Inés Galiano

La luna de Gathelic


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salieron a gran velocidad. Nadie quería quedarse a hablar o negociar después de la noticia. Taras salió también sin decir nada a nadie, arrugando el papelito en la palma de su mano, como si quisiera hacerlo desaparecer.

      V

      LA MUERTE ES LA ÚLTIMA SOLUCIÓN

      Kiru sabía que había sido buena idea separarse de Leah y Sam para despistar a sus perseguidores. Buscaban a dos mujeres y un niño, y sería mucho más fácil pasar desapercibidas por separado. Efectivamente, un par de veces había pasado cerca de un guardia de seguridad que la había ignorado por completo. No encajaba en el perfil que buscaban. A veces era tan fácil…

      Aun así, se preocupaba por Leah y Sam y esperaba que les estuviera yendo bien. No se los había encontrado en ningún momento desde que se separaron, lo que le parecía algo extraño. Llevaba todo el día deambulando por las calles de Gathelic entre la multitud. Había cambiado su chaqueta por otra más sucia, más rota y que le estaba más apretada en cuanto había encontrado a alguien lo bastante iluso para aceptar. Había cambiado una moneda por otro panecillo e incluso había robado un poco de fruta en un puesto de la plaza. Caía la noche y la luz rojiza de la luna empezaba a bañar las calles del barrio Oeste. No se había atrevido más que a pasar brevemente por una de las calles principales del barrio hasta ahora. No estaba segura de qué hacer. Por un lado, había evitado el barrio a plena luz del día, temerosa de que los guardias supieran donde se dirigía y la esperaran allí; pero, por otro lado, una parte de ella no estaba segura de si acudir a la cita o no.

      A Kiru le habían dado un mensaje claro cuando la habían convencido para esconderse en ese frigorífico: tenía un destino pactado y una persona de contacto, pero hasta ahora no había sido consciente de lo que hacía realmente. Había huido de la cultura de su ciudad natal, Sertis, para unirse a los liberales de Gathelic. Y no solo eso, sino también para buscar al Maestro del Eco. Todavía no se lo creía, ni estaba preparada para dar el paso. Si bien era cierto que llevaba mucho tiempo usando sus habilidades en secreto en Sertis, especialmente en momentos de necesidad, nunca se había considerado parte del Eco. Sin embargo, cuando conociera al gran Maestro, no habría marcha atrás.

      Con el anochecer, en cambio, sus pasos la habían llevado de manera casi inconsciente al barrio Oeste. Aunque podría encontrar un lugar donde dormir, no estaba segura de que pudiera posponerlo mucho más tiempo. Tarde o temprano la encontrarían. Su única opción después de haber llegado tan lejos era buscar al Maestro. Y todavía se resistía.

      En una calle cercana, oyó a unos muchachos hablar pargui mientras bebían licor de arroz y se dio cuenta por la conversación de que uno de ellos debía de vivir cerca del lugar que estaba buscando. La localización que acababa de mencionar coincidía exactamente con la que le habían descrito. Debía buscar la casa en la que el consejero proveniente del barrio Oeste había vivido. Junto a ella, estaba la escuela del maestro, escondida a ojos de la gente normal. Solo los aprendices del Eco, se decía, podían ver el lugar y encontrar la puerta de la escuela.

      El chico se quejaba de que el nuevo consejero llevaba ya meses en el Consejo y todavía no había hecho nada por el barrio. Mientras tanto, su abuela, que vivía enfrente de él, había empezado a recibir hogazas de pan cada mañana. «Qué derroche,» decía el chico, «hogazas enteras para ella sola». Kiru estaba segura de que se refería al lugar que buscaba, y decidió acercarse. Para hacer tiempo, se acercó al puesto y gastó su última moneda en un vaso de licor de arroz. Los chicos le hicieron espacio entre sonrisas y pasados unos minutos volvieron a hablar de la abuela del consejero en parghi. Kiru, fingiendo desinterés, preguntó sobre la abuela para saber más acerca del sitio que tenía que encontrar más adelante: la puerta escondida del Maestro.

      ―No sé qué hace con una hogaza entera la señora, cada día ―insistía el chico que vivía enfrente de ella, que se había presentado como Jink.

      ―¿Igual vive con alguien más? ―dijo otro de los chicos.

