Gianluigi Pascuale

365 días con Francisco de Asís


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llegada y conversión de hombre tan calificado, ya que esto le demostraba que el Señor tenía cuidado de él, pues le daba un compañero necesario y un amigo fiel.

      (Tomás de Celano, Vida primera I, 10: FF 359-361)

      5 de enero

      Así pues, en cuanto llegó a oídos de muchos la noticia de la verdad, tanto de la sencilla doctrina como de la vida del varón de Dios, algunos hombres, impresionados con su ejemplo, comenzaron a animarse a hacer penitencia, y, tras abandonarlo todo, se unieron a él, acomodándose a su vestido y vida.

      El primero de entre ellos fue el venerable Bernardo, quien, hecho partícipe de la vocación divina (cf Heb 3,1), mereció ser el primogénito del santo Padre tanto por la prioridad del tiempo como por la prerrogativa de su santidad. En efecto, habiendo descubierto Bernardo la santidad del siervo de Dios, decidió, a la luz de su ejemplo, renunciar por completo al mundo, y acudió a consultar al Santo la manera de llevar a la práctica su intención. Al oírlo, el siervo de Dios se llenó de una gran consolación del Espíritu Santo por el alumbramiento de su primer vástago, y le dijo: «Es a Dios a quien en esto debemos pedir consejo».

      Así que, una vez amanecido, se dirigieron juntos a la iglesia de San Nicolás, donde, tras una ferviente oración, Francisco, que rendía un culto especial a la Santa Trinidad, abrió por tres veces el libro de los evangelios, pidiendo a Dios que, mediante un triple testimonio, confirmase el santo propósito de Bernardo.

      En la primera apertura del libro apareció aquel texto: Si quieres ser perfecto, anda, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres (Mt 19,21).

      En la segunda: No toméis nada para el camino (Lc 9,3).

      Finalmente, en la tercera se les presentaron estas palabras: El que quiera venirse conmigo, que cargue con su cruz y me siga (Mt 16,24).

      «Esta es –dijo el Santo– nuestra vida y regla, y la de todos aquellos que quieran unirse a nuestra compañía. Por lo tanto, si quieres ser perfecto (Mt 19,21), vete y cumple lo que has oído».

      (Buenaventura, Leyenda mayor, III, 3: FF 1053-1054)

      6 de enero

      Entre los diversos dones y carismas que obtuvo Francisco del generoso Dador de todo bien, destaca, como una prerrogativa especial, el haber merecido crecer en las riquezas de la simplicidad mediante su amor a la altísima pobreza. Considerando el Santo que esta virtud había sido muy familiar al Hijo de Dios y al verla ahora rechazada casi en todo el mundo, de tal modo se determinó a desposarse con ella mediante los lazos de un amor eterno, que por su causa no sólo abandonó al padre y a la madre, sino que también se desprendió de todos los bienes que pudiera poseer (cf Gén 2,24; Jer 31,3; Mc 10,7).

      No hubo nadie tan ávido de oro como él de la pobreza, ni nadie fue jamás tan solícito en guardar un tesoro como él en conservar esta perla evangélica. Nada había que le alterase tanto como el ver en sus hermanos algo que no estuviera del todo en armonía con la pobreza.

      De hecho, respecto a su persona, se consideró rico con una túnica, la cuerda y los calzones desde el principio de la fundación de la Religión hasta su muerte y vivió contento sólo con eso.

      Frecuentemente evocaba –no sin lágrimas– la pobreza de Cristo Jesús y de su madre; y como fruto de sus reflexiones afirmaba ser la pobreza la reina de las virtudes, pues con tal prestancia había resplandecido en el Rey de reyes y en la Reina, su madre.

      Por eso, al preguntarle los hermanos en una reu-nión cuál era la virtud con la que mejor se granjea la amistad de Cristo, respondió como quien descubre un secreto de su corazón: «Sabed, hermanos, que la pobreza es el camino especial de salvación, como que fomenta la humildad y es raíz de la perfección, y sus frutos –aunque ocultos– son múltiples y variados. Esta virtud es el tesoro escondido del campo evangélico (Mt 13,44): para comprarlo merece la pena vender todas las cosas, y las que no pueden venderse han de estimarse por nada en comparación con tal tesoro».

