume de este: «Fue ahí […] en el momento que supe que todo Lima sabía que era marica menos yo» (p. 432). Ese hecho parece casi más importante para Zavalita que el de que su padre esté involucrado en la corrupción del gobierno y en por lo menos un asesinato.
En la reciente novela de Gustavo Faverón Patriau, Vivir abajo (2019), dos personajes, que podrían ser los dictadores Pinochet y Stroessner o sus subrogados, mantienen la siguiente conversación con uno de los personajes principales, George Bennett, acerca del que presumen es su padre, un arquitecto torturador que usa el nombre de Egon Schiele:
Mis respetos, dijo el de uniforme blanco, mirándome a los ojos. Pero no debe ser fácil tener un padre como él, repitió el otro... Ya el solo hecho de tener un padre es un problema, dijo el de uniforme blanco: tener un padre como ese deber ser un problema atroz, un señor problema (2019, p. 373).
Ese problema atroz se manifiesta una y otra vez en muchos de los textos publicados en las últimas décadas. Por poner algunos ejemplos, mencionaré la historieta Anotherman (1999) de Juan Acevedo, las novelas La hora azul (2005) de Alonso Cueto, La historia de un brazo (2019) de Ricardo Sumalavia, y La distancia que nos separa (2015) de Renato Cisneros. Tal vez sea esta última novela el caso más emblemático, dado que el narrador protagonista que lleva el nombre del autor trata de reconciliar su propia imagen con la de su padre, el Gaucho Cisneros, que para muchos es una figura oscura por su apoyo a los dictadores de la región. El padre de la novela de Cisneros, el general representante de la ley y el orden, es una encarnación de la ilegitimidad, que viene de un linaje de hombres quienes repetidamente han engendrado hijos fuera del matrimonio, incluyendo al propio narrador.
En la novela El Espía del Inca sí se menciona el mito de la decapitación del inca, pero no es solo ello, sino que además este ha sido desprestigiado. El sacerdote Apu Sana impugna a Atahualpa:
Eres un impostor. Un verdadero Hijo del Sol no profanaría las lágrimas de su Padre (el oro) diciendo que son suyas como tú. No las entregaría a manos manchadas, manos extranjeras, a cambio de su cogote... Tú no eres el Hijo del Sol. Tú eres una fuerza corruptora que quiere destruirlo (p. 157).
Nos encontramos una y otra vez con padres que han pervertido su herencia, que han traicionado, y que además han sido vencidos, humillados, castrados... Es imposible respetar la Ley del Padre cuando el padre mismo es ilegítimo y la masculinidad de ese patriarcado corrupto se ejerce tratando de imponer la ficción dominante de un cuerpo masculino no castrado. Pero esa ficción, ese aparentar un cuerpo masculino intacto y poderoso, se traduce en violencia y trauma, tanto en los hombres que buscan encarnar una imposible masculinidad hegemónica, como en quienes sufren los daños de esa búsqueda.
El primer capítulo de este libro, «Los pecados del padre: la corrupción del poder en Conversación en La Catedral», analiza dicha novela. Esta ha sido considerada emblemática en