Pedro J. Sáez

Emboscada en Dallas


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convencidos de su labor patria, de que están haciendo un papel, a veces muy desagradecido por su anonimato, pero lleno de gratitud por los miles de personas que han salvado la vida de una forma u otra.Y no me gustaría que se quedase fuera de mi equipo, tanto si ha decidido marcharse a casa como si se permanece en México.Ahora me encuentro en Washington y necesito hablar con usted.

      Mañana, en el monumento a Abraham Lincoln, a las 17:00 h.

      Scott.

      Tardé unos segundos en reaccionar. Miré el reloj y eran las 14:10 horas, de manera que marché al aeropuerto a comprar billete para el vuelo. Llegaría a mediodía, así que descarté la opción del coche, ya que de Nueva York a Washington hubiera tardado más de cuatro horas y media. Quería ir cómodo y relajado a ese encuentro. Recuerdo que estuve hasta bien entrada la noche pensando cuál sería el motivo por el que el señor Scott quería hablar conmigo. Al día siguiente, 7 de enero, marché al lugar de encuentro. A la hora fijada nos vimos, y he de decir que con grata alegría por ambas partes.

      —¿Cómo ha comenzado el 58, señor Sullivan?

      —Con mucha tranquilidad. ¿Y usted?

      —Muy bien, ya sabe que los mexicanos son de sangre caliente y estas fiestas las celebran con mucho ruido y alegría. He tenido que venir a la capital, pero antes de marcharme, tengo que hablarle personalmente.

      —Dígame lo que quiere de mí.

      —En el mensaje estaba casi todo dicho, pero quiero escuchar su contestación. Es un paso muy importante, señor Sullivan.

      —Deduzco, señor Scott, que su confianza conmigo se mantiene intacta.

      —No lo dude ni un momento. Ninguna persona sabe de la existencia de esta red mexicana, salvo, claro está, quienes la forman. De manera que con ello le he contestado. He estudiado su situación y su petición de volver a casa, y he pensado que la mejor solución es que sea mi agente encubierto en Washington. Creo que, bien mirado, un LITEMPO podría funcionar en esas condiciones. Tener un hombre disponible por el territorio nacional resultaría muy positivo e incluso creo que así usted me sería más útil. ¿Qué me dice, señor Sullivan?

      —Sabe que confío plenamente en usted y le agradezco su confianza hacia mi persona. Pero supondrá hacer algunos cambios en mi vida.

      —¿Y eso le causa algún problema?

      —Ninguno.

      —Pues entonces está todo dicho.

      El señor Scott era un hombre muy convincente. Si le dejabas hablar, era capaz de convertir al demonio en un ángel. Una vez dado mi consentimiento, me explicó los detalles de mi cometido, mi misión.

      Nueve días después, el jueves, 16 de enero de 1958, volaba hacia Helsinki, Finlandia, con un único propósito: mantener un encuentro con un hombre de toda confianza del Sr. Scott, quien me daría información de un alto dirigente de la KGB6. A aquel desconocido le pusimos el apodo de «yanqui rojo», por supuesto, fuera del conocimiento de nuestra embajada. Era un viaje de incógnito, aparentemente de vacaciones. A esas alturas ya tenía totalmente asumido que mi papel estaba dentro del círculo del señor Scott, un círculo muy restringido y que actuaba de forma independiente, fuera de la influencia y el control de La Compañía, como así llamábamos a la CIA.

      A pesar de estar preparado para convivir con el frío y la nieve en los duros inviernos de Nueva York y Washington, cuando aterricé en el nuevo aeropuerto de Vantaa, a 19 kilómetros de la capital Helsinki, pude comprobar el inmenso manto blanco que cubría toda la ciudad. Una estampa preciosa que no cambia hasta que tus inseguros pies rompen el frío gélido a cada paso. Los termómetros marcaban -8 ºC.