      (Buenaventura, Leyenda mayor, VII, 1: FF 1117)

      7 de enero

      Sobre tu alma, te digo, como puedo, que todo aquello que te impide amar al Señor Dios, y quienquiera que sea para ti un impedimento, trátese de frailes o de otros, aun cuando te azotaran, debes tenerlo todo por gracia. Y así lo quieras y no otra cosa. Y tenlo esto por verdadera obediencia al Señor Dios y a mí, porque sé firmemente que esta es verdadera obediencia. Y ama a aquellos que te hacen esto. Y no quieras de ellos otra cosa, sino cuanto el Señor te dé. Y ámalos en esto; y no quieras que sean mejores cristianos.

      Y que esto sea para ti más que el eremitorio.

      Y en esto quiero saber si tú amas al Señor y a mí, siervo suyo y tuyo, si hicieras esto, a saber, que no haya hermano alguno en el mundo que haya pecado todo cuanto haya podido pecar, que, después que haya visto tus ojos, no se marche jamás sin tu misericordia, si pide misericordia. Y si él no pidiera misericordia, que tú le preguntes si quiere misericordia. Y si mil veces pecara después delante de tus ojos, ámalo más que a mí para esto, para que lo atraigas al Señor; y ten siempre misericordia de esos hermanos.

      (Carta a un ministro: FF 234-235)

      8 de enero

      Fue él (san Francisco) efectivamente quien fundó la Orden de los Hermanos Menores y quien le impuso ese nombre en las circunstancias que a continuación se refieren: se decía en la Regla: «Y sean menores»; al escuchar esas palabras, en aquel preciso momento exclamó: «Quiero que esta fraternidad se llame Orden de Hermanos Menores». Y, en verdad, eran menores porque, sometidos a todos, buscaban siempre el último puesto y trataban de emplearse en oficios que llevaran alguna apariencia de deshonra, a fin de merecer, fundamentados así en la verdadera humildad, que en ellos se levantara en orden perfecto el edificio espiritual de todas las virtudes.

      De hecho, sobre el fundamento de la constancia se erigió la noble construcción de la caridad, en que las piedras vivas, reunidas de todas las partes del mundo, formaron el templo del Espíritu Santo. ¡En qué fuego tan grande ardían los nuevos discípulos de Cristo! ¡Qué inmenso amor el que ellos tenían al piadoso grupo! Cuando se hallaban juntos en algún lugar o cuando, como sucede, topaban unos con otros de camino, allí era visible el amor espiritual que brotaba entre ellos y cómo difundían un afecto verdadero, superior a todo otro amor. Amor que se manifestaba en los castos abrazos, en tiernos afectos, en el ósculo santo, en la conversación agradable, en la risa modesta, en el rostro festivo, en el ojo sencillo, en la actitud humilde, en la lengua benigna, en la respuesta serena; eran concordes en el ideal, diligentes en el servicio, infatigables en las obras.

      (Tomás de Celano, Vida primera, I, 15: FF 386-387)

      9 de enero

      Por lo que un día dijo a sus hermanos: «La Orden y la vida de los hermanos menores es un pequeño rebaño (cf Lc 12,32) que el Hijo de Dios pidió en estos últimos tiempos a su Padre celestial, diciéndole: “Padre, yo quisiera que suscitaras y me dieras un pueblo nuevo y humilde que en esta hora se distinga por su humildad y su pobreza de todos los que le han precedido y que se contente con poseerme a mí solo”». El Padre dijo a su Hijo amado: «Hijo, lo que pides queda cumplido».

      «Por eso –añadió el bienaventurado Francisco–, quiso el Señor que los hermanos se llamasen hermanos menores, pues ellos son este pueblo que el Hijo de Dios pidió a su Padre, y del que el mismo Hijo de Dios dice en el Evangelio: No temáis, pequeño rebaño, porque el Padre se ha complacido en daros el Reino (Lc 12,32); y también: Lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis (Mt 25,40). Sin duda, se ha de entender que el Señor habló así refiriéndose a todos los pobres espirituales, pero principalmente predijo el nacimiento en su Iglesia de la Religión de los hermanos menores».

      Tal como le fue revelado al bienaventurado Francisco que su movimiento debía llamarse el de los hermanos menores, hizo él insertar este nombre en la primera regla (1R 6,3) que presentó al señor papa Inocencio III, y que este aprobó y le concedió y luego anunció a todos