Inés Galiano

La luna de Gathelic


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en secreto hasta que fuese el momento adecuado para… Se sorprendió a sí mismo pensando todavía en términos de la profecía: el momento adecuado para atacar. ¿A quién quería engañar? ¿Quién quería una guerra? Taras desde luego que no.

      ―¿Te has ido otra vez? ―Vila chasqueó los dedos delante de su nariz. Taras se sobresaltó y la vio levantarse ágilmente―. Bueno, me tengo que ir, ¿vale? Y tú deberías irte también pronto. Ya sabes lo que tienes que hacer. Busca esos frigoríficos, teje tus redes políticas, susúrrale cosas al oído al Gran Líder. Esas cosas que hacéis los consejeros.

      Vila se encogió de hombros.

      ―Sí, sí, vale ―respondió Taras―. Lo haré.

      ―Perfecto ―dijo Vila―. Ya te volveremos a contactar, me piro.

      A continuación, Vila desapareció entre los árboles junto al camino, dejándolo solo en la oscuridad, en esa extraña posición en la que había podido colocarse para no arrugarse la túnica. ¿Cómo conseguía siempre hacerlo sentir tan estúpido? Con un suspiro se puso de nuevo de pie, sintiendo un terrible cosquilleo en las piernas: se le habían dormido, ahora tendría que ir cojeando de vuelta a Gathelic.

      III

       PORTADORA DE MALA FORTUNA

      Kiru aprovechó la multitud que se agolpaba en la entrada al pueblo para camuflarse un poco entre la gente. Era la hora en que los comerciantes que habían salido más tarde y a zonas más lejanas volvían cargados de cosas. La luna rojiza iluminaba lo suficiente como para no encender la luz de las calles. Desde que se había vuelto roja y brillante, la vida se había extendido pasado el atardecer.

      No había apenas vigilancia en las puertas de la ciudad, más allá de un par de guardias que escaneaban por encima desde su garita en los torreones. Llevaban años de paz, y no había porqué sospechar de ningún ataque. Entre la gente era difícil saber en qué dirección debían ir. Kiru intentaba reconocer algo en las calles o leer algunos letreros, pero le era imposible; no estaba escrito en el alfabeto de los Sertis, que era el que ella conocía. Sin que se le notara la inquietud, siguió empujando a los caminantes para hacerse paso. La chica y el niño la seguían sin decir nada, mirando a su alrededor y parecían igual de perdidos que ella.

      Después de la carrera entre los campos y el contacto con la temperatura exterior, sus cuerpos habían por fin entrado en calor. Ahora, entre la gente, Kiru se sentía sofocada. Además, tenía bastante hambre. En la siguiente esquina que doblaron, Kiru vio un puesto de comida callejero y se acercó. El dueño del puesto las miró, arqueando las cejas al fijarse en las capas de los mineros que aún llevaban puestas.

      ―¿Qué tienes de comer? ―preguntó Kiru, tratando de recordar parghi, la lengua franca de la zona.

      El tendero pareció entenderla y señaló hacia una gran olla de barro. Con una mano abrió la tapa y con la otra movió el cucharón para que Kiru viera lo que había dentro. Era una especie de potaje que no tenía muy buena pinta, pero desde luego era potente. Les iría bien. Kiru buscó en sus bolsillos alguna moneda de las pocas que aún le quedaban. No había salido preparada de Sertis; no había tenido muchas opciones. Sacó una moneda plateada de Sertis y la colocó en la mesa del tenderete. El tendero la cogió y la miró de cerca, intentando descubrir de cuál se trataba. Durante el buen rato la estuvo observando y manipulando, asegurándose de que era real. Apareció un joven, que lo saludó y se sentó en la silla del tenderete.

      Kiru los observó a ambos y no tuvo duda de que eran familia. El joven, a su vez, también la observó a ella, muy interesado en la capa que llevaba puesta. El padre le pasó la moneda a su hijo y le preguntó algo en un idioma que Kiru no entendió. No era pargui. A esto siguió una discusión, en la que el hijo no dejó de señalarla. Kiru esperó pacientemente a que terminaran, evaluando las opciones de salir corriendo de un momento a otro. Por fin, el hijo miró a Kiru y le habló en parghi.

      ―¿De dónde habéis sacado esas capas? ―preguntó.

