Gianluigi Pascuale

365 días con Francisco de Asís


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se puso de manifiesto en las llagas del cuerpo.

      Por eso, no puede contener el llanto desde entonces; gime lastimeramente la pasión de Cristo, que casi siempre tiene ante los ojos. Al recordar las llagas de Cristo, llena de lamentos los caminos, no admite consuelo. Se encuentra con un amigo íntimo, que, al conocer la causa del dolor de Francisco, luego rompe a llorar también él amargamente.

      Pero no descuida por olvido la santa imagen misma, ni deja, negligente, de cumplir el mandato recibido de ella. Da, desde luego, a cierto sacerdote una suma de dinero con que comprar lámpara y aceite para que ni por un instante falte a la imagen sagrada el honor merecido de la luz. Después, ni corto ni perezoso, se apresura a poner en práctica lo demás, trabajando incansable en reparar la iglesia. Pues, aunque el habla divina se había referido a la Iglesia que había adquirido Cristo con su sangre (cf He 20,28), Francisco, que había de pasar poco a poco de la carne al espíritu, no quiso verse de golpe encumbrado.

      (Tomás de Celano, Vida segunda, I, 6: FF 594-595)

      18 de febrero

      Entretanto, el santo de Dios, cambiado su hábito secular y restaurada la iglesia (de San Damián), marchó a otro lugar próximo a la ciudad de Asís; allí llevó a cabo la reedificación de otra iglesia muy deteriorada y semiderruida; de esta forma continuó en el empeño de sus principios hasta que dio cima a todo.

      De allí pasó a otro lugar llamado Porciúncula, donde existía una iglesia dedicada a la bienaventurada Virgen Madre de Dios, construida en tiempos lejanos y ahora abandonada, sin que nadie se cuidara de ella. Al contemplarla el varón de Dios en tal estado, movido a compasión, porque le hervía el corazón en devoción hacia la madre de toda bondad, decidió quedarse allí mismo.

      Cuando acabó de reparar dicha iglesia, se encontraba ya en el tercer año de su conversión.

      En este período de su vida vestía un hábito como de ermitaño, sujeto con una correa; llevaba un bastón en la mano, y los pies calzados.

      Pero cierto día se leía en esta iglesia el evangelio que narra cómo el Señor había enviado a sus discípulos a predicar; presente allí el santo de Dios, no comprendió perfectamente las palabras evangélicas; terminada la misa, pidió humildemente al sacerdote que le explicase el evangelio. Como el sacerdote le fuese explicando todo ordenadamente, al oír Francisco que los discípulos de Cristo no debían poseer ni oro, ni plata, ni dinero; ni llevar para el camino alforja, ni bolsa, ni pan, ni bastón; ni tener calzado, ni dos túnicas, sino predicar el reino de Dios y la penitencia (Mt 10,7-10; Mc 6,8; Lc 9,3), al instante, saltando de gozo, lleno del Espíritu del Señor, exclamó: «Esto es lo que yo quiero, esto es lo que yo busco, esto es lo que en lo más íntimo del corazón anhelo poner en práctica».

      Rebosando de alegría, se apresura inmediatamente el santo padre a cumplir la doctrina saludable que acaba de escuchar; no admite dilación alguna en comenzar a cumplir con devoción lo que ha oído. Al punto desata el calzado de sus pies, echa por tierra el bastón y, gozoso con una túnica, se pone una cuerda en lugar de la correa. Desde este momento se prepara una túnica en forma de cruz para expulsar todas las ilusiones diabólicas; se la prepara muy áspera, para crucificar la carne con sus vicios y pecados; se la prepara, en fin, pobrísima y burda, para que el mundo nunca pueda ambicionarla. Todo lo demás que había escuchado se esfuerza en realizarlo con la mayor diligencia y con suma reverencia. Pues nunca fue oyente sordo del Evangelio sino que, confiando a su feliz memoria cuanto oía, procuraba cumplirlo al pie de la letra sin tardanza.

      (Tomás de Celano, Vida primera, I, 9: FF 354-357)

      19 de febrero

      Pero el padre según la carne persigue al que se entrega a obras de piedad, y, juzgando locura el servicio de Cristo, lo lacera dondequiera con maldiciones. Entonces, el siervo de Dios llama a un hombre plebeyo y simple por demás, y, tomándolo por padre, le ruega que, cuando el padre lo acose con maldiciones, él, por el contrario, lo bendiga. Evidentemente, lleva a la práctica el dicho del profeta y declara con hechos lo que dice este de palabra: Maldicen ellos, pero tú bendecirás (Sal 108,28).

