Diego René Gonzales Miranda

Identidad Organizacional


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aspectos constituyentes IO de MM

       GRÁFICA 4. Relación entre la identidad personal y profesional y la IO

       GRÁFICA 5. Diseño general de la investigación

       GRÁFICA 6. Espiral del conocimiento y fases del proceso investigativo

       GRÁFICA 7. Aspectos que intervienen en el análisis de los datos

       GRÁFICA 8. Segundo sistema categorial: construcción de IO de los MM

       GRÁFICA 9. Relación y clasificación de las categorías de análisis de los MM

       GRÁFICA 10. Relación y clasificación de las categorías de análisis de los directivos

       GRÁFICA 11. Categorías preliminares y emergentes desde MM

       GRÁFICA 12. Categorías preliminares y emergentes desde directivos

       GRÁFICA 13. Construcción de las categorías emergentes de los directivos

       GRÁFICA 14. Construcción de las categorías emergentes de los mandos medios

       GRÁFICA 15. Estructura del Grupo Nutresa

       GRÁFICA 16. Estructura organizacional de Comercial Nutresa

       GRÁFICA 17. Ritos y celebraciones anteriores

       GRÁFICA 18. Categorías preliminares, actores sociales y ejes de referencia

       GRÁFICA 19. Formas de control

       GRÁFICA 20. Identidad personal, profesional y organizacional en el tiempo

       GRÁFICA 21. Construcción identitaria de los MM como proceso liminal

       GRÁFICA 22. Construcción de la IO como un equilibrio liminal

      Narra el mito griego que Minos, rey de la isla de Creta, debía honrar a Poseidón sacrificándole cada año al más hermoso de los toros de su hato. Sin embargo, en una ocasión el monarca, incapaz de renunciar al animal correspondiente debido a su indecible belleza, tuvo a bien reemplazar al toro por otro ejemplar de inferior condición, creyendo inútilmente que el dios no se percataría del ardid. En venganza, la colérica divinidad de los mares infundió en Pasifae, esposa de Minos, un apetito sexual indomeñable por el toro verdadero.

      La reina, en búsqueda de la satisfacción de semejante impulso, se sirvió de un complejo disfraz de vaca confeccionado por Dédalo y halló la forma posible de engañar y seducir al toro para que la poseyera. De esa unión, a todas luces ilegítima, fue concebida una criatura monstruosa con cabeza de toro y cuerpo de hombre cuya naturaleza indomable hizo meritorio que nuevamente Dédalo prestara su auxilio al rey, en este caso para construir con ayuda de su hijo Ícaro, un enorme laberinto que permitiera mantener a buen recaudo a la terrible bestia que sería conocida como Minotauro.

      En pago de una antigua ofensa contra Creta, Atenas debía sacrificar catorce vírgenes de ambos sexos cada nueve años, quienes eran devorados por la feroz criatura que habitaba el laberinto. Una de sus víctimas alcanzó a profetizar en su último momento, que en alguno de los grupos llegaría un joven que le daría muerte a la bestia. El vaticinio habría de cumplirse en tiempos del reinado de Egeo, quien ocultó en el lote de vírgenes a su hijo Teseo.

      A su llegada a la isla de Creta el príncipe ateniense y la hija del rey Minos, Ariadna, sintieron el uno por el otro el más verdadero de los amores, aquel que solo se da en el intercambio del primer gesto, de la primera mirada. La fuerza de Eros hizo que el hijo de Egeo le confesara a su amada que tenía por misión dar muerte al Minotauro. A sabiendas del destino deparado a su amado, la hermana de la bestia ideó, una vez más con ayuda de Dédalo, la manera de evitar que Teseo se perdiera en el laberinto entregándole una madeja de hilo que lo guiara de regreso hacia la entrada en caso de que Fortuna lo acompañara en su propósito.

      Una vez muerto el monstruo a manos de Teseo, el príncipe se hizo a la mar de regreso a Atenas acompañado de Ariadna, mientras que Egeo observaba desde los riscos esperando ver a lo lejos la embarcación. El padre le había hecho prometer a nuestro héroe que, para notificarle la supervivencia y la victoria, habría de cambiar la original vela negra en el mástil por una vela blanca. Empero, en medio de la dicha por el amor y el triunfo, Teseo olvidó cumplir la promesa.

      Fue así que Egeo al ver a lo lejos que la nave tenía izada la vela negra creyó que la barca portaba el cadáver de su hijo. El rey de Atenas no soportó su dolor ni su culpa por haberlo enviado hacia las fauces del Minotauro y se arrojó al acantilado para encontrar la muerte en el mar que ahora lleva su nombre.

      El barco que traería de regreso a los jóvenes vírgenes con Teseo al mando fue conservado por sucesivas generaciones de atenienses mediante continuas mudas, retoques y recambios, hasta el punto que la embarcación que había llevado y traído a Teseo no contaba ya con una sola de sus tablas, clavos ni bisagras originales.

      Esta narración ha permitido la formulación de una impertinente pregunta que apunta al problema de la identidad y que hoy conocemos como la paradoja de Teseo, la cual podría expresarse de la siguiente forma: la barca que ahora vemos en el relato ¿es realmente la barca de Teseo? O como suele ser más reconocida: notificados de las recurrentes reformas que sufrió el navío para su constante reparación, al punto de que en ella no existe ya la más minúscula de las cuñas de madera originales, ¿podríamos decir que se trata de la misma barca?

      En otra narración, más cercana en el tiempo, Borges1 nos relata los lamentos de un desdichado llamado Asterión, quien es aquejado de inefable soledad en su enorme casa, de la que promete no volver a salir nunca debido al desprecio de la gente.

      A pesar de que la formidable casa de Asterión permanece con las puertas abiertas para, como él mismo afirma, “que entre el que quiera”, el abandonado es acusado de soberbia, misantropía y locura. Para hacer más insufrible el tedio, nuestro protagonista declara ser analfabeto; ante la sucesión interminable de largas noches el desventurado deplora: “Jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer”.

      En rescate de esa soledad, de tanto en tanto algunas gentes entran a su casa para que Asterión los libere de todo mal: “Oigo sus pasos o sus voces en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos”.

      En cierta ocasión uno de esos visitantes le notifica al sufriente que algún día llegaría su redentor. La dicha por la noticia invade al adolorido: “Desde entonces no me duele la soledad”, dice Asterión, “porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo [...] Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?”.

      La narración de Borges nos priva de asistir al encuentro de Asterión con su redentor, y solo nos permite saber el final de la historia:

      “El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba un vestigio de sangre.

      —¿Lo creerás, Ariadna? –dijo Teseo–. El minotauro apenas se defendió”.

      Como vemos en este cuento de Jorge Luis Borges, titulado “La casa de Asterión”, la narración se subvierte. Los lectores menos avezados, al no conocer el nombre del Minotauro, nos notificamos con sorpresa de que la terrible bestia de la primera historia es el mismo sufriente que libera de todos los males a los “visitantes” quienes eventualmente acuden hacia él. Advertimos también que la enorme casa es el laberinto construido por Dédalo y que la criatura que en el primer relato nos despierta el más terrible horror, en la segunda narración nos provoca sentimientos de lástima y ternura. De igual manera, nos percatamos de que el príncipe Teseo quien en la primera historia es el furtivo asesino de la bestia, en la segunda se