      Kiru, encogiéndose de hombros, contestó:

      ―Las encontramos y nos las pusimos.

      ―¿Dónde? ―volvió a preguntar el hijo del tendero.

      Kiru volvió a encogerse de hombros, sin querer dar importancia a la capa.

      ―Por ahí.

      El chico asintió con la cabeza, comprendiendo que no sacaría nada en claro de ella. Hizo un gesto hacia delante, como para ir a agarrar algo de debajo del tenderete. Kiru tensó los músculos, dispuesta a dar un salto de nuevo hacia la multitud en el momento en que sacara el arma. Con la mano derecha, buscó el brazo de la chica para avisarla de lo que pasaría a continuación. Esta se giró para mirarla, sin entender. Parecía muy cansada y muy poco dispuesta a correr. Kiru apretó los dientes; se iría sola, si hacía falta, no podía dejar que la atraparan allí solo por una desconocida…

      El chico sacó lo que había ido a buscar debajo de la mesa del tenderete: unos cuencos de hoja de palma. Kiru respiró hondo. El chico comenzó a servir el potaje en los cuencos y volvió a preguntar bajo la mirada atenta de su padre, que parecía no hablar parghi:

      ―¿Nos cambias la comida por las capas?

      Kiru se sorprendió y se miró la capa, sucia y muy gastada. No parecían tener gran valor. Además, probablemente les convenía deshacerse de ellas lo antes posible, cuando llegaran noticias de los mineros y las empezaran a buscar en Gathelic. Kiru asintió con la cabeza. Se quitó la capa y le dijo a la chica que se la quitara también. Se las pasó al padre del chico, que las tomó casi con reverencia, y las colocó lo más estiradamente que pudo en el suelo, tras el tenderete, para que no se arrugaran. Mala señal, pensó Kiru.

      ―Añade un pan de arroz ―dijo Kiru, dispuesta a sacar el mayor provecho de la situación―. Por cabeza.

      El chico asintió con la cabeza, sin discutir, y envolvió tres panecillos en un trozo de tela. Kiru se guardó el paquete en el bolsillo de su chaqueta. Después tomaron los cuencos del potaje.

      ―¿De dónde venís? ―preguntó el chico.

      Kiru se encogió de hombros, sin decir nada.

      ―Cada vez llega más gente de fuera ―añadió con una expresión ambigua. Kiru no estaba seguro de si estaba molesto o le gustaba la situación. Al fin y al cabo, el idioma que hablaban no parecía de la zona. Se preguntó si todos aquellos nuevos habitantes serían como ella y habrían llegado en cámaras frigoríficas. Lo dudaba mucho; aquel era un plan que evidentemente no había sido el mejor que el grupo había tenido.

      ―¿Dónde? ―preguntó Kiru, esperando que el chico entendiera su pregunta. La chica y el niño, mientras tanto, comían su comida a toda velocidad.

      ―Yo solo los veo entrar. Las personas que vuelven a pasar por delante ya no se parecen en nada a las que entraron. A veces ni las reconoces.

      ―¿A veces?

      ―Sí, hay caras que sí que recuerdo ―el chico la miró fijamente, pero con la expresión en blanco, y de nuevo Kiru no supo si se trataba de una amenaza o no.

      ―Buena memoria, sin duda ―dijo, optando por la expresión amable y alejándose en dirección contraria por un callejón que ascendía hacia la parte alta de Gathelic. Los otros dos la siguieron.

      Llegaron a una especie de mirador y se sentaron en el muro que hacía de barandilla, junto a una fuente. Kiru terminó su cuenco y sacó los panecillos. Comieron en silencio, mirando hacia abajo. Kiru estaba maravillada las vistas del acantilado de Gathelic, las olas y el viento. En Sertis era diferente, el mar entraba en el puerto con un delta y la ciudad estaba casi al mismo nivel del mar. Aquí era diferente. Cerró los ojos. Escuchó. Buscó su Eco.

      El ruido de las calles, la gente corriendo, caminando. Las ruedas de los carros, chirriando, crujiendo contra la piedra del suelo. Puertas que se abren, un llanto, una carcajada. Las risas de un grupo, los gritos de otro, hasta por fin, llegar al mar. El agua azotando contra la roca, cada gota separándose, yendo en una dirección,