Desiderio Blanco

Vigencia de la semiótica y otros ensayos


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la que va a fabricar la obra: o sea, la materia. Las competencias culturales le darán las técnicas narrativas y discursivas para dar forma a esa materia vital. Las principales competencias consisten, sin duda, en el manejo del lenguaje.

      El autor, sin embargo, nunca puede aparecer en la obra que produce. La obra es un objeto de lenguaje, y el lenguaje crea siempre una realidad virtual, completamente distinta de la realidad del autor. Todo lo que aparece en la obra como figura del autor es un puro y simple simulacro, un “personaje” del mundo representado, que es siempre “otro” mundo. Cuando el texto dice:

       César Vallejo ha muerto, le pegaban todos sin que él les haga nada;…

      … crea un personaje llamado “César Vallejo”, cuyo contenido consiste exclusivamente en los atributos que le asigna el texto: “ha muerto”, “le pegaban todos…”, “le daban duro con un palo”… De ese “César Vallejo” no sabemos más que lo que dice el texto. Ese “César Vallejo” no es ni real ni figuradamente el autor llamado César Vallejo. El “César Vallejo” del texto es una entidad semántica construida por el lenguaje, cuya existencia adquiere los límites que le fija el texto. Lo que a él le suceda, lo que él piense y sienta no tiene nada que ver con lo que piense y sienta el autor César Vallejo. En todo caso, lo que el autor César Vallejo piensa y siente no es relevante para desentrañar el sentido del poema, que es, en definitiva, lo que realmente importa, y no lo que piensa o siente el autor César Vallejo. Si el autor del poema fuera desconocido, el sentido del poema sería el mismo, y ese sentido emerge de las relaciones textuales establecidas por el lenguaje.

      El simulacro del autor en el texto puede ir desde el nombre propio hasta el simple pronombre de primera persona: “yo”. El caso más extremo es el de la autobiografía, género que exige la presencia del autor en la estructura del texto literario. También en ese caso, el “autor” representado en el texto es un simulacro del autor empírico, extratextual, y la vida contada es una vida construida, radicalmente distinta de la vida vivida. Porque el que escribe su vida “inventa” su vida.

      Pero la noción de autor se inscribe también en otra dimensión teórica, como la que aparece en sintagmas como “mundo del autor”, “universo del autor”, “política de autores”, expresión esta última introducida en la crítica cinematográfica por la revista Cahiers du Cinéma, bajo la autoridad de André Bazin, allá por los años de 1950.

      En esos sintagmas, el término “autor” cubre un campo semántico diferente. Por lo pronto, “autor” no se refiere ahí a la persona del autor; si así fuera, desaparecido el autor-persona, desaparecería “su mundo”. Y no es eso lo que ocurre. “Autor”, en ese caso, es una categoría semiolingüística, que se encuentra únicamente en el conjunto de la obra que se le atribuye, o en una sola de sus obras, como es el caso de Pedro Páramo, de Juan Rulfo. El “mundo del autor”, el “universo del autor”, es una construcción del analista, elaborada a partir de determinadas “constantes” temáticas, narrativas, figurativas, pasionales y estilísticas. La coherencia discursiva de las diversas “constantes” tomadas en cuenta, configurarán un “universo” u otro.

      La configuración de esos universos dependerá del punto de vista adoptado por el análisis, del nivel de pertinencia elegido, de la jerarquización que se atribuya a los diferentes elementos discursivos considerados, etc. Son muchos los modelos de configuración que pueden surgir de cada discurso o conjunto de discursos: configuración concéntrica en expansión o en retracción, configuración escalar de dependencias internas, configuración vectorial por ampliaciones sucesivas, etcétera.

      Los universos así construidos serán válidos en la medida en que se apoyen en datos atestiguados directamente por el texto, o en datos evocados o reclamados por el texto para su adecuada lectura. Toda lectura es válida si no atenta contra la cohesión textual ni contra la coherencia discursiva. Porque no existe una sola lectura del texto, como tampoco existen todas las lecturas. Hace ya muchos años que Roland Barthes postulaba la pluralidad de lecturas. Pero existen evidentemente límites para la interpretación (Umberto Eco).

