Pedro J. Sáez

Emboscada en Dallas


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y empezó la representación de aquella ópera, la transformación real de la princesa Odette, que se convertía por primera vez en un cisne. Luego, junto al decorado de un parque ante palacio, el príncipe Sigfrido celebraba su vigésimo primer cumpleaños con su tutor, amigos y campesinos. Las diversiones eran interrumpidas por la reina, madre de Sigfrido, y sus damas de honor, que se preocupaba por el estilo de vida que llevaba su hijo. La madre le recordó que la noche siguiente debería escoger esposa durante el baile real de celebración oficial de su cumpleaños, al que acudirían las más jóvenes y hermosas muchachas de la comarca, de entre las cuales el príncipe tendría que elegir a una como futura esposa. Era fácil seguir el programa porque, aunque muy resumida, ofrecía una traducción al inglés; todo un detalle.

      La música, la escenificación y los movimientos armoniosos de los personajes eran tales que trasladaron, no sé a dónde, mi misión. Tenía que realizar grandes esfuerzos para dejar de contemplar aquellas bellas imágenes. Como debía prestar atención tanto a mi derecha como a mi izquierda, muchas veces dejaba de contemplar lo bello y maravilloso de aquel acto. Pensar si era la señora de mi derecha o el señor de barba de mi izquierda, el enlace con quien tenía que recibir alguna señal para cerrar aquel encuentro, me producía tensión y, a veces, nerviosismo e impaciencia.

      Viendo que ambos asistentes estaban tan atentos a aquella maravillosa ópera, y dado que no me había apercibido de ningún contacto, opté por imitarlos. El tiempo pasó y me sumergí de nuevo en ese cuento de hadas, convirtiéndome en el desolado príncipe y esperando a que mi Odette, de quien me había enamorado, y ya convertida en cisne junto a toda su corte por el hechizo del malvado Von Rothbart, recuperara su forma humana a la noche siguiente. Así que debía esperar, y esperé.

      Tengo que admitir que hubo momentos en que la música me puso los pelos de punta, sobre todo cuando vi el acto cuarto, donde a orillas del lago las jóvenes cisnes esperan tristemente la llegada de Odette. Ella llega llorando desesperada por la traición de Sigfrido y les cuenta los tristes acontecimientos de la fiesta en palacio. Las doncellas cisnes tratan de consolarla, pero ella se resigna a la muerte. Aparece Sigfrido implorando su perdón. Ella lo perdona y la pareja reafirma su amor. Ya sé que es de un romanticismo exagerado, pero aquella puesta en escena de tantas bailarinas cisnes danzando junto a su reina, la música, las luces y los movimientos de sus brazos y sus cuerpos le dejan a uno perplejo. Sentí que se detuvo el tiempo.

      Supe que pronto se acabaría y nada me hacía sospechar que el contacto se fuera a producir; miré a mi derecha y aquella mujer estaba llorando. Luego, volví la mirada a mi izquierda. ¡Mierda! El hombre de barba recortada había desaparecido y yo no me había enterado. ¿Pero cuándo se marchó?

      No me extrañó que tuviera tal descuido, porque aquella música, aquel ballet te hipnotizaban. Me dejé llevar en mi frustración y vi terminar, como todos los presentes, los últimos bailes, los últimos movimientos hasta el abrazo final de los dos enamorados. Os puedo asegurar que sentí la misma emoción que cuando escucho el himno nacional. Fue impresionante. Diez minutos de pie todos aplaudiendo, entre ellos, yo. Cuando terminó, todas las luces se encendieron y la señora me preguntó en palabras inteligibles:

      —¿Le ha gustado?

      Me sorprendió tanto que mis labios quedaron sellados por segundos. Al final respondí un «mucho» que casi ni yo mismo escuché.

      —Mañana a las once en la fuente de Havis Amanda. No se olvide. Fuente Havis Amanda a las once de la mañana.

