Pedro J. Sáez

Emboscada en Dallas


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comenzaba su visita para estudiar al precioso cisne cantor, pero nunca más lejos de la realidad. Su auténtico nombre era Hendrina Sprenger, apellido holandés de origen judío.

      Kofman era buscada por algunas agencias de inteligencia, que solicitaban sus servicios como cazador de personas —muy pocos sabían su verdadera identidad y, menos aún, que era una mujer—, y la conocían por su alias, Tulipán. Casi todo el tiempo de su actividad lo dedicaba a rastrear antiguos agentes nazis y a ponerlos en manos del Mosad2, pero también hacía otros trabajos para el MI63 y especialmente para la CIA4, y este caso era uno de ellos. Desde luego que era un asunto muy especial, ya que le habían añadido a su encargo un plus y una condición. El plus, recuperar unos manuscritos que sabían tenía el hombre al que señalaron; si los encontraba, le entregarían sesenta mil dólares, lo cual hizo que nuestro Tulipán estuviera más que motivado por recuperar aquel premio. Sin embargo, la condición de que la muerte tenía que parecer obra de los rusos no le suponía ningún problema cumplirlo.

      La Agencia Central de Inteligencia americana ya le había advertido en su informe de que habían localizado a uno de sus antiguos agentes que se quería pasar a trabajar con los rusos, al lado contrario. Así que Kofman viajó al lugar indicado. Una vez allí, esperó en el aeropuerto hasta que escuchó por los altavoces su nombre:

      «Aviso para el señor Kofman. Por favor, preséntese en información».

      Lo escuchó dos veces más. Cuando se identificó, se aclaró que a quien llamaban era a una mujer, a ella. Le entregaron un sobre en cuyo interior había una tarjeta del Banco de Finlandia con un número anotado a lápiz, el 319, y una pequeña llave. Sin más tardanza, salió del aeropuerto y, subiéndose a un taxi, se dirigió al banco. Era su modus operandi. Primero recibía una postal en su box de París, donde vivía, de la ciudad a donde se tenía que dirigir. Una vez allí, recibía la información necesaria.

      En la caja de seguridad del banco encontró un sobre con todas las indicaciones, una pistola limpia y 400005 dólares, correspondientes a los honorarios por su trabajo de eliminación, encargos que, por cierto, siempre cumplía. Por supuesto, en ese precio estaba incluido su silencio.

      Su segunda visita fue al Hotel Kämp, uno de los más prestigiosos de la ciudad de Helsinki. Allí, en su habitación, repasó toda la documentación incluyendo el arma, una Makárov con munición de 9 mm, una semiautomática rusa que tan solo pesaba 815 gramos, pero muy efectiva, pequeña y fácil de camuflar. Con toda tranquilidad y comenzando a mimetizarse con ciertas costumbres rusas, que formaba parte de las huellas de su trabajo, se tomó un vodka antes de repasar la documentación, donde le indicaban, con todo tipo de detalles, la pieza a abatir. Observó una y otra vez las fotos, leyó los escritos donde le indicaban la última ubicación de aquel hombre, así como las rutas y costumbres que conocían. Su nombre y alias decían: «William Stowe, alias Kevin Sullivan, aliasThomas Sullivan».

      Los servicios de inteligencia norteamericanos fijaban su residencia en la ciudad de Turku, al menos durante los meses de invierno, aunque desconocían dónde pasaba el resto del año; suponían que en algún lugar oriental de Finlandia.

      Kofman nunca cuestionaba las causas ni los motivos, y mucho menos el porqué. Hacía su trabajo sin ningún escrúpulo ni remordimiento. Lo vivido en la guerra, y lo que le habían hecho los nazis a su familia y a ella, anulaba todo sentimiento de culpabilidad. Aquella experiencia trágica le había borrado cualquier tipo de ética o moral, de manera que se centró en su último encargo y, acariciando con su delicada mano la foto del rostro de aquel hombre, bebió de un sorbo su segundo trago de vodka.

      —Eres mi cisne cantor. ¡Pronto estarás bajo tierra, señor Stowe, o como quiera que te llames! —aseguró en voz alta.

