Inés Galiano

La luna de Gathelic


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falta de oxígeno. No tenía otra opción. Focalizó la escucha en el pájaro. Podía oír sus latidos, su respiración. Encontró su Eco. Suspiró. Era necesario. Se concentró en la mente del pájaro y le dio las gracias al estilo de los Sertis. Gracias por una vida de servidumbre, gracias por ayudar tantas noches bajo la montaña. Gracias por su vida. Y entonces lo hizo. El pájaro cayó al suelo de la jaula.

      Y la chica abrió los ojos. Kiru la zarandeó y esta empezó a mover los brazos y las piernas, tratando de sensibilizarlos de nuevo. El niño la señaló.

      ―Levántate. Hay que correr ―le susurró Kiru a la chica.

      Está la miró confusa y miró a su alrededor, buscando al niño. Cuando lo encontró, se calmó. El niño seguía señalando a Kiru.

      ―Levántate, no hay tiempo ―repitió.

      Kiru se levantó y le mostró los mineros inconscientes que aún yacían en el suelo, cerca de los frigoríficos. La chica los vio y pareció recordar por qué estaba allí. Se levantó.

      ―Ponte esta capa ―Kiru le tendió la capa del otro minero― y sígueme.

      No estaba segura de si entendían o hablaban su idioma, pero la siguieron. Avanzaron por el túnel lentamente hacia la salida. Tendrían que pasar por la sala en la que el resto de los mineros dormían.

      Kiru volvió a escuchar, buscando signos de alguna persona despierta que pudiera verlos. No parecía haber ninguna. Avanzaron un poco más, hasta que llegaron a la abertura de la cueva que servía de acceso a la sala dormitorio. Respiraciones, latidos, sudor, olor a humedad, ronquidos. Pasaron por delante sin despertar a nadie. Llegaron a la cueva principal en la que se encontraba la jaula del pájaro. Kiru se acercó.

      ―Gracias.

      La chica le tiró de la capa, y Kiru se volvió, justo a tiempo para ver a un minero en el túnel por el que acaban de pasar darse la vuelta y correr hacia el dormitorio.

      ―¡Corred! ―dijo, mientras hacía gestos hacia la salida de la mina, que quedaba a escasos metros de donde estaban.

      No esperó a comprobar que la seguían y cruzó corriendo la cueva hacia la salida. Llegó hasta ella en unas pocas zancadas para encontrarse con una estructura de madera que la bloqueaba. Una puerta para que ni entraran animales ni curiosos.

      Oyó ruidos a su espalda. Eran las voces de los mineros. Alguien había dado la voz de alarma. La chica y el niño llegaron junto a ella y le miraron expectantes. El niño le señaló de nuevo, como si supiera lo que Kiru podía hacer, y le estuviera pidiendo que lo repitiera.

      Llegó el primero de los mineros, a medio vestir y con una pistola en la mano. Lo siguieron un par de mineros más con palas. Kiru se dio la vuelta.

      ―No quiero haceros nada, solo queremos salir ―dijo Kiru en pargui.

      Desconocía si los mineros eran conscientes de que había estado escondida en su frigorífico durante tanto tiempo y de si estarían tan sorprendidos como ella de encontrarse aquí. Como no respondieron, Kiru señaló hacia la puerta.

      ―Abrid ―les pidió.

      Los mineros la miraron y en sus caras pudo ver que entendían lo que les pedía perfectamente. Una carcajada. El minero que sujetaba la pistola se reía, mirando a los demás. Los otros lo imitaron. Kiru permaneció en silencio. Vale, lo había intentado. El minero de la pistola dio un paso hacia delante, manteniendo una sonrisa burlona. Más mineros aparecieron en el túnel atraídos por las risas.

      ―Bueno, vosotros mismos ―Kiru se encogió de hombros.

      El primer minero disparó. Kiru buscó su Eco. Escuchó. La vibración del arma, el viento que la bala producía a su paso, las risas de los mineros, los músculos tensándose, la respiración agitada del niño. La bala estaba a tan solo un metro de su pecho. Habían ido a matar.

      Con un movimiento brusco, Kiru se abalanzó sobre la chica y el niño, obligándolos a retirarse de la puerta. La bala estalló en una llamarada justo antes de impactar contra la puerta de madera. La puerta explotó. Astilla, madera, en todas direcciones. Gritos de los mineros que fueron a cubrirse en el túnel. El dolor de algunas tablas cayendo en su espalda. Humo. Silencio.

