Jacques Fontanille

Soma y sema


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precisamente por medio de modalidades, los modos de existencia y los escalones de modalización de las “miras” intencionales pertenecen, por derecho, al componente enunciativo del discurso.

      Pero esos modos de existencia tienen también un correlato corporal: en efecto, la “co-presencia” tensiva de esos diferentes estratos solo pueden explicarse si se supone que, mientras que toda la atención cognitiva y afectiva se concentra en el desarrollo de una de las isotopías, las otras están de alguna manera encarnadas en el cuerpo de la instancia de discurso. Estas últimas no tienen realidad lingüística, ya que no han sido manifestadas todavía, y la única “realidad” que pueden tener en ese momento es de tipo somático: apenas formadas como figuras de discurso, marcan no obstante con su huella la carne enunciante.

      Para terminar, la cuestión que se plantea es la siguiente: ¿de qué intención se trata? En Sí mismo como otro, Ricoeur distingue tres acepciones de la intención: (i) hacer algo intencionalmente, (ii) actuar con una determinada intención, (iii) tener la intención de26. Si hemos de reconocer alguna intención en el lapsus, solo puede corresponder a la tercera acepción, la cual permite “atribuir” posteriormente una intención al agente. Por lo demás, ese es el criterio que adopta Ricoeur cuando concluye: se puede imputar la acción a un agente (atribuirle la intención en sentido mínimo) a partir del momento en que se puede advertir una relación de identidad entre el principio de la acción y el 27. De esta simplificación injuriante del pensamiento del filósofo, retenemos no obstante que si el acto es imputado al sujeto, es a través de otra instancia distinta del , es decir, a través del , y según un principio de identidad. El filósofo encuentra también, por vías diferentes, la duplicidad de las instancias del acto.

      La reflexión sobre el lapsus conduce finalmente a una definición propiamente discursiva de la intencionalidad. Para los psicólogos y para los cognitivistas, la intención está en el origen de la producción del habla, pero, desde una perspectiva semiótica, la cuestión del origen del discurso no tiene ninguna pertinencia; en cambio, lo que la semiótica se plantea es la forma de la intencionalidad. Por un lado, la intencionalidad aparece como una tensión y como una trayectoria entre dos estratos existenciales y modales; la tensión y la trayectoria constituyen la for ma misma de la intencionalidad discursiva. Por otro lado, la intencionalidad se deja comprender finalmente como un principio de disociación y de conexión al mismo tiempo entre las instancias del discurso (y principalmente, como vamos a ver, entre el y el ).

      Esas dos aproximaciones pueden ser puestas en perspectiva, y entonces llegamos a la definición siguiente: la intencionalidad discursiva es la tensión y la trayectoria modal y existencial que disocia y conecta al mismo tiempo las diferentes instancias de discurso (el y el ).

      EL MODELO DE LAS INSTANCIAS DE DISCURSO: LOS AVATARES DE EGO

      Identidad de las instancias: El Mí y el Sí

      Algo hemos progresado en el sentido de que las modificaciones y accidentes imputables a la praxis enunciativa han adquirido aquí la forma de una travesía de los estratos existenciales. Por otro lado, conservamos en memoria el principio de una competición entre varios estratos discursivos que tienden a la manifestación: tal es el estatuto de la “intención”. Pero esas sugerencias responden en parte a las preguntas: ¿qué? y ¿cómo?, pero no abordan, sin embargo, la cuestión de ¿quién?, es decir, la cuestión de la identidad de esas instancias de enunciación.

      A fin de reducir la incontrolable diversidad de las “miras” intencionales virtuales y potenciales, nos podemos apoyar en la tipología de las instancias actanciales propuesta en el capítulo anterior, la cual será especificada aquí como tipología de las posiciones y de las identidades actanciales de la instancia de discurso.

