consigna una identidad en el mundo que él construye, en negociación permanente con las inflexiones y con las bifurcaciones que su recorrido le lleva a afrontar. Se caracteriza por dos propiedades, la composición y la permanencia, que se derivan directamente de las operaciones que se ve obligado a realizar: la integración de las diversas fases de la alteridad y la negociación de cada cambio, respectivamente.
Esa sería, en suma, la manera como el sujeto de enunciación “se siente” en el mundo, es decir, en los términos de la fenomenología, el Sí-cuerpo propio.
Por un lado, entonces, el Mí-carne, que “siente” los movimientos sensoriomotores de los que es sede, y, por otro, el Sí-cuerpo propio, que “se siente” en el mundo en construcción del discurso.
Pero, si de lo que se trata es de las identidades de la instancia de discurso, ¿cómo podemos asegurar su autonomía frente a las presiones que reciben, las cuales no todas son discursivas, pues pueden, por ejemplo, ser de naturaleza física, como en el caso del lapsus? Dicho de otro modo, ¿las identidades de la instancia de discurso son o no reducibles a las “presiones”? ¿O no son más que un artefacto del punto de impacto de dichas presiones? La cuestión es epistemológica: o bien nos permitimos proyectar sobre la diversidad de las instancias una tipología ideal cuya sola operatividad descriptiva aseguraría la validación, o bien tenemos que preguntarnos por el principio generador de dicha instancia, partiendo de los datos sustanciales observables. La segunda posición tiene, claro está, nuestra preferencia, ya que hemos sugerido en el capítulo anterior un modelo de la formación y de la estabilización de los iconos actanciales a partir de las presiones y tensiones que padecen los cuerpos.
Freud mismo dice que el lapsus resulta de una “represión incompleta”: las cosas pasan como si, una vez comprometido en el discurso, el sujeto resistiese, más allá de cierto umbral, a la fuerza de las presiones que padece; por otro lado, podemos constatar que el lapsus puede surgir de una marca afectiva remanente, ligada a una expresión, a un fragmento de discurso, aunque la presión correspondiente haya desaparecido. Esas dos observaciones tenderían a hacer pensar que la instancia de discurso se individualiza también en ese caso gracias a cierta inercia: a partir del cuerpo enunciante, se formaría un actante de enunciación que no podría ser excitado o inhibido más allá de ciertos umbrales, los umbrales de la inercia, precisamente; uno de ellos sería un umbral de resistencia, y el otro, un umbral de remanencia.
El Mí-carne, que opone a toda presión que lo conduce a convertirse en “otro” la resistencia de su unicidad y de su rol de referencia constante, solo accede a la identidad actancial bajo el control de los dos umbrales de saturación y de remanencia: más allá del umbral de saturación, las presiones ejercidas sobre el Mí-carne se transforman en sufrimiento o en goce, y suscitan irrupciones fóricas brutales, aparentemente incontrolables, una invasión momentánea o durable de la manifestación discursiva; más allá del umbral de remanencia, las presiones ejercidas sobre el Mí-carne comprometen su rol de referencia constante.
El Sí-cuerpo propio, que integra toda nueva alteridad para hacerla “suya”, para canalizarla o para reducirla a sí mismo, está encargado de administrar la memoria y el devenir de la acumulación de esas resistencias por saturación y por remanencia. El Sí de la remanencia pura es el Sí-ídem, aquel que procede por recubrimiento sistemático de las fases anteriores con las fases actuales; el Sí de la saturación pura es el Sí-ipse, que atraviesa todas las fases sucesivas limitando sus efectos dispersivos.
