Gianluigi Pascuale

365 días con Francisco de Asís


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oyendo la palabra con corazón bueno y óptimo, la entienden y la retienen y producen fruto con perseverancia (Mt 13,19-23; Mc 4,15-20; Lc 8,11-15).

      Y por eso nosotros los hermanos, como dice el Señor, dejemos que los muertos entierren a sus muertos (Mt 8,22).

      Y guardémonos mucho de la malicia y la sutileza de Satanás, que quiere que el hombre no tenga su mente y su corazón dirigidos a Dios. Y dando vueltas, desea llevarse el corazón del hombre so pretexto de alguna recompensa o ayuda, y sofocar en su memoria la palabra y preceptos del Señor, queriendo cegar el corazón del hombre por medio de los negocios y cuidados del siglo, y habitar allí, como dice el Señor: Cuando el espíritu inmundo sale del hombre, anda vagando por lugares áridos y secos en busca de descanso; y, al no encontrarlo, dice: Volveré a mi casa, de donde salí. Y al venir la encuentra desocupada, barrida y adornada. Y va y toma a otros siete espíritus peores que él, y, habiendo entrado, habitan allí, y las postrimerías de aquel hombre son peores que los principios (Mt 12,43-45; Lc 11,24-26).

      Por lo tanto, hermanos todos, guardémonos mucho de perder o apartar del Señor nuestra mente y corazón so pretexto de alguna merced u obra o ayuda.

      Mas en la santa caridad que es Dios (cf 1Jn 4,8.16), ruego a todos los hermanos, tanto los ministros como los otros, que, removido todo impedimento y pospuesta toda preocupación y solicitud, del mejor modo que puedan, hagan servir, amar, honrar y adorar al Señor Dios con corazón limpio y mente pura, que es lo que Él busca sobre todas las cosas.

      (Regla no bulada, XXII: FF 58-60)

      15 de enero

      Y construyámosle siempre en nuestro interior habitación y morada a aquel que es Señor Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo, que dice: Vigilad, pues, orando en todo tiempo, para que seáis considerados dignos de huir de todos los males que han de venir, y de estar en pie ante el Hijo del Hombre. Y cuando estéis de pie para orar, decid: Padre nuestro, que estás en el cielo (cf Mt 6,9; Mc 11,25; Lc 21,36). Y adorémosle con puro corazón, porque es preciso orar siempre y no desfallecer; pues el Padre busca tales adoradores. Dios es espíritu, y los que lo adoran es preciso que lo adoren en espíritu y verdad (Lc 18,1; Jn 4,23-24). Y recurramos a Él como al pastor y obispo de nuestras almas (1Pe 2,25), que dice: Yo soy el buen pastor, que apaciento a mis ovejas y doy mi alma por mis ovejas (Jn 10,11.15). Todos vosotros sois hermanos; y no llaméis padre a ninguno de vosotros en la tierra, porque uno es vuestro Padre, el que está en el cielo. Ni os llaméis maestros; porque uno es vuestro maestro, el que está en el cielo, [Cristo] (cf Mt 23,8-10). Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis todo lo que queráis y se os dará. Dondequiera que hay dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy en medio de ellos. He aquí que yo estoy con vosotros hasta la consumación del siglo. Las palabras que os he hablado son espíritu y vida. Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 15,7; Mt 18,20; 28,20; Jn 6,63; 14,6).

      Retengamos, por consiguiente, las palabras, la vida y la doctrina y el santo Evangelio de aquel que se dignó rogar por nosotros a su Padre y manifestarnos su nombre diciendo: Padre, glorifica tu nombre, y glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti. Padre, manifesté tu nombre a los hombres que me diste; porque las palabras que tú me diste se las he dado a ellos; y ellos las han recibido, y han reconocido que salí de ti, y han creído que tú me has enviado. Yo ruego por ellos, no por el mundo, sino por estos que me diste, porque tuyos son y todas mis cosas tuyas son. Padre santo, guarda en tu nombre a los que me diste, para que ellos sean uno como también nosotros. Hablo estas cosas en el mundo para que tengan gozo en sí mismos. Yo les he dado tu Palabra; y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No te ruego que los saques del mundo, sino que los guardes del maligno. Glorifícalos en la verdad. Tu Palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, también yo los envié al mundo. Y por estos me santifico a mí mismo, para que sean ellos santificados en la verdad. No ruego solamente por estos, sino por aquellos que han de creer en mí por medio de su Palabra, para que sean consumados en la unidad, y conozca el mundo que tú me enviaste y los amaste como me amaste a mí. Y les haré conocer tu nombre, para que el amor con que me amaste esté en ellos y yo en ellos.