      ―¡Vamos! ―gritó a la chica y al niño poniéndose en pie.

      Kiru cogió al niño del brazo y saltó por encima de lo que antes había sido la puerta, pisando rápidamente algunos trozos todavía intactos. El fuego se había extinguido igual de rápidamente que había aparecido. Salieron. Era de noche, pero estaba despejado y la luz rojiza de la luna iluminaba sus pasos. Corrieron.

      Llegaron a un campo de altas espigas de maíz, que las ocultaban si se mantenían agachadas. Kiru se giró y echó un vistazo rápido a la puerta por la que habían salido. Era una pequeña hendidura en la ladera de la montaña, apuntalada con algunas maderas, con aspecto improvisado. La montaña, sin ser muy alta, se extendía en la oscuridad hacia donde se perdía la vista. No era una mina común.

      Vio salir al primer minero, apartando algunas tablas rotas. Había que moverse. La chica y el niño estaban agazapados detrás de ella, esperando instrucciones. Kiru suspiró. No le gustaba depender de nadie. Les hizo señas en una dirección y echó a correr. Tendrían que seguirla a su ritmo.

      Correr entre las espigas no era fácil, sentía como le arañaban la cara y los tobillos al pasar corriendo. Por suerte, los brazos los tenía protegidos bajo la capa. Oyó gritos a su espalda. Las estaban buscando. ¿Sabían acaso los mineros quiénes eran? ¿O tenían instrucciones de no dejar escapar a nadie que hubiera visto la mina? ¿Qué estaban excavando?

      Oía los gritos cada vez más lejos. Sonrió. Giró la cabeza hacia atrás. No vio a los mineros. Frenó en seco. La chica y el niño tampoco la seguían. Había ido demasiado rápida. Probablemente los encontraran, lo que le daría margen a ella para despistarlos. ¿Los matarían? Habían sido bastante agresivos en la mina. De nuevo la duda en su cabeza. Arriesgarse por alguien del que no sabía ni su nombre. Cerró los ojos, y escuchó.

      Las espigas meciéndose en el aire nocturno. La luz rojiza de la luna buscando el camino hasta tocar la tierra. El barro crujiendo, aplastándose bajo las botas de los mineros. Las capas enganchándose en las espigas. Un llanto contenido. Allí estaban. Estaban quietos, agazapados, esperando no ser encontrados. La chica apretaba la boca del niño para que no le oyeran llorar. A escasos metros, los mineros, que avanzaban en silencio. La vibración de una linterna, que de un momento a otro los enfocaría y dejaría al descubierto.

      Se concentró en la linterna. La cubierta de hierro, ardiendo. El movimiento oscilante del asa de metal en la mano del minero. En su interior, el gas, quemándose, iluminando. Los rayos de luz expulsados desde el interior, atravesando el cristal, calentando todo a su alrededor. Demasiado calor. Kiru apretó los puños sin darse cuenta, algo que siempre había intentado no hacer para no delatarse. Nadie la vería ahora. Estaba lejos del objetivo y necesitaba toda la concentración necesaria. Apretó más fuerte. Escuchó su Eco.

      La linterna metálica se calentó. El calor se extendió por el metal hacia el asa, ardiendo, llegando a la mano del minero. Un grito del minero. Un golpe metálico en el suelo. Una pequeña explosión. La oscuridad de nuevo. Gritos. Mineros corriendo en dirección opuesta.

      ―¡Están armados! ―gritó uno de ellos.

      Mineros reagrupándose hacia la entrada de la cueva, buscando refuerzos, preparando más armas y linternas. La chica y el niño aún agazapados temblando. ¿Es que lo tenía que hacer todo? Corrió hasta ellos, que se sobresaltaron al verla llegar.

      ―¡Vamos! ¿Por qué no os movéis?

      La chica salió de su trance al reconocerla, y con alegría salió corriendo detrás de ella, casi arrastrando al niño. Kiru volvió a seguir su camino, esta vez un poco más despacio, permitiéndoles seguirla. A lo lejos, los mineros disparaban balas al aire para asustarlas, pero sin atreverse a introducirse entre las espigas. No eran soldados y no se arriesgarían contra alguien armado, y esta era la única explicación que sabían