La distinción entre esas dos instancias, el Mí y el Sí, se basa, pues, en una diferencia de punto de vista: por el lado del Mí, el principio de resistencia es un asunto de intensidad (la intensidad unificadora); por el lado del Sí, se trata, en cambio, de guiar en la extensión –en el tiempo, en el espacio y en el número–, la memoria y el devenir de las remanencias y de las saturaciones. La tensión que los une abre la vía a un modelo de la producción de los discursos, pero a un modelo que presupone una enunciación encarnada. Si reservamos para el Mí-carne la valencia de intensidad y asignamos al Sí-cuerpo propio la valencia de la extensión, vemos aparecer, en las correlaciones entre las dos valencias, un conjunto de posiciones que son otros tantos modos posibles de producción del discurso.
Por ejemplo, un Sí formado únicamente de repeticiones, sin proyecto enunciativo que mantener y desarrollar, no haría otra cosa sino farfullar; si tiene un proyecto enunciativo, por pequeño que sea, se repetirá sin duda, pero al modo de los personajes de Ionesco: sea repitiendo la lección de memoria –el actante entonces se queda en el umbral de remanencia–, sea profiriendo exclamaciones indefinidamente repetidas –el actante se sitúa entonces en el umbral de la saturación–
Igualmente, un Sí que no dejase de innovar, de poner en la mira proyecto tras proyecto, sin repetirse jamás, no podría instalar ninguna isotopía, y terminaría por ser incoherente. El gradiente del Sí se despliega en extensión, y entre el farfulleo y la incoherencia aparecen posiciones intermedias como el psitacismo, [o recitación], la lengua de palo*, así como otras formas más canónicas.
Del mismo modo, por el lado del Mí, la carne puede, como mínimo, expresarse con un fonema único, totalmente extraño a la cadena del discurso, pura exclamación, gorgoteo o ruido vocal, o, más allá del umbral de saturación, llevar todo el discurso hasta un delirio que el apoyo del Sí no haría más que exacerbar. Entre los dos, se colocarían algunos fenómenos más ordinarios, como el lapsus, que no olvida jamás su intrincación en la cadena discursiva:
Así es como comienza la teratología del discurso. Cada una de las diferentes figuras del discurso en acto, discurso sometido a las presiones intensivas del Mí y a las presiones extensivas del Sí, es definida por un grado de cada una de las dos presiones. Pero cuando esasvalencias escapan al control de los umbrales de remanencia o de saturación, el discurso ordinario estalla en una multitud de formas más o menos perturbadas.
Este modelo topológico es un modelo de variación gradual de las presiones, pero de variaciones correlacionadas entre sí; cada variación gradual orientada (representada por una flecha de trazo continuo) es una valencia; cada posición definida en el espacio interno de la correlación es un valor. Además, ese espacio de variación obedece a dos tipos de correlación (representados por flechas punteadas): (1) una correlación directa, según la cual las presiones evolucionan en el mismo sentido, y (2) una correlación inversa, según la cual las presiones evolucionan en sentido contrario.
La correlación directa define aquí una zona donde encontramos el “farfulleo” y el “balbuceo”, el “discurso ordinario”, el “arrebato” y el “delirio”; la correlación inversa define otra zona en la que se encuentran distribuidos: el “accidente vocal”, la “recitación”, el “discurso ordinario”, el “lapsus” y la “lengua de palo”. Tal es el principio de funcionamiento, en semiótica del discurso, de una estructura tensiva.
Sí-ídem y Sí-ipse
El espacio interior de los “valores” de discurso se llena poco a poco, pero esa distribución no siempre nos deja satisfechos. Porque esa primera esquematización de dos dimensiones confunde dos maneras de integrar la alteridad, a saber: sea por reducción de la alteridad –el “otro” es incorporado a “lo mismo”, su alteridad es rechazada, neutralizada–; sea por conversión de la alteridad –el “otro” es asumido por una identidad en devenir que lo trasciende, y afirma, más allá de sus avatares sucesivos, la permanencia de una misma “mira”—. Por un lado, un Sí que se realiza en el discurso por la permanencia de un rol, gracias a la continuidad de la isotopía que ha asumido; y por otro, un Sí que se realiza en forma de actitudes, convirtiéndose en