      Lo primero que hice fue comprarme un gorro de piel de marta para que me cubriera la cabeza y mis sensibles orejas; para lo demás, iba bien equipado. Era mediodía y se podía decir que el momento de máxima concurrencia de la población; aun así, en comparación con la gran City, la imagen que veía era de escasa presencia humana, y aunque en Estados Unidos estábamos en invierno, no se parecía en absoluto al frío que noté al llegar a Finlandia. Era tal la sensación gélida que notaba cómo los cristalitos de hielo se aposentaban hasta en los minúsculos vellos de mi nariz. Con aquella sensación pedí a un taxi que me acercara al hotel. Le enseñé un papel escrito con el nombre: «Radisson Blu Plaza Hotel».

      Cuando el conductor leyó la nota, me contestó en un perfecto inglés:

      —De acuerdo, no se preocupe. Enseguida le llevo.

      —Cómo me alegro de que hable usted mi idioma. No hablo casi finés y sé que me resultará difícil comunicarme estos días.

      —¿De dónde es usted?

      —Norteamericano.

      —Bueno, no se preocupe. No tendrá ningún problema.

      —El inglés se practica mucho, ¿verdad?

      —Sí, lo habla mucha gente, especialmente los jóvenes; esos saben hasta latín.

      —Muchas gracias.

      —¿De negocios? —preguntó el taxista.

      —Un poco de todo. ¿Qué tal el hotel?

      —Muy bien. Un histórico, tiene unos cuarenta años y alberga el restaurante Plaza, que tiene muy buena cocina. Se encuentra junto al parque Kaisaniemi y a veinte minutos a pie de casi todo lo importante que se puede ver de la ciudad.

      —¿Está lejos el hotel del Teatro Ruso?

      —De dieciocho a veinte minutos; en verano y a paso ligero, unos doce o trece. Está muy cerca, aunque ahora tiene que ir mucho más despacio. Hay placas de hielo bajo la nieve y uno puede resbalarse. El secreto, caminar despacio.

      —Muchas gracias. ¿Me permite una pregunta?

      —Por supuesto.

      —Como voy a estar bastantes días, quisiera escuchar alguna pieza de Sibelius. ¿Es posible?

      —¿Le gusta a usted la música?

      —Cuando puedo, intento escucharla, pero aquí, en la tierra del gran músico y con mucho tiempo disponible, no me perdonaría perder la ocasión.

      —No le podría contestar a su pregunta. Sé que todos los martes en la Sala de Conciertos del Ayuntamiento se puede escuchar y ver a la Orquesta Sinfónica. Seguro que allí siempre interpretan algo de Sibelius.

      —Pues muchas gracias de nuevo.

      Con aquella simple explicación, que luego complementé en la recepción del hotel, pude hacerme una composición del lugar y de mis siguientes pasos a realizar. Lo primero que hice fue comprarme una pequeña cámara fotográfica. Así podría disimular y representar mejor mi papel de turista; además, me ayudaría a pasar mejor los tiempos de espera, que seguro los habría.

      El sábado 18 tenía el contacto con el desconocido. El lugar, el Teatro Alexander, más conocido comoTeatro Ruso, situado en la calle Bulevardi, lugar de la sede de la Ópera Nacional de Finlandia. Allí, en la fila número 8, butaca 10, sector derecho, tenía cita con un desconocido que, según mi información, estaría sentado junto a mí. Pero había un problema: no sabía si se sentaría a mi derecha o mi izquierda para hablar de otro hombre, aún más desconocido.

      Recuerdo que la obra que representaban era El lago de los cisnes, de Tchaikovsky. Pero, debido a mis circunstancias, no tuvo en mí el éxito deseado, dada la preocupación por ver quién era mi contacto. Antes de comenzar, a mi izquierda había sentado un hombre mayor de barba bien recortada, mientras que a mi derecha el asiento estaba vacío, por lo que estaba más pendiente de mirar a mi alrededor que al escenario. Momentos antes de apagar las luces para dar comienzo a aquella representación, una señora accedió a la butaca vacía por el pasillo derecho, haciendo que se levantasen todos los ocupantes de sus respectivas butacas. Por fin se sentó. De su bolso sacó unas gafas y el programa, al tiempo que me dijo:

      —Iemaneman enkasavu7— o algo parecido; más tarde supe su significado.