      Guardó todo en la caja de seguridad de la que disponía la habitación. Luego fue al baño y tomó una larga ducha para relajarse. Cuando terminó, se arregló y bajó a cenar al mismo restaurante del hotel. Desde la ventana veía nevar copiosamente, pudo contemplar cómo la ciudad poco a poco se quedaba vacía, sola, sin su gente. Entonces comprendió que su misión iba a ser difícil. Se dio cuenta de que ese medio hostil le pondría numerosos inconvenientes. Tenía que ser muy prudente y desempeñar muy bien su papel sin llamar la atención. Pidió un Jägermeister, una copa de licor típica alemana. Mientras la saboreaba, no pudo evitar pensar en el hombre que le habían señalado. Se sintió un poco nerviosa, pero eso era algo normal, como preludio de su trabajo, por no saber a lo que tenía que enfrentarse.

      Allí sola, le vino a la memoria su último trabajo encargado también por la CIA tiempo atrás. Fue a primeros de noviembre de 1965. Kofman fue recordando detalles del personaje que tenía que eliminar. Una periodista de éxito que trabajaba como reportera de crímenes para el diario The New York Journal. Se llamaba Dorothy Kilgallen y, según los datos sobre su persona, tuvo una corta carrera en el mundo del cine, incluso escribió algún guion. Sin embargo, como periodista era famosa. Su columna diaria, La Voz de Broadway, se estimaba que tenía veinte millones de lectores, ya en 1950. Por si eso fuera poco, en aquel dosier se incluía información de su programa de televisión ¿Cuál es mi línea?, un programa de entretenimiento en el que al final descubrían a un famoso. Era especialista en seguir y escribir juicios de personas famosas con bastante audiencia y éxito; además, le informaron de todo tipo de detalles, horarios, personal técnico, auxiliares y maquilladoras que atendían a aquella periodista.

      También resaltaron que aquella persona estaba bien informada y preparada para abordar cuestiones políticas, ya que tenía muy buena relación con las agencias de inteligencia. Entre 1959 y 1960, Kilgallen incluyó una gran cantidad de historias anti-Castro en su columna. Parte de esa información provenía de exiliados cubanos con base en Miami. En el verano de 1959 tomó partido en diferentes publicaciones, sugiriendo que la CIA y la mafia estaban trabajando juntas para asesinar a Fidel Castro. Hasta tuvo la osadía de criticar la forma de vestir de la esposa de Nikita Khrushchev.

      Se había convertido para el Gobierno y las propias agencias de inteligencia en una especie de grano en el trasero que no dejaba de escocer. Una de aquellas notas decía:

      «La señora Kilgallen fue demandada por difamación por la periodista Elaine Shepard. En un artículo publicado el 22 de diciembre de 1959, la periodista sugirió que una mujer, miembro del grupo de prensa de Washington, que se unió al presidente Dwight Eisenhower en una gira por Europa, había tenido una aventura con alguien del personal de la Casa Blanca. Como Shepard era la única mujer, no había duda para nadie, de manera que la señorita Shepard la demandó por 750000 dólares, alegando que Kilgallen “había implicado maliciosamente que era una persona de carácter lascivo y desaprovechado”. ¡La señora Kilgallen ha traspasado la línea roja!».

      Tomando su último trago, repasó cómo lo hizo, cómo actuó en aquel trabajo… Cuando sacó un duplicado de llaves y la clave de la alarma de su casa de Nueva York, resultó fácil introducirse; fue sencillo dormir a su familia, ya que ella dormía sola en el piso superior. Subió a su habitación y, a punta de pistola, la llevó a la cama. Luego la asfixió con la almohada. No quiso seguir más con aquel recuerdo, dado que debía marcharse a su habitación; al día siguiente tenía que comenzar a trabajar para cumplir su nuevo encargo. Un trabajo que no se presentaba nada fácil, atendiendo a su buena remuneración y el tiempo que le señalaron como límite para su ejecución.

      Mientras esto ocurría, en Turku, a 170 km, un hombre escuchaba la melodía de Sibelius Opus 26, al tiempo que desgranaba recuerdos de su pasado, recuerdos que iba anotando en su inseparable libreta de tapas rojas. Uno de ellos, ya escrito, fue cuando pisó por primera vez tierras finlandesas y, sobre todo, cómo y por qué se produjo. Esto es lo que había escrito al respecto:

      […]

      —Han traído este sobre por mensajería —me informó mi secretaria.

      —¿No han dicho de quién?

      —No, ya lo pregunté yo al ver que no tenía remite.

      —Gracias, Peggy.

      Cuando abrí el sobre, pude leer:

      Siento interrumpir su permiso. Usted es mi LITEMPO-0, el primero