      ―No, no hay nadie más que salga de esa casa ―dijo otro.

      ―¿No se la da a algún vecino? ―preguntó Kiru, integrándose en la conversación.

      ―No vive nadie allí más que yo. Tan solo hay una casa abandonada y al otro lado la antigua escuela que se quemó ―respondió Jink―. Te digo que la anciana lo tira. Desde que su nieto está en el Consejo se le ha subido a la cabeza, ya no se da cuenta de nada…

      ―¿Y cómo es la casa abandonada? ―preguntó Kiru con una sonrisa―. ¿Hay fantasmas?

      Los chicos se rieron, excepto Jink, al que parecía asustarle un poco el tema.

      ―No, ¡claro que no hay fantasmas! ―dijo Jink, con la voz algo alterada.

      ―Bueno, Jink ―dijo otro chico―. Cuéntale lo que has escuchado y visto allí alguna vez. Si eso no parecen fantasmas…

      ―No, pero eso no… ―comenzó a excusarse Jink.

      ―¿Qué escuchaste? ―preguntó Kiru, mirándolo fijamente.

      ―Nada, probablemente fuese algún animal o alguien buscando cobijo de la lluvia, no hay que darle más importancia…

      ―¡Pero si viniste aquí corriendo muerto de miedo! ―se rio otro de sus amigos.

      ―Me encantan las historias de fantasmas. ―Kiru le sonrió, buscando la complicidad para sonsacarle.

      ―Pues me pareció oír unos ruidos, como de madera crujiendo, pero bueno, que esto es muy normal cuando llueve…

      ―Y viste la casa mutando ―añadió otro de sus amigos, burlándose también―. Dijiste que la ventana del piso de arriba se había derretido y caído al suelo, ¡para después volver a aparecer!

      ―¿La ventana del piso de arriba? ―repitió Kiru, pensativa. Se le estaba ocurriendo la manera de entrar a la casa.

      ―Probablemente lo soñé, ¿vale? ―insistió Jink, enfadado y tratando de cambiar de tema―. Lo importante es que, si la abuela del consejero está derrochando comida, podíamos hacer algo. Podíamos comer los cuatro con esa hogaza; ella ya tiene bastante comida ahora que vive de las rentas de su nieto.

      ―¡Y será como recibir lo que nos debería de estar dando el consejero a estas alturas! ―se sumó otro.

      ―¡Eso! ―dijo el tercero levantando el vaso―. ¡A por la hogaza!

      Kiru brindó con los demás, abstraída, trazando un plan. Pasado un rato, decidió que era momento de despedirse y se inventó una excusa. Prometió volver otro día y se marchó doblando la esquina del callejón. Ahí se escondió pegándose a la pared y escuchó su Eco:

      La vibración de la luz rojiza de la luna iluminando las piedras del suelo. El murmullo de los vecinos que cenaban en sus casas. Los últimos carros que pasaban a varias calles de distancia, haciendo crujir la madera de las ruedas. El sonido de los vasos entrechocando en el puesto de comida. El dueño limpiando algunos que le devolvían. Las risas del grupo hablando de ella con palabras lascivas. Kiru apretó los dientes. Pasaron unos quince minutos hasta que los chicos se cansaron de beber y se despidieron por fin. Kiru seguía escuchando. Eco. Bromas sobre los fantasmas de la casa embrujada. Los pasos de Jink alejarse.

      Kiru se puso la capucha de su nueva chaqueta, que no le cubría del todo bien, y comenzó a seguir a Jink por el callejón paralelo, sin dejar de sentir su trayectoria. Lo siguió durante una decena de calles hasta que llegaron a la calle en la que vivía. Kiru reconoció enseguida la escuela quemada. Un edificio enorme, que en otros tiempos había sido un lugar importante para el barrio, que había albergado a cientos de niños. Claramente construido en otra época más lujosa, quedaba ahora destartalado, mugriento y ennegrecido por el humo, con la maleza creciendo entre las paredes y cubriéndolo entero. Kiru se preguntó por qué no habrían construido otra escuela para sustituirla.

      Más adelante estaba Jink, parado frente a la puerta de su casa, buscando una llave que parecía no encontrar. Kiru giró la cabeza hacia el otro lado de la calle y vio una pequeña casa cuidada, recién pintada de azul, con las luces