propiamente dicho
– Relator
– Testigo
– Participante
– Protagonista
En términos de Genette, el narrador, el relator y el testigo pueden ser extra o intradiegéticos, pero siempre heterodiegéticos; el participante y el protagonista pueden ser extra o intradiegéticos, pero siempre homodiegéticos.
El narrador y el relator podrán utilizar únicamente la tercera persona; el desembrague en ese caso será enuncivo. El testigo, el participante y el protagonista podrán utilizar las tres personas: Yo-Tú-Él, a partir de desembragues enuncivos [Él] o enunciativos [Yo-Tú]. Un caso clásico de protagonista que usa la tercera persona [Él] para referirse a sí mismo es Julio César al relatar sus hazañas en las Galias. En algunos casos, el desembrague enunciativo recae en la segunda persona [Tú]. Los roles actanciales “Yo” y “Tú” pueden ser asumidos por el mismo actor semiótico (por la misma persona). En esa figura, “Yo” se desdobla, constituyéndose en enunciador y enunciatario al mismo tiempo, como en País de Jauja, de Edgardo Rivera Martínez. En la vida cotidiana ocurre ese desdoblamiento con frecuencia: cuando uno se habla a sí mismo [“No debiste decir eso”]. Pueden también ser asumidos por actores diferentes, como en los relatos con formato epistolar, por ejemplo. Pero es evidente que el enunciador es siempre “Yo”; nunca “Tú” puede decir tú; siempre es “Yo” quien dice tú. La literatura contemporánea, a partir de Ulises y especialmente con la obra de Faulkner, nos ha acostumbrado a pasar del “Yo” al “Tú” y al “Él” con toda fluidez. Un texto ejemplar a ese respecto es La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes, en la cual el narrador pasa ordenadamente y en forma cíclica de “Yo” a “Tú” y a “Él”. En otros casos, los intercambios de persona del narrador se mezclan incesantemente, como ocurre en Conversación en la Catedral, de Mario Vargas Llosa. Ni “Yo” ni “Tú” ni “Él” son el autor de carne y hueso: son siempre simulacros, entidades semióticas creadas por el lenguaje.
Y para hacer justicia al autor, terminaremos repitiendo que él es el maestro constructor de la obra, para lo cual aporta sus experiencias y su talento. A él todo honor y toda gloria; pero poniéndolo siempre en su sitio. Y repetiremos una vez más, con Umberto Eco, que lo mejor que le podría pasar sería morirse al terminar su obra, y resucitar, claro, al tercer día, para construir una nueva.
La crítica literaria, si pretende ser rigurosa, tiene que decidirse a distinguir las categorías de autor,enunciador, narrador, y a limpiar de una vez la mente de las telarañas que aún la obnubilan.
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