Gianluigi Pascuale

365 días con Francisco de Asís


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otro, como fue el caso de fray Silvestre, hablaba con Dios, como un amigo con otro, lo mismo que Moisés (Éx 3); otro volaba con la sutileza del intelecto hasta la luz de la divina sabiduría, como el águila, es decir, Juan Evangelista, y fue el muy humilde fray Bernardo, que exponía con toda profundidad la Sagrada Escritura; alguno fue santificado por Dios y canonizado en el cielo, viviendo aún en el mundo, y este fue fray Rufino, caballero de Asís; y así, todos fueron privilegiados con singulares muestras de santidad, tal como se declara más adelante.

      (Las florecillas de san Francisco, I: FF 1826)

      22 de febrero

      Estando san Francisco en un lugar, en los comienzos de la religión, reunió a sus compañeros para hablar de Cristo y, lleno de fervor de espíritu, mandó a uno de ellos que, en nombre de Dios, abriera la boca y hablase de Dios lo que el Espíritu Santo le inspirase, y el hermano cumplió el mandato y habló de Dios maravillosamente; y san Francisco le impuso silencio y mandó a otro hermano que hiciese lo mismo, y este, obediente, habló de Dios con toda sutileza, y san Francisco le impuso silencio de igual modo y mandó lo mismo a un tercero, que también comenzó a hablar de las cosas secretas de Dios tan profundamente que san Francisco conoció con certeza que hablaba inspirado, como los otros, por el Espíritu Santo. Y esto también se demostró mediante una señal expresa; ya que mientras estaban en esta conversación, se apareció Cristo bendito en medio de ellos con el aspecto y la forma de un joven bellísimo y, bendiciéndoles a todos, les llenó de tanta gracia y dulzura, que todos ellos se quedaron extasiados y fuera de sí, y yacían como muertos, sin sentir las cosas de este mundo. Cuando volvieron en sí, les dijo san Francisco: «Hermanos míos muy queridos, dad gracias a Dios que ha querido revelar los tesoros de la divina sabiduría por boca de los simples, pues es Dios quien abre la boca de los mudos y hace que las lenguas de los sencillos hablen sapientemente».

      (Las florecillas de san Francisco, XIV: FF 1843)

      23 de febrero

      A todos los poderosos y cónsules, jueces y gobernantes de toda la tierra y a todos los demás a quienes lleguen estas letras, el hermano Francisco, vuestro pequeño y despreciable siervo en el Señor Dios, os desea a todos vosotros salud y paz.

      Considerad y ved que el día de la muerte se aproxima. Os ruego, por tanto, con la reverencia que puedo, que no olvidéis al Señor ni os apartéis de sus mandamientos a causa de los cuidados y preocupaciones de este siglo que tenéis, porque todos aquellos que lo echan al olvido y se apartan de sus mandamientos son malditos, y serán echados por Él al olvido (cf Sal 118,21; Ez 33,13).

      Y cuando llegue el día de la muerte, todo lo que creían tener, se les quitará. Y cuanto más sabios y poderosos hayan sido en este siglo, tanto mayores tormentos sufrirán en el infierno (cf Sab 6,7).

      Por lo que os aconsejo firmemente, como a señores míos, que, habiendo pospuesto todo cuidado y preocupación, recibáis benignamente el santísimo cuerpo y la santísima sangre de nuestro Señor Jesucristo en santa memoria suya.

      Y rendid al Señor tanto honor en medio del pueblo que os ha sido encomendado, que cada tarde se anuncie por medio de pregonero o por medio de otra señal, que se rindan alabanzas y gracias por el pueblo entero al Señor Dios omnipotente. Y si no hacéis esto, sabed que tendréis que dar cuenta ante el Señor Dios vuestro, Jesucristo, en el día del juicio (cf Mt 13,36).

      Los que guarden consigo este escrito y lo observen, sepan que son benditos del Señor Dios.

      (Carta a las autoridades: FF 210-213)

      24 de febrero

      Al veraz siervo de Dios san Francisco, ya que en ciertas cosas fue casi otro Cristo, dado al mundo para la salvación de las gentes, Dios Padre le quiso hacer en muchos actos semejante y conforme a su Hijo Jesucristo, como se demuestra en el venerable colegio de los doce compañeros, y en el admirable misterio de los sagrados Estigmas y en el ayuno continuado de la santa Cuaresma, que él pasó de este modo.

