Rosa Castilla Díaz-Maroto

El frágil aleteo de la inocencia


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original fuese Cuba. Conoció dos años después a su madre, una virginiana, según él, de armas tomar. Alta, muy guapa, con unos enormes ojos verdes que tanto él como su hijo Alan han heredado.

      El señor Carson me observa desde su asiento y me sonríe.

      —Denota preocupación señorita Álvarez, pero… si me lo permites… Marian… prefiero llamarte por tu nombre, sobre todo cuando no estemos en el trabajo. No necesitamos tanto formalismo fuera de él. Así nos resultará más natural a los dos el trato, pero sobre todo a ti.

      —¡Oh! Yo… señor Carson…—titubeo—, me resulta muy difícil llamarle por su nombre de pila, aunque sea extraoficialmente. Yo… preferiría llamarle por su apellido señor; me sentiría más a gusto en todo momento.

      No me veo llamándole por su nombre de pila “Donald”.

      —¿También vas a tratar siempre de usted a Alan? No creo que le guste, es joven y… viniendo de ti, le va a hacer sentirse mayor de lo que en realidad es —ríe abiertamente. Tengo ganas de ver la cara que va a poner cuando te dirijas a él —no deja de reír, la idea le divierte.

      —Yo… no lo sé, señor —contesto con timidez.

      —No tengas reparo pequeña.

      —La verdad es que me da miedo meter la pata en una reunión importante, tratarles de tú en el momento más inoportuno, delante de gente muy importante… solo de pensarlo…

      —Ahora te sientes insegura, pero ya verás cómo te va resultar fácil. Eres una gran profesional.

      Se me escapa, sin querer, una carcajada.

      —Lo siento señor —sigo riendo—. Creo que es usted muy optimista. Me queda mucho para ser esa gran profesional.

      El ríe también. Arquea las cejas con gesto de sorpresa.

      —He visto y oído como has tratado, defendido y expuesto importantes proyectos de los cuales has salido airosa. Te queda que aprender, sí, pero tienes una buena base. Estos meses de rodaje te han venido bien. El mercado americano es otra historia está claro, pero por eso no te preocupes, tienes a dos buenos maestros a tu servicio, sobre todo al mejor, Alan.

      —Confía mucho en su hijo.

      Me muestra una generosa sonrisa rebosante de orgullo.

      —Es innovador. Ha regenerado la empresa en muy poco tiempo. La ha proyectado a lo más alto. Para mí es un orgullo.

      —Usted es el fundador y tengo entendido que su compañía siempre ha sido puntera.

      —Cierto, Alan —le brilla la mirada al pronunciar su nombre—, es un chico inteligente y emprendedor. En tres años le ha dado un nuevo impulso. Creo en él y en su proyecto de mejorar día a día. Producir, trabajar duro, repercutir beneficios en los empleados para mejorar su calidad de trabajo y porque no, también sus vidas. Es importante el rendimiento de nuestra gente. Es primordial para crecer, competir, para ser mejor como empresa y como personas.

      —Bonita filosofía, señor Carson.

      Frunce levemente el entrecejo a la vez que ladea la cabeza, mientras me mira con cierta curiosidad, como si quisiera adivinar lo que pienso.

      —Te puedo asegurar que por ahora es un rotundo éxito.

      —Ya me lo habían comentado.

      —¿Trabajadores de la filial?

      —Sí señor, con los pocos que he llegado a tener relación. También he leído artículos en las más prestigiosas publicaciones sobre economía.

      No puedo evitar sentirme incómoda por la manera en que me mira. Hay momentos en que se aprecia cierta amargura en sus ojos.

      —Ya veo —titubea.

      —Me han contado… permítame que se lo pregunte, señor, me han contado que sabe el nombre prácticamente de todos los empleados de la filial. Desde el director financiero hasta el que distribuye la correspondencia. ¿Es eso cierto, señor?

