Gianluigi Pascuale

365 días con Francisco de Asís


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saludar debía decir: “El Señor te dé la paz” (cf Núm 6,26)».

      En los comienzos de la Religión, yendo de viaje el bienaventurado Francisco con un hermano que fue uno de los doce primeros, este saludaba a los hombres y las mujeres que se le cruzaban en el camino y a los que trabajaban en el campo diciéndoles: «El Señor os dé la paz» (cf 2Tes 3,16). Las gentes quedaban asombradas, pues nunca habían escuchado un saludo parecido de labios de ningún religioso. E incluso algunos, un tanto molestos, preguntaban: «¿Qué significa esta manera de saludar?». El hermano comenzó a avergonzarse y dijo al bienaventurado Francisco: «Hermano, permíteme emplear otro saludo».

      Pero el bienaventurado Francisco le respondió: «Déjales hablar así; ellos no captan el sentido de las cosas de Dios. No te avergüences, hermano, pues te aseguro que hasta los nobles y príncipes de este mundo ofrecerán sus respetos a ti y a los otros hermanos por este modo de saludar». Y añadió: «¿No es maravilloso que el Señor haya querido tener un pequeño pueblo, entre los muchos que le han precedido, que se contente con poseerle a Él solo, altísimo y glorioso?».

      (Compilación de Asís, 101: FF 1617-1619)

      10 de enero

      Al despreciar todo lo terreno y al no amarse a sí mismos con amor egoísta, centraban todo el afecto en la comunidad y se esforzaban en darse a sí mismos para subvenir a las necesidades de los hermanos. Deseaban reunirse, y reunidos se sentían felices; en cambio, era penosa la ausencia; la separación, amarga, y dolorosa la partida. Pero nada osaban anteponer a los preceptos de la santa obediencia aquellos obedientísimos caballeros que, antes de que se hubiera concluido la palabra de la obediencia, estaban ya prontos para cumplir lo ordenado. No hacían distinción en los preceptos; más bien, evitando toda resistencia, se ponían, como con prisas, a cumplir lo mandado.

      Eran seguidores de la altísima pobreza, pues nada poseían, ni amaban nada; por esta razón, nada temían perder. Estaban contentos con una túnica sola, remendada a veces por dentro y por fuera; no buscaban en ella elegancia, sino que, despreciando toda gala, ostentaban vileza, para dar así a entender que estaban completamente crucificados para el mundo. Ceñidos con una cuerda, llevaban calzones de burdo paño; y estaban resueltos a continuar en la fidelidad a todo esto y a no tener otra cosa. En todas partes se sentían seguros, sin temor a que los inquietase ni afán de que los distrajese; despreocupados aguardaban al día siguiente; y cuando, con ocasión de los viajes, se encontraban a menudo en situaciones incómodas, no se angustiaban pensando dónde habían de pasar la noche. Pues cuando, en medio de los fríos más crudos, carecían muchas veces del necesario albergue, se recogían en un horno o humildemente se guarecían de noche en grutas o cuevas.

      Durante el día iban a las casas de los leprosos o a otros lugares decorosos y quienes sabían hacerlo trabajaban manualmente, sirviendo a todos humilde y devotamente. Rehusaban cualquier oficio del que pudiera originarse escándalo; más bien, ocupados siempre en obras santas y justas, honestos y útiles, eran ejemplo de paciencia y humildad para cuantos trataban con ellos.

      (Tomás de Celano, Vida primera, I, 15: FF 387-389)

      11 de enero

      Amaban de tal modo la virtud de la paciencia, que preferían morar donde sufriesen persecución en su carne que allí donde, conocida y alabada su virtud, pudieran ser aliviados por las atenciones de la gente. Y así, muchas veces padecían afrentas y oprobios, fueron desnudados, azotados, maniatados y encarcelados, sin que buscasen la protección de nadie; y tan virilmente lo sobrellevaban, que de su boca no salían sino cánticos de alabanza y gratitud.

      Rarísima vez, por no decir nunca, cesaban en las alabanzas a Dios y en la oración. Se examinaban constantemente, repasando cuanto habían hecho, y daban gracias a Dios por el bien obrado, y reparaban con gemidos y lágrimas las negligencias y ligerezas. Se creían abandonados de Dios si no gustaban de continuo la acostumbrada piedad en el espíritu de devoción. Cuando querían darse a la oración, recurrían a ciertos medios que se habían ingeniado: unos se apoyaban en cuerdas suspendidas, para que el sueño no turbara la oración; otros se ceñían con instrumentos de hierro; algunos, en fin, se ponían piezas mortificantes de madera. Si alguna vez, por excederse en el comer o el beber, quedaba conturbada, como suele, la sobriedad, o si, por el cansancio del viaje, se habían sobrepasado, aunque fuera poco, de lo estrictamente necesario, se castigaban duramente con muchos días de abstinencia. En fin, tal era el rigor en reprimir los incentivos de la carne, que no temían arrojarse desnudos sobre el hielo, ni revolcarse sobre zarzas hasta quedar tintos en sangre.

