Fernando Gonzáles

Santander


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el nombre de Josefa, y la cual vivió con el héroe nacional, no propiamente en el mismo hogar, sino en la casa colindante, como veremos después. Con Santander nadie convivió.

      Compañeros de su niñez fueron sus primos hermanos Pedro Fortoul y José Concha, quienes al escribirle lo llamarán don Pacho. Su alma disimulada y simuladora adquirió desde la niñez cierto respeto entre los suyos, el cual se tradujo con el título de don Pacho. Todos sus parientes, en presencia de este niño de labios delgados y comprimidos con un amago de sonrisa helada en las comisuras, y de ojillos grises y fríos, sentían que era un abismo, pero reconocían que era una cima. A su lado se experimentaba (y experimenta la historia al resucitarlo) ese cierto terror de un mal desconocido. Pero al mirarlo y estudiarlo había y hay que reconocer que era muy bueno. De ahí el sobrenombre de don Pacho.

      Nadie lo amó, ni siquiera su madre. Ninguno podía presentar pruebas nuncupativas contra él. Sus tías carnales, Concha y las Colmenares, vivían admiradas y repetían: “Es muy aseado”; y les hacía coro el padre Manuel de Lara, quien lo bautizó.

      Igual sucede a quienes han leído su historia, que sienten que él fue el autor de la conspiración de septiembre contra el Libertador, del odio a los venezolanos en 1826, de la muerte de Infante, acusación de Páez, muerte de Bolívar y de la Gran Colombia, asesinatos de Sardá y Mariano París, etc. Pero tartamudean, no encuentran las pruebas. Donde éstas deberían estar, aparece un documento suyo de expresiones morales rimbombantes: respeto a la ley; obediencia a la voluntad soberana; mi corazón sangrante de dolor por cumplir el deber; respeto a la constitución, etc.…

      No se preocupe, misiá Manuela –decía el padre Lara–, que el muchachito no es que esté atrancado, sino que se come el bollo.

      Francisco de Paula será un grande hombre: el Gran Hipócrita. El 20 de mayo de 1820 le escribe Bolívar (y nótese que estamos en los días de su gran amistad con el Libertador):

      “Usted me parece que es como algunos otros que yo conozco en el mundo, que les gusta hacer lo que no quieren que les hagan, sin duda por ser enemigo de las chocherías de Jesucristo, que se empeñaba en lo contrario, en contravención de la ley natural, que exige todo para sí y nada para los otros. Usted gusta de la franqueza sin rebozo, de la amistad ingenua y de decir verdad; y después se pone bravo cuando le siguen sus pasos, como la vieja coqueta que no quiere dejar hacer baza a su hija, que no hace más que imitarla. Voy a decirle a usted no más que dos cositas: ¿le gustaría a usted mucho que le contestasen de oficio: ‘He recibido el decreto tal y no me ha parecido irregular’? ¿Y en una carta particular aquello de ‘la responsabilidad que algún día llegará a ser efectiva’? Por poca cavilosidad que tenga uno, esto quiere decir que se esperaba que el decreto fuese irregular y que ya no hay otro modo de contener a uno sino por el temor de la responsabili-. dad. Esto es sin hacer caso de lo que llama Tolrá estilo irrespetuoso, porque éstas son bagatelas que pasan entre amigos. Digo, mi amigo, estas cosas, para justificarme contra los propósitos que usted ha quebrantado: si usted no me cucara yo no me defendería”.

      Desde que lo conoció fue desnudado por el Libertador. En esta carta le llama egoísta y de intenciones subterráneas. No hay escrito de Santander que no sea venenoso, pero como las píldoras, que tienen el veneno envuelto en miel. Huía de lo nuncupativo.

      ¡Qué psicólogo era el Libertador! En esa carta del tiempo de la luna de miel, Bolívar enrostra al hijo de la alcaldesa Omaña Rodríguez su espíritu torcido, de sofista de seminario, encubridor de intenciones.

      En todo caso, el niño aprendió a leer y escribir y las declinaciones latinas. Su rúbrica parece una serpiente. En su firma la a es abierta como una u; la n cae en el segundo brazo; la d se prolonga hacia arriba, hacia la derecha, como un puñal. Rasgos venenosos, enfermizos. Inteligencia subterránea y aguda. Rápido en la adaptación; poder genial mimético; recogimiento sobre sí mismo de felino, para el brinco. Frialdad de cocodrilo en la espera y ante los efectos de su reacción cruel.