      —Cierto —asiente ligeramente con la cabeza—. Solo se me escapa alguno que otro, tal vez porque son trabajadores que se han incorporado recientemente a la empresa o porque no he coincidido con ellos en ningún momento.

      —¿Casi todos los días pasa usted por los departamentos?

      Sonríe a la vez que pone cara de sorprendido.

      —Eres muy tenaz.

      —Quería saber si solo eran leyendas —me pongo colorada a la vez que me reprocho ser tan cotilla.

      —No son leyendas. Me gusta saber que necesidades tienen mis empleados. Y aunque para ello hay un departamento, me gusta saberlo de primera mano. No quiero conflictos que afecten al rendimiento de la empresa. No quiero malos entendidos. Me gusta saber qué es lo que se cuece en todo momento.

      —Pero… y en las demás filiales y empresas adheridas a su compañía ¿cómo pueden controlarlas si no están en ellas?

      —Vaya. Me estás dejando perplejo, Marian. Me estás haciendo toda una interviú. Es una buena pregunta —sonríe con orgullo.

      —El trato ya no es tan personal —elevo levemente las cejas a modo de ¿qué me responde a eso?

      —Marian. ¡No dejas de sorprenderme! Esta charla está siendo muy entretenida, se nos va hacer corto lo que queda de viaje.

      —¡Oh! Le vuelvo a pedir disculpas, señor —tomo aire y lo suelto lentamente—. Soy demasiado curiosa.

      —No, está bien —asiente con la cabeza—. Me gusta que seas tenaz… y me encanta que seas curiosa. No tiene por qué ser cierto el dicho “la curiosidad mató al gato”. Gracias a personas con curiosidad desmedida, se ha logrado progresar, mejorar, inventar y descubrir. No siempre en beneficio de la humanidad, pero sí en gran parte —estira su brazo y me da una palmada sobre la mano que reposa en el apoyabrazos de mi asiento a modo de: “tranquilízate, Marian, no me molestan tus preguntas impertinentes”—. Te lo voy a explicar: periódicamente tanto Alan como varias personas de toda confianza e incluso yo hacemos visitas inesperadas a lo largo del año a nuestras filiales. Nos reunimos con los responsables de cada una de ellas y a continuación con los responsables de recursos humanos. Posteriormente escojo un porcentaje más o menos del personal al azar, nos reunimos con ellos y tras esa reunión, les entrevisto uno a uno en privado. Quiero saber firmemente cuales son las inquietudes de mis trabajadores. No me gusta que me maquillen o me disfracen la realidad. Es algo que odio.

      Vaya, al igual que a su hijo Alan, a él también le gusta saber los pormenores de primera mano.

      —Me deja asombrada. Pero puede que esas personas no se atrevan a contar la realidad por miedo a represalias. ¿Y tienen tiempo para ello? —me sorprendo por seguir preguntando, me fluye un torrente de preguntas que hacer por la cabeza y no soy capaz de detenerlas.

      Sonríe de nuevo. Su mirada es especial. Sus ojos recorren mi cara como si en mí viera a otra persona y… no a mí, ¿qué extraño? Se toma su tiempo para contestar.

      —Hay tiempo para todo. Si hay tiempo para jugar al golf o navegar, hay tiempo para ocuparse de tus propios trabajadores, son mi responsabilidad. Yo los contrato y me ocupo de ellos, así ellos, se ocuparán de mi empresa. Y con gente responsable como la que trabaja en mis empresas puedo estar tranquilo de que todo funciona y funcionará a las mil maravillas, sin sobresaltos. Así se garantiza su futuro, el mío y el de mis hijos. Y referente a tu duda sobre si los empleados son capaces o no de contar la verdad por miedo a represalias… eso se ve y se nota, son muchos años de experiencia tratando con todo tipo de personas, ahí es donde se ve de verdad si los directivos llevan a cabo la filosofía de la compañía.

      Es una filosofía extraordinaria, tiene mucho sentido, suena a demagogia. ¡Pero quién soy yo para dudar sobre ella!

      —Becas, asistencia médica, asistencia