      Se encontraba una vez san Francisco, un día de Carnaval, cerca del lago de Perugia, en casa de un devoto suyo que le había hospedado aquella noche, cuando le inspiró Dios que pasase aquella Cuaresma en una isla del lago. Por lo que san Francisco pidió a su devoto que, por amor de Cristo, le llevase en su barquilla a una isla del lago donde no hubiera habitantes y que lo hiciese la noche del Miércoles de Ceniza, de modo que nadie los viese. Y aquel hombre, por amor de la gran devoción que tenía a san Francisco, cumplió solícitamente su deseo y le trasladó a la isla; y san Francisco no se llevó más que dos panecillos. Y cuando llegaron a la isla y el amigo se disponía a volver a su casa, san Francisco le rogó afectuosamente que no revelase a nadie que estaba allí y que no fuera a buscarle hasta el Jueves Santo; y con esto se marchó aquel y san Francisco se quedó solo.

      Pero como no había ninguna habitación donde guarecerse, se adentró en la tupida espesura, donde espinos y arbustos habían formado una especie de cubil o choza, y en tal lugar se puso en oración y a contemplar las cosas celestiales. Y allí estuvo toda la Cuaresma sin comer ni beber, salvo la mitad de uno de aquellos panecillos, según comprobó aquel devoto suyo el Jueves Santo cuando volvió a buscarle, pues de los dos panecillos encontró uno entero y la mitad del otro; se cree que san Francisco se comió la otra mitad, por respeto al ayuno de Cristo bendito, que ayunó durante cuarenta días y cuarenta noches sin tomar ningún alimento material; y así, con aquel medio pan, alejó de sí el veneno de la vanagloria y, a ejemplo de Cristo, ayunó cuarenta días y cuarenta noches.

      Después, en aquel lugar donde san Francisco había realizado una abstinencia tan maravillosa, obró Dios muchos milagros por sus méritos; por lo cual comenzaron los hombres a levantar casas y habitarlas; y en poco tiempo se formó en aquel sitio un burgo bueno y grande, y hay allí un lugar de hermanos conocido como el lugar de la Isla, y aún hoy los hombres y las mujeres de aquel burgo guardan gran reverencia y devoción al lugar donde san Francisco hizo aquella Cuaresma.

      (Las florecillas de san Francisco, VII: FF 1835)

      25 de febrero

      ¡En el nombre del Señor!

      Todos los que aman al Señor con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente, con todas las fuerzas (cf Mc 12,30), y aman a sus prójimos como a sí mismos (cf Mt 22,39), y odian a sus cuerpos con sus vicios y pecados, y reciben el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, y hacen frutos dignos de penitencia (cf Lc 3,8):

      ¡Oh, qué bienaventurados y benditos son ellos y ellas, mientras hacen estas cosas y en tales cosas perseveran!, porque descansará sobre ellos el espíritu del Señor (cf Is 11,2) y hará en ellos habitación y morada (cf Jn 14,23), y son hijos del Padre celestial, cuyas obras hacen, y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo (cf Mt 12,50).

      Somos esposos cuando, por el Espíritu Santo, el alma fiel se une a nuestro Señor Jesucristo. Somos para él hermanos cuando hacemos la voluntad del Padre que está en los cielos (Mt 12,50); madres, cuando lo llevamos en nuestro corazón y en nuestro cuerpo, por el amor divino y por una conciencia pura y sincera; y lo damos a luz por medio de obras santas, que deben iluminar a los otros como ejemplo (cf Mt 5,16).

      ¡Oh, qué glorioso, santo y grande es tener un Padre en los cielos!

      ¡Oh, qué santo, consolador, bello y admirable, tener un tal esposo!

      ¡Oh, qué santo y cuán amado, placentero, humilde, pacífico, dulce, amable y sobre todas las cosas deseable, tener un tal hermano y un tal hijo: Nuestro Señor Jesucristo!, quien dio la vida por sus ovejas (cf Jn 10,15) y oró al Padre diciendo:

      Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has dado en el mundo; tuyos eran y tú me los has dado. Y las palabras que tú me diste, se las he dado a ellos, y ellos las han recibido y han creído de verdad que salí de ti, y han conocido que tú me has enviado. Ruego por ellos y no por el mundo. Bendícelos y santifícalos, y por ellos me santificó a mí mismo. No ruego sólo por ellos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, han de creer en mí, para que sean santificados en la unidad, como nosotros. Y quiero, Padre, que,