      Por consejo del obispo de la ciudad, que era verdaderamente piadoso, devuelve al padre el dinero que el hombre de Dios habría querido invertir en la obra de la iglesia mencionada, pues no era justo gastar en usos sagrados nada mal adquirido. Y, oyéndolo muchos de los que se habían reunido, dijo: «Desde ahora diré con libertad: Padre nuestro, que estás en los cielos (Mt 6,8), y no padre Pedro Bernardone, a quien no sólo devuelvo este dinero, sino que dejo también todos los vestidos. E iré desnudo al encuentro del Señor».

      ¡Ánimo noble el de este hombre, a quien ya sólo Cristo basta! Se vio entonces que el varón de Dios llevaba puesto un cilicio bajo los vestidos, apreciando más la realidad de las virtudes que su apariencia.

      Un hermano carnal, a imitación de su padre, lo molesta con palabras envenenadas. Una mañana de invierno en que ve a Francisco en oración, mal cubierto de viles vestidos, temblando de frío, el muy perverso dice a un vecino: «Di a Francisco que te venda un céntimo de sudor». Oyéndolo el hombre de Dios, regocijado en extremo, respondió sonriente: «Por cierto que lo venderé a muy buen precio a mi Señor». Nada más acertado, porque recibió no sólo cien veces más, sino también mil veces más en este mundo y heredó en el venidero, para sí y para muchos, la vida eterna (cf Mt 19,29).

      (Tomás de Celano, Vida segunda, I, 7: FF 596-598)

      20 de febrero

      Se esfuerza de aquí en adelante por convertir en austera su anterior condición delicada y por reducir a la bondad natural su cuerpo, hecho ya a la molicie. (...)

      Desde que comenzó a servir al Señor de todos, quiso hacer también cosas asequibles a todos, huyendo en todo de la singularidad, que suele mancharse con toda clase de faltas. Así, al tiempo en que se afanaba en la restauración de la iglesia que le había mandado Cristo, de tan delicado como era, iba tomando trazas de campesino por el aguante del trabajo. Por eso, el sacerdote encargado de la iglesia, que lo veía abatido por el cansancio excesivo, movido a compasión, comenzó a darle de comer cada día algo especial, aunque no exquisito, pues también él era pobre. Francisco, reflexionando sobre esta atención y estimando la piedad del sacerdote, se dijo a sí mismo: «Mira que no encontrarás donde quieras sacerdote como este, que te dé siempre de comer así. No va bien este vivir con quien profesa pobreza; no te conviene acostumbrarte a esto; poco a poco volverás a lo que has despreciado, te abandonarás de nuevo a la molicie. ¡Ea!, levántate, perezoso, y mendiga condumio de puerta en puerta».

      Y se va decidido a Asís, y pide cocido de puerta en puerta, y, cuando ve la escudilla llena de viandas de toda clase, se le revuelve de pronto el estómago; pero, acordándose de Dios y venciéndose a sí mismo, las come con gusto del alma. Todo lo hace suave el amor y convierte en totalmente dulce lo que es amargo.

      (Tomás de Celano, Vida segunda, I, 8-9: FF 599-600)

      21 de febrero

      Ante todo se debe considerar que el glorioso messere san Francisco, en todos los hechos de su vida, fue conforme a Jesucristo bendito; porque así como Cristo, al principio de su predicación, eligió doce apóstoles para que, despreciando toda cosa mundana, le siguieran en pobreza y demás virtudes, también san Francisco eligió, desde el principio de la fundación de la Orden, doce compañeros poseedores de la altísima pobreza. Y así como uno de los doce apóstoles, el que se llamó Judas Iscariote, apostató del apostolado, traicionando a Cristo, y se ahorcó a sí mismo por el cuello (Mt 27,3-5), también uno de los doce compañeros de Francisco, de nombre Juan della Capella, apostató y finalmente se ahorcó. Y esto sirve de gran ejemplo para los elegidos y es motivo de humildad y temor, considerando que nadie está seguro de perseverar hasta el final en la gracia de Dios. Y del mismo modo que los apóstoles admiraron a todo el mundo por su santidad y humildad y plenitud del Espíritu Santo, así también aquellos santos compañeros de san Francisco fueron hombres de tanta santidad que, desde el tiempo de los apóstoles hasta ahora, no hubo en el mundo hombres tan maravillosos y santos; pues alguno de ellos, en concreto fray Gil, fue arrebatado hasta el tercer