      Padre, los que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean tu gloria en tu Reino (cf Jn 17,6-26). Amén.

      (Regla no bulada, XXII: FF 61-62)

      16 de enero

      Recogíase el bienaventurado Francisco con los suyos en un lugar, próximo a la ciudad de Asís, que se llamaba Rivotorto. Había allí una choza abandonada; en ella vivían los más valerosos despreciadores de las grandes y lujosas viviendas y a su resguardo se defendían de los aguaceros, pues, como decía el Santo, «se sube al cielo más rápido desde una choza que desde un palacio».

      Todos los hijos y hermanos vivían en aquel lugar con su Padre, padeciendo mucho y careciendo de todo; privados muchísimas veces del alivio de un bocado de pan, contentos con los nabos que mendigaban trabajosamente de una parte a otra por la llanura de Asís. Aquel lugar era tan exageradamente reducido que difícilmente podían sentarse ni descansar. Con todo, «no se oía, por este motivo, murmuración o queja alguna; más bien, con ánimo sereno y espíritu gozoso, conservaban la paciencia».

      Todos los días, san Francisco practicaba con el mayor esmero un continuo examen de sí mismo y de los suyos; no permitiendo en ellos nada que fuera peligroso, alejaba de sus corazones toda negligencia. Riguroso en la disciplina, para defenderse a sí mismo mantenía una vigilancia estricta. Si alguna vez la tentación de la carne le excitaba, cosa natural, arrojábase en invierno a un pozo lleno de agua helada y permanecía en él hasta que todo incentivo carnal hubiera desaparecido. Ni que decir tiene que ejemplo de tan extraordinaria penitencia era seguido con inusitado fervor por los demás.

      Les enseñaba no sólo a mortificar los vicios y reprimir los estímulos de la carne, sino también los sentidos externos, por los cuales se introduce la muerte en el alma.

      (Tomás de Celano, Vida primera, I, 16: FF 394-396)

      17 de enero

      El predicador del Evangelio, Francisco, que predicaba a los incultos con recursos materiales y sencillos, como quien sabía que la virtud es más necesaria que las palabras, usaba, en cambio, con los espirituales y más capaces un lenguaje más vivo y profundo. Sugería en pocas palabras lo que era inefable, y, acompañando las palabras con inflamados gestos y movimientos, arrebataba por entero a los oyentes a las cosas del cielo.

      No echaba mano de esquemas previos, pues nunca planeaba sermones que a él no le nacieran. El verdadero poder y sabiduría –Cristo– comunicaba a su lengua una palabra eficaz (cf Sal 67,34).

      Un médico docto y elocuente dijo en cierta ocasión: «La predicación de otros la retengo palabra por palabra; se me escapan, en cambio, únicamente las que expresa san Francisco. Y, si logro grabar algunas en la memoria, no me parecen ya las mismas que sus labios destilaron (cf Cant 4,11)».

      (Tomás de Celano, Vida segunda, II, 73: FF 694)

      18 de enero

      Cierto día que rezaba al Señor con mucho fervor, oyó esta respuesta: «Francisco, es necesario que todo lo que, como hombre carnal, has amado y has deseado tener, lo desprecies y aborrezcas, si quieres conocer mi voluntad. Y después que empieces a probarlo, aquello que hasta el presente te parecía suave y deleitable, se convertirá para ti en insoportable y amargo, y en aquello que antes te causaba horror, experimentarás gran dulzura y suavidad inmensa».

      Alegre y confortado con estas palabras del Señor, yendo un día a caballo por las afueras de Asís, se cruzó en el camino con un leproso. Como el profundo horror por los leprosos era habitual en él, haciéndose una gran violencia, bajó del caballo, le dio una moneda y le besó la mano. Y, habiendo recibido del leproso el ósculo de paz, montó de nuevo a caballo y prosiguió su camino. Desde entonces empezó a despreciarse más y más, hasta conseguir, con la gracia de Dios, la victoria total sobre sí mismo.

      A los pocos días, tomando una gran cantidad de dinero, fue al hospital de los leprosos,