      (Tomás de Celano, Vida primera, I, 15: FF 390-391)

      12 de enero

      Tanto despreciaban los bienes terrenales, que apenas consentían en aceptar lo necesario para la vida, y, habituados a negarse toda comodidad, no se asustaban ante las más ásperas privaciones.

      En medio de esta vida ejercitaban la paz y la mansedumbre con todos; intachables y pacíficos en su comportamiento, evitaban con exquisita diligencia todo escándalo. Apenas si hablaban cuando era necesario, y de su boca nunca salía palabra grosera ni ociosa, para que en su vida y en sus relaciones no pudiera encontrarse nada que fuera indecente o deshonesto. Eran disciplinados en todo su proceder; su andar era modesto; los sentidos los traían tan mortificados, que no se permitían ni oír ni ver sino lo que se proponían de intento. Llevaban sus ojos fijos en la tierra y tenían la mente clavada en el cielo. No cabía en ellos envidia alguna, ni malicia, ni rencor, ni murmuración, ni sospecha, ni amargura; reinaba una gran concordia y paz continua; la acción de gracias y cantos de alabanza eran su ocupación.

      Estas son las enseñanzas del piadoso Padre, con las que educaba a los nuevos hijos, no tanto de palabra y con la lengua cuanto de obra y de verdad.

      (Tomás de Celano, Vida primera, I, 15: FF 392-393)

      13 de enero

      Hermanos, reflexionemos todos sobre lo que dice el Señor: Amad a vuestros enemigos y haced el bien a los que os odian (cf Mt 5,44), porque nuestro Señor Jesucristo, cuyas huellas debemos seguir (cf 1Pe 2,21), llamó amigo a quien lo traicionaba y se ofreció espontáneamente a quienes lo crucificaron (cf Mt 26,50). Por lo tanto, son amigos nuestros todos aquellos que injustamente nos acarrean tribulaciones y angustias, afrentas e injurias, dolores y tormentos, martirio y muerte; a los cuales debemos amar mucho, porque, por lo que nos acarrean, tenemos la vida eterna.

      Y tengamos odio a nuestro cuerpo con sus vicios y pecados; porque el diablo quiere arrebatarnos, mientras vivimos carnalmente, el amor de Jesucristo y la vida eterna, y perderse a sí mismo junto con todos en el infierno; porque nosotros, por nuestra culpa, somos hediondos, miserables y contrarios al bien, pero prontos y voluntariosos para el mal, porque como dice el Señor en el Evangelio: Del corazón proceden y salen los malos pensamientos, adulterios, fornicaciones, homicidios, hurtos, avaricia, maldad, dolo, impudicia, envidia, falsos testimonios, blasfemia, insensatez. Todos estos males proceden de dentro, del corazón del hombre (cf Mc 7,23), y estos son los que manchan al hombre (Mt 15,19-20; Mc 7,21-23).

      Pero ahora, después de haber abandonado el mundo, no tenemos ninguna otra cosa que hacer sino seguir la voluntad del Señor y complacerle sólo a Él.

      (Regla no bulada, XXII: FF 56-57)

      14 de enero

      Guardémonos mucho de ser tierra junto al camino, o tierra rocosa o llena de espinas, según lo que dice el Señor en el Evangelio: La semilla es la palabra de Dios. Y la que cayó junto al camino y fue pisoteada, son aquellos que oyen la Palabra y no la entienden; y al punto viene el diablo y arrebata lo que fue sembrado en sus corazones, y quita de sus corazones la Palabra, no sea que creyendo se salven. Y la que cayó sobre terreno rocoso, son aquellos que, al oír la Palabra, al instante la reciben con gozo. Pero, llegada la tribulación y persecución por causa de la Palabra, inmediatamente se escandalizan, y estos no tienen raíz en sí mismos, sino que son inconstantes, porque creen por un tiempo y en el tiempo de la tentación retroceden. Y la que cayó entre espinas, son aquellos que oyen la palabra de Dios, pero la preocupación y las fatigas de este siglo y la falacia de las