Inés Galiano

La luna de Gathelic


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colgante de piedra contra la montaña. Las casas, casi colgantes en el precipicio, como si hubieran nacido de la piedra. Había Eco en ellas. Gathelic... estaba hecho de Eco. Sin duda. Lo observó de manera distinta, sorprendida, dándose cuenta por primera vez de cada marca, cada hendidura, cada huella de Eco. Era la mayor obra de ingeniería mediante el uso del Eco que había visto nunca. Habrían hecho falta millones de… gotas. Miró al mar de nuevo. Tenían tantas… Unas gotas le salpicaron, sacándola de sus pensamientos. La chica estaba lavándose la cara en la fuente, y el niño la había salpicado jugando. Kiru sonrió.

      ―¿Cuál es vuestro nombre? ―les preguntó por primera vez en parghi, dándose cuenta de que no había llegado nunca a hacerlo.

      La chica levantó la cabeza, con la cara mojada y limpia, sin la tierra que le tapaba la expresión hasta entonces. Kiru se dio cuenta de que era mucho más joven de lo que pensaba, poco mayor que ella misma.

      ―Mi nombre es Leah, y este es mi hermano Sam ―le respondió, en el idioma de los pueblos del sur, tarhi. El idioma natal de Kiru.

      Kiru negó rápidamente con la cabeza e hizo un gesto de silencio.

      ―¿Sabes hablar parghi?

      Ella asintió.

      ―Úsalo entonces mientras estés aquí. Es mejor que no sepan de dónde eres.

      Leah volvió a asentir, entendiendo.

      ―¿Y tú? ―preguntó en parghi.

      ―Llámame Kiru.

      Kiru vio la expresión sorprendida de Leah al escuchar su nombre, como si no pudiera creérselo. Kiru se encogió de hombros y sonrió.

      ―Siempre ha sido mi diosa favorita.

      La expresión de Leah se relajó, dispuesta a creerse que no era un nombre real, aliviada de no haber acabado escapando con la verdadera Kiru, conocida en los pueblos del norte como la portadora de la mala fortuna. Kiru suspiró y volvió a mirar al mar. A ella, en cambio, siempre le había traído buena fortuna ese nombre. Hasta ahora, claro.

      En ese momento oyó unos pasos en la distancia que venían corriendo por el callejón de subida al mirador. Kiru se levantó como un resorte y les hizo gestos a Leah y a Sam para que la siguieran por el otro callejón que daba al otro lado del mirador. Se escondieron en silencio detrás de una casa. Escuchó los pasos acelerados de un grupo de personas llegando al mirador. Frenando en seco.

      ―Estaban aquí las dos chicas y el niño. Vestían como nos ha dicho el tendero ―decía una voz grave.

      ―No pueden estar muy lejos entonces.

      Kiru se dio la vuelta rápidamente hacia Leah.

      ―Volvemos a correr.

      Corrieron calle abajo, de vuelta a la muchedumbre de las calles comerciales, esperando encontrar un escondite mejor. Cascos de caballo se oyeron a su espalda, golpeando el suelo de piedra y haciendo saltar a la gente a su paso. Empujando a la multitud, Kiru y Leah se apresuraron, arrastrando a Sam. Les alcanzarían pronto. Allá donde pasaban, la gente les señalaba. Eran demasiado visibles. Con un giro brusco, tiró de Leah y Sam hacia un callejón perpendicular. Cerró los ojos un momento y escuchó. Eco.

      Los cortes de la fruta siendo preparada en el puesto de al lado. Los pasos acelerados de la gente hacia su objetivo. Ciudadanos frenéticos apartándose del camino. Los cascos del caballo acercándose, seguido de unos cuantos guardias a pie corriendo tras él. Buscó más abajo. Alcantarillas. Agua. Suciedad. Chapoteo. Ratas corriendo. Se concentró en una de ellas. La rata se paralizó y empezó a emitir un sonido parecido a un chillido. El resto de las ratas entraron en pánico, chocaron unas contra otras, intentaron huir. Se agolparon contra la salida de la alcantarilla, al pie de la calle, y salieron a montones.