      La “política de autores”, promovida por Cahiers du Cinéma, no hacía otra cosa: consiste en descubrir en una película, o en el conjunto de las películas de un autor, las líneas de articulación del “mundo” en ellas representado. Se ha hablado, así, y con gran profusión, del mundo de Buñuel, del mundo de Rossellini, del mundo de Fellini, del mundo de John Ford, del mundo de Eisenstein, y así. Esos “mundos” son siempre mundos representados en el discurso de cada filme. Por tanto, hablar del “universo” del autor, o del “mundo” del autor, es, a lo más, una metonimia: ese “mundo”, ese “universo”, se encuentra en la obra y no en la persona del autor. Eso es claro.

      Y para cerrar este primer acto del presente ensayo, dejo la palabra a Fernando Ampuero, quien, como de pasada, escribía: “La poesía derrota el olvido, incluso desde el anonimato, desde todos los bellos versos sin dueño” (Ampuero, 2003).

      El “enunciador” es una instancia semiolingüística, de nivel noológico, siempre implícita, presupuesta siempre, que solo puede ser inferida a partir del enunciado. La producción del enunciado produce al mismo tiempo la instancia de enunciación. El enunciador solamente existe en la medida en que profiere enunciados. Dicho de otro modo, el enunciador es un “efecto de sentido” del enunciado (Parret, 1983). Ante un enunciado como “La tierra es redonda”, tenemos la imperiosa necesidad de postular una instancia que lo profiera, pues el enunciado no se dice a sí mismo; requiere una instancia que lo produzca. Esa instancia es la instancia de enunciación: enunciador/enunciatario.

      La instancia de enunciación está constituida por la deixis: [Yo-aquí-ahora]. El que habla es siempre “yo”, y lo hace siempre “aquí” y “ahora”. “La tierra es redonda” supone siempre un [“Yo digo aquí, ahora”] que “La tierra es redonda”. Ese “yo” que dice, ¿es el autor? Sí y no: es el autor en la medida y solamente en la medida en que dice, en la medida en que profiere el enunciado; pero no es el autor en cuanto persona. El enunciador no tiene rostro, no se puede “ver” ni “oír”, ni “tocar”. El enunciador es siempre implícito. Incluso en este momento, cuando me escuchan decir “La tierra es redonda” escuchan a una persona, con una identidad reconocida, con un determinado timbre de voz, pero lo único que llega a sus oídos de enunciatarios es el enunciado, que presupone irremediablemente un enunciador: un [“Yo digo que”]. “Yo” es una matriz lingüística vacía, que se llena en cada caso con enunciadores diferentes. En ese sentido, el enunciador no es el autor. Si así fuera, nadie más podría decir “yo”, un solo autor acabaría con todos los enunciadores del mundo. Por el contrario, si no hay acto de enunciación, no existe enunciador, aunque, obviamente, el autor como persona puede seguir existiendo.

      El enunciador, pues, es una categoría semiótica; es, como dice Benveniste (1971), una “instancia”. Esa instancia designa el conjunto de operaciones, de operadores y de parámetros que controlan el discurso. El acto de enunciación produce la función semiótica, que es aquella función mediante la cual la instancia de enunciación (el enunciador, primero, y luego, en la lectura, el enunciatario) opera un reparto entre el mundo exteroceptivo (cosmológico), que le suministra los elementos del plano de la expresión, y el mundo interoceptivo (noológico), que le ofrece los elementos del plano del contenido.

      El primer acto de la instancia enunciadora es el de la toma de posición en un campo de presencia: enunciando, la instancia de enunciación enuncia su propia posición. Aparece dotada de una presencia, que servirá de hito para el conjunto de las demás operaciones discursivas. Por consiguiente, “enunciar es hacer presente cualquier cosa con la ayuda del lenguaje” (Fontanille, 2001: 84). De cualquier “lenguaje”. Y como el primer acto de lenguaje consiste en “hacer presente” alguna cosa, no se puede concebir más que en relación con un cuerpo susceptible de sentir esa presencia.

      El operador de ese acto primordial de enunciación es el cuerpo propio, un cuerpo sintiente, que