       Capítulo segundo

       EL SEMINARIO.—AMBIENTE CLERICAL.—LA CONFESIÓN.—CURAS Y RÁBULAS.—CAMILO TORRES.—EMIGDIO BENÍTEZ.—FRUTOS GUTIÉRREZ.—CUSTODIO GARCÍA ROVIRA.—EXAMEN DE PRÁCTICA FORENSE.—EL CARAQUEÑO.—PARALELO ENTRE LOS DOS NIÑOS, SIMÓN Y DON PACHO.—ROUSSEAU.—SIMÓN RODRÍGUEZ.—EL EMILIO Y SU INFLUENCIA.

      SANTANDER tiene trece años. Su tío vela por él desde la catedral de Santafé, en donde ejerce el sacerdocio. Así como le consiguió la alcaldía a Juan Agustín, hace tiempo que está intrigando por una beca en el seminario de San Bartolomé. La obtiene al fin, y en 1805 se lleva al muchacho.

      Allá, en la ciudad fría y teologal, semillero de jurisconsultos, tenemos a Santander de trece años, becado interno, destinado para cura. Estudia bien, pero su lucha terrible, la que va formando y desarrollando su carácter, es la de tener contento y sacarle dinero al tío cura. Su trato social ahora se reduce al tío; de él depende.

      ¿Qué se hace la plata que consiguen los curas? ¿Alguien ha visto a uno que dé limosnas o que gaste en algo? Todos huelen a resinas, olor pegajoso, y sus bolsillos en las sotanas son profundos, difíciles, escolásticos y con subfondos. De los de Nicolás Mauricio salían los chimbos para Santander, pero después de mil representaciones psicológicas en que su espíritu de hábil simulador quedaba torcido: educación de seminario. Solamente los que hayan dependido de un tío sacerdote, o hayan sido gentes de sacristía, monaguillos, sacristanes, podrán saber lo astuta que se vuelve el alma del niño que convive con un clérigo. Hay que fingir vocación, actitudes compungidas, devotas. El cura hunde mano, brazo y parte del antebrazo en el bolsillo abismo, lentamente; habla y habla, monologa, saca la punta de la lengua y se relame; sonríe, rezonga, y, por fin, va retirando el brazo y en la extremidad de la mano aparece el chimbo: la centésima parte de lo esperado, codiciado y perseguido durante meses.

      Durante cinco años Francisco de Paula simula y obtiene. Se confiesa…

      La confesión, como práctica rutinaria que nos conquista el aprecio social, convierte al hombre en simulador: aprende a ejecutar y a tapar el acto con la actitud. Pervierte la conciencia. El sacristán, por ejemplo, es gran ladrón, depravado sexual, y adquiere cara y modales de santo: queremos decir de santo de palo, de esos iconos pálidos, llorosos, compungidos y ojibajos que sacan en las procesiones. ¿Por qué el sacristán no mira de frente? Éste es el ambiente de seminario.

      La confesión nace de necesidad psíquica y tiene profundo significado: desnudarse, anhelar ser bello, deshacer, reparar. Ahí tenemos la literatura confesional, tan profunda, hermosa y rica. Pero el confesionario católico, la casilla olorosa a rapé, la confesión como rutina social (y mucho más en las sociedades clericales de las colonias, en donde sirve para obtener éxitos, como trampolín político), es el taller en donde se manufacturan las almas hipócritas y torcidas.

      Santander era de suyo de inteligencia hábil y mimética, y en ese seminario aprendió que el pecado se tapa con una actitud y que ésta produce éxito social. Aprendió a reprimirse en público, a ejecutar en la soledad y a tapar con actitudes: el gran cómico.

      Así iba formándose nuestro héroe. Estudió algo de latín, historia romana, francés y gramática española (en una carta de 1809 escribe: “No me force”).

      … y en 1809 principió a estudiar Derecho.

      En la Nueva Granada todos eran hijos de seminario y rábulas. El cura y el rábula son primos hermanos. Es evidente que los conventos y las leyes florecen en las tierras altas y frías de los Andes. La región poblada de la Nueva Granada era el lomo andino: ciudades aisladas y frías; frailejón, lana, hábitos talares, clérigos de visita en las casas, vírgenes coloradotas y arropadas, señorones de mucho ropaje y leyes, escasa luz, iglesias sombrías, confesionarios en rincones… ¿No seremos todos descendientes de curas? Por lo menos todos somos doctores utroque, mitad