      La multitud empezó a chillar cuando vio las ratas aparecer y correr despavoridas. Gritos, caídas, el caballo cada vez más cerca. Corría, pero quería parar. Un relincho. Frenesí. Kiru abrió los ojos y le dijo a Leah:

      ―Buscad al Maestro del Eco, en el Barrio Oeste ―le dijo a Leah, que la miró implorante, no quería quedarse sola―. Cambiaos la ropa en cuanto podáis.

      Sin decir nada más, corrió hasta la calle principal y se tiró al suelo, justo en el momento en el que el caballo levantaba las dos patas delanteras, intentando tirar a su jinete, asustado por la multitud de ratas que corrían bajo sus pezuñas. Kiru rodó bajó el caballo y cruzó la calle, arrastrando a unas cuantas ratas con ella. Se levantó y miró hacia el callejón del que había salido. Vio a Leah y Sam alejándose, corriendo.

      Delante de ella el caballo consiguió tirar a su jinete. Kiru salió corriendo en dirección contraria. A su espalda, escuchó el ruido atronador de los huesos del jinete rompiéndose. Los guardias que llegaban corriendo a socorrerlo. La rata chillando cada vez más fuerte. El resto corriendo de un lado a otro, provocando el caos. Kiru comenzó a alejarse, pero no dejó de escuchar y sentir el Eco. La rata calló, por fin, y volvió a adentrarse en las alcantarillas. Kiru se refugió tras un saliente de la piedra, en un callejón lejano. Se hizo el silencio.

      IV

      EL CONSEJO

      Taras se desperezó en su cama, molesto con la luz del sol que se filtraba a través de las cortinas. Su nuevo mayordomo lo había llamado, como cada mañana desde que había llegado, y le había traído una bandeja con el desayuno. Bostezando, se incorporó un poco y cogió una uva del montón de frutas. El mayordomo, Feris, abría las cortinas y preparaba el baño y la ropa para que Taras acudiera al Consejo.

      Al principio, a Taras, que provenía del barrio Oeste, no le había gustado tener a alguien que lo ayudara en su habitación y había intentado hacer las cosas él solo. Feris, que, aunque no era del barrio Oeste, también era de un barrio humilde, le había contestado que nadie lo tomaría en serio en el Consejo si hacía eso.

      ―Además ―le dijo―, para mí es un trabajo. Otros van a la mina y estropean sus pulmones. Yo abro las cortinas y preparo el agua caliente, usted trabaja para que la ciudad mejore. Haga su parte.

      Ante ese argumento, Taras no había podido decir nada y había tenido que prometerse a sí mismo que cuando pudiera, aprobaría una subida de sueldo para los mayordomos del Consejo. Después de mejorar las condiciones del barrio Oeste. Si es que alguna vez le escuchaban en el Consejo. Tampoco les había contado a Nora y Sethor que le habían asignado un mayordomo, y mucho menos se lo iba a decir a Vila. Aunque probablemente Sethor lo supiera y no se lo había dicho a los demás.

      Despertándose del todo, tomó un poco más de queso y fruta y llamó a Feris. Este acudió a llevarse la bandeja y miró con desaprobación la cantidad de comida que aún quedaba en ella.

      ―Dáselo a la gente de la puerta, como siempre.

      ―Señor, se ha corrido la voz. Cada vez hay más gente en la puerta de las cocinas, esperando que les des las sobras de tu comida. Esto no puede seguir así...

      ―Perfecto, tendré que dejar más comida pues.

      ―¡No me refería a eso! Además, apenas ha comido hoy.

      ―No tengo mucha hambre. Tengo que intentar conseguir una información en el Consejo y no sé cómo lo voy a hacer… ―comentó Taras, incómodo, mientras se iba hacia el baño y cerraba la puerta.

      Desde el otro lado de la puerta, Feris continuó hablándole:

      ―Podemos repasar las estrategias de negociación y comunicación básicas. Puedo traer los libros de dialéctica de la biblioteca de…

      Taras cerró los ojos, intentando concentrarse.

      ―O tal vez prefiere alguno de presión política. Nunca se sabe cómo puede salir la situación en ocasiones…

      Taras volvió a abrir los ojos y le dijo:

      ―Feris.

      ―¿Sí?

      ―Dame un minuto, ¿quieres?