      Si aceptamos que el lapsus emana de una instancia distinta de aquella que conduce el discurso propiamente dicho, hay que distinguirla, en efecto, de manera explícita. Examinemos, por ejemplo, el partido adoptado por Grunig y Grunig, que declaran de entrada que ellos se refieren a un único individuo concreto de carne y hueso, y que justifican su opción del modo siguiente:

      Si nos atenemos a esa unicidad, es porque los conflictos, declarados o latentes, a los que vamos a dar amplia cabida en nuestro modelo, solo tienen valor porque hacen estallar a un individuo28.

      Ciertamente, se trata de un mismo individuo “de carne y hueso”, pero que está habitado por tensiones y sometido a presiones que, como dicen los autores, lo “hacen estallar”. Dos principios son aquí determinantes: un principio de individualidad y un principio de pluralidad; ambos pertenecen, no obstante, a la misma categoría, a saber, a la cuantificación de la identidad actancial, la cual, en cierto modo, es la encargada de responder por el desplazamiento incesante de la instancia de discurso. En efecto, esta toma posición, ciertamente, pero esa posición está en perpetuo movimiento. En otras palabras, Ego está permanentemente confrontado con su propia alteridad, hasta el punto de que se puede considerar que sus “tomas de posición” sucesivas son tomas de posición en relación con esa alteridad en devenir.

      En otra perspectiva, la pluralidad de la que surge el lapsus puede ser considerada como una “polifonía”, a la manera de Ducrot, que distingue la instancia de proferación del mensaje (el locutor) y aquella otra que asume los enunciados (el enunciador): en los términos de Ducrot, que, por lo que yo sé nunca ha tratado de este tema, el lapsus resultaría del conflicto entre dos enunciadores, cada uno de los cuales asumiría una enunciación diferente para controlar al locutor; el segundo enunciador, ante la imposibilidad de ocupar el lugar del primero, perturba y contamina la articulación del locutor.

      La dificultad para aceptar esta eventual propuesta consiste en que está completamente desencarnada; pero, justamente, el lapsus tiene lugar porque el locutor es un ser de carne, que controla mal su lengua y que profiere “a su pesar” expresiones no programadas.

      A riesgo de tomar en sentido contrario algunas posiciones canónicas en lingüística, quisiéramos justificar ahora la distinción entre el y el , de la que vamos a hacer uso para dar cuenta de la formación del lapsus.

      El es esa instancia que está controlada por la atención, jalonada por sus propias operaciones coherentes, y globalmente canalizada por el proyecto de enunciación. Es una instancia en la que la identidad es confirmada, a lo largo del discurso, y fortalecida por los actos mismos del discurso. Es la instancia que se construye en el devenir del discurso en acto.

      En cambio, el es ese individuo de carne y hueso que, como dice Bl.-N. Grunig:

      … articula, farfulla o emite sonidos y a partir del cual se calculan los valores asumidos por los embragantes o nosotros, así como se calcularía el norte a partir de la Osa Polar29.

      El es el punto de referencia del discurso, una posición que instaura en torno suyo el campo de presencia del discurso; dicha posición está sometida permanentemente a presiones y a desplazamientos, y, por lo mismo, se encuentra confrontada al problema de su identidad: pero ese problema no se le plantea, sin embargo, al , pues es un referente sin identidad; al que se le plantea es al Sí, que construye el discurso.

      En suma, Ego recubre dos identidades al menos, el y el Sí. Confrontado a la alteridad, y sometido a las presiones del devenir discursivo, el responde por medio de la resistencia: afirma y defiende su unicidad, unicidad del actante de referencia y unicidad de la carne sensoriomotriz, contra la labilidad plural de la alteridad; el es ese cuerpo que articula y profiere, y por eso lo designamos como Mí-carne. Se caracteriza por dos propiedades: la referencia y la sensoriomotricidad, las cuales derivan de dos operaciones que se le pueden atribuir: la toma de posición en el campo semiótico del discurso y la proferación verbal, respectivamente.

      A la misma