      Sin darme tiempo a reaccionar, se marchó más rápido de lo que había venido. Recogí mi abrigo y mi gorro en la guardarropía y me fui. Tras dos horas sentado, necesitaba dar un paseo hasta el hotel, memorizando aquel mensaje y recordando la conversación que tuve con el señor Scott:

      —Esta misión no es de alto riesgo. Es más, diría que de riesgo cero. Tan solo tiene que escuchar y memorizar bien lo que le digan, pidan o soliciten. Una persona, bien consolidada en el Partido Comunista Ruso y perteneciente a la KGB, tiene pensamiento de desertar. Al menos, así se lo ha hecho saber a uno de mis agentes. No quiero ni debo poner en riesgo la integridad de esa persona, por lo que no se utilizarán los cauces oficiales de la CIA hasta que todo esté confirmado, seguro y ratificado por mí. Por eso, esta misión es ideal para usted. No está fichado ni ha operado en ningún país fuera de México.

      —Creo que me vendrá muy bien un cambio de aires. ¿Quién es el contacto? —recuerdo que le pregunté.

      —Una persona se pondrá en contacto con usted en el Teatro Ruso, donde irá a ver una ópera. En este sobre están las entradas al teatro, monedas del país y un plano de ubicación. Una cosa importante: no escriba nada. Todo lo debe memorizar. Recuerde que va de viaje de turismo durante un mes, así que considere que le he dado sus merecidas vacaciones pagadas. Si le ocurriese algo, diga la verdad, que es asesor en materia energética de la Embajada de los Estados Unidos en México. No tendrá ningún problema. Y si se complicaran mucho las cosas, llame a nuestro embajador.

      —¿Pero no me ha dicho que no hay ningún riesgo?

      —Se lo he dicho, pero esto es como los médicos cuando operan, que no garantizan un éxito al cien por cien.

      —Bueno, dicho así, mantendré esa esperanza. Muchas gracias, señor Scott.

      —Gracias a usted. Otra cosa, ya va siendo hora de que nos tuteemos, ¿verdad, Bill?

      —Me parece muy bien, Wim.

      Sin darme cuenta de lo que había caminado y pensando en el espectáculo que presencié, me encontré en el Parque Esplanadi. Giré hacia el norte por la calle Mikonkatu y llegué al Hotel Plaza; los tan solo veintitrés minutos que tardé fueron suficientes para que se me helara la nariz. Eran las 20:15 y la temperatura marcaba -15 ºC. Fui directo a cenar. Después, como no bebo alcohol, me acosté enseguida para calentarme.

      A la mañana siguiente, domingo, amaneció totalmente despejado. Tomé un largo baño y, después de un fuerte desayuno, marché hacia el lugar de encuentro al final del Parque Esplanadi en su lado este, donde se hallaba la Fuente Havis Amanda, en la misma Plaza del Mercado. Hice algunas fotos como recuerdo y esperé mirando los edificios de alrededor.

      —¿Señor Sullivan? —escuché una voz a mis espaldas.

      Cuando me volví, reconocí a aquel hombre. Era el que se había sentado a mi izquierda en el teatro la tarde anterior.

      —¡Sí! ¿No es usted…?

      —El de su izquierda —me interrumpió.

      —Espero que hoy no desaparezca sin avisar.

      —Perdone, si le molesté, pero debemos tomar todo tipo de precauciones. Si es tan amable, vayamos paseando.

      No dimos más de diez pasos cuando le pregunté:

      —¿Con quién tengo el gusto de hablar?

      —Mi nombre que debe saber es Jalo. Pertenezco a un grupo secreto que mantiene relaciones en ambos lados. Ya sabe, entre occidentales y rusos. Y le puedo asegurar que es difícil mantener un equilibrio perfecto. A veces, los de un lado nos ven como sus enemigos; otras, los mismos nos consideran sus amigos y colaboradores. Es muy complicado, pero así es este juego.

      —Le entiendo.

      —Sin embargo, y pese a todo, soy un hombre fiel a Scott. Él me salvó la vida cuando estuvo en Europa. Desde entonces, opero y le ayudo cada vez que me lo pide. Supongo que esto le habrá resuelto cualquier duda o, por lo menos, le habrá tranquilizado saber quién tiene de frente, ¿no?

      —Sin duda. Pero, dígame, solo por curiosidad, ¿quién era la señora de ayer, la del mensaje?

      —Es mi número dos, de toda confianza.A su marido lo asesinaron los rusos. Haría cualquier cosa por ayudar a que un ruso desertara y se pasara al otro bando. Bien, ahora quiero que preste mucha atención. Cuando termine, me puede hacer las preguntas que usted considere pertinentes.

      —De acuerdo.

      —Nuestro hombre en cuestión estuvo trabajando como jefe de sección en el Departamento del