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Comunicación e industria digital


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y esa noción ya impregna nuestra era. Factores socioculturales, económicos y políticos ejercen una presión sobre los sujetos de los diversos tiempos y espacios, estimulando la configuración de ciertas formas de ser e inhibiendo otras modalidades. Por eso, dentro de los límites de ese marco flexible y poroso que es el organismo de la especie homo sapiens, las sinergias históricas que prevalecen en determinada época incitan ciertos desarrollos corporales y subjetivos, al mismo tiempo que bloquean el surgimiento de formas alternativas.

      Por todos esos motivos, si los contornos del cuerpo humano se están redefiniendo actualmente, esa proeza no se debe solo a las maravillosas soluciones técnicas que no paran de multiplicarse, sino también a otras transformaciones que afectan a las sociedades occidentales cada vez más aglutinadas y conectadas por las redes de mercados globales. Si el envejecimiento y la muerte siempre constituyeron graves límites para la expansión de los cuerpos humanos, hoy esas barreras están siendo dinamitadas. Las nuevas ciencias de la vida sueñan con la posibilidad de «reprogramar» esos cuerpos para tornarlos inmunes a las enfermedades, por ejemplo, esquivando así tanto las penurias de la vejez como la fatalidad de la muerte. Se trata del ancestral sueño de la eterna juventud, renovado como una gran ambición de nuestra época y como una promesa que, tal vez, pronto estará a disposición de todos; o, cuando menos, de todos aquellos que tengan condiciones de pagar por tan magnífica receta.

      Esa última salvedad merece ser destacada, porque en el caso de que tal panacea sea descubierta, sin duda no surgirá bajo la forma de un viaje místico rumbo a algún tipo de «más allá», ni tampoco como cualquier otra opción que contemple un flujo de energías sobrenaturales o extraterrenas. Si ese milagro se concretizara entre nosotros, de hecho, tendrá las facciones prosaicas de una mercancía o de toda una línea de productos y servicios; y, como tal, estará sujeto a un precio que podrá ser cancelado en diversas modalidades y con facilidades de crédito. Pero más allá de desarrollarse en el seno de la cultura mercadológica en que vivimos, ese delirio técnico tan contemporáneo implica un correlato moral bastante complejo, con faces contradictorias y numerosos desdoblamientos, cuyos indicios irradian por todas partes y claman por ser indagados. Vale la pena empezar potencializando el extrañamiento: como fue anunciado al principio de este ensayo, no es fácil ser un cuerpo viejo hoy en día, por más paradójico que eso suene en una época que amplió el derecho a la vejez de forma inaudita y desactivó casi todos los tabúes que encorsetaban las realizaciones corporales.

       El mito cientificista y las técnicas de rejuvenecimiento

      La perplejidad inicial se reformula aquí: ¿por qué, a pesar de todos los evidentes avances recién relatados, y considerando las claras ventajas que implica vivir en estos comienzos del siglo XXI, resulta tan difícil ser viejo (o vieja) en el mundo contemporáneo? Cabe notar que la misma palabra suena ofensiva, como una especie de insulto que debería suavizarse con el uso de expresiones más políticamente correctas, tales como «tercera edad» o «mejor edad». Esta segunda fórmula, que roza el colmo de los eufemismos y la hipocresía, se ha popularizado increíblemente en años recientes, al menos en el Brasil. Y eso ocurre cuando, como bien se sabe y como lo explicitara Simone de Beauvoir en su libro implacable, limpiamente titulado La vejez, en rigor se trata de la «última edad». Claro que esa fatalidad no es algo que se degluta con resignación y ligereza, sobre todo en una época como esta, cuando la tecnociencia parece haberse instalado en la última trinchera del encantamiento y de la magia. Curiosamente, pues, al despuntar el siglo XXI, las míticas potencias de la ciencia y la técnica prometen mantenerlo todo bajo control, poniendo en manos de cada individuo las decisiones relativas a su propio destino. Si ese proyecto aún tiene fallas y no se realizó por entero, los discursos mediáticos garantizan que pronto esas pocas aristas que aún desentonan serán pulidas y entonces sí, todo será técnicamente posible. Inclusive el sueño más ambicioso de todos: preservar eternamente la juventud y conquistar la inmortalidad.

      Sin embargo, lo cierto es que mientras no se termina de consumar ese fabuloso anhelo, irrigado sin pausa por el «mito cientificista» que hechiza nuestra era, el tiempo va pasando y nuestros cuerpos envejecen lastimosamente. Algo que acaba motivando toda suerte de desesperaciones y angustias, para cuya mitigación carecemos de antídotos. Con el propósito de ayudarnos a lidiar con tamaño desatino, la propia tecnociencia —en su tácita alianza con los medios de comunicación y el mercado— ofrece un inmenso catálogo de soluciones alternativas y siempre temporarias, aunque supuestamente eficaces, que tienden a esquivar ese desfasaje entre tan soberbias ambiciones y las metas aún modestas que por lo pronto son alcanzables. En ese acervo se incluyen tanto las diversas técnicas de rejuvenecimiento corporal como las drogas para apaciguar el alma, en la medida en que las primeras jamás consiguen la eficacia prometida y el decepcionado consumidor necesitará, por tanto, de algún otro consuelo. En un ensayo dedicado a examinar el «culto a la performance» en la sociedad actual, el sociólogo francés Alain Eherenberg cita un informe oficial de su país que llama la atención hacia el enorme incremento de la prescripción de medicamentos psicotrópicos «como un modo de responder a las dificultades existenciales de la tercera edad» (Ehrenberg 2010: 133). Entre los doce remedios de ese tipo más consumidos en la actualidad, de los tranquilizantes a los estimulantes, cuatro son utilizados sobre todo por la parcela más vieja de la población.

      Nada de eso es demasiado inexplicable, sin embargo: ese tipo de apoyo técnico se ha vuelto imprescindible para soportar el peso de la vejez en una sociedad como la nuestra, que no dispone de otros sortilegios para lidiar con el hecho terrible que implica envejecer a ojos vista. Cuando la racionalidad instrumental se impone como un lenguaje universal, capaz de extender a todos los dominios su lógica del cálculo, de la técnica y del mercado sin dejar nada por fuera, no sorprende que la propia vida también sea tratada en esos términos. Así como ocurre con todos los otros aspectos de la acción pública y privada, la biopolítica contemporánea fue absorbida por el «espíritu empresarial» y por las doctrinas mercadológicas que todo lo insuflan: un modo de funcionamiento que impregna a todas las instituciones y recubre todos los ámbitos. En consecuencia, tanto la vida de cada individuo como la de la especie humana —e, inclusive, la del conjunto de la biosfera— son pensadas y tratadas según esas reglas del juego cada vez más monopólicas. En ese sentido, todo y cualquier cuerpo se define, también y de modo creciente, como un capital.

      Especialmente en América Latina, según las investigaciones de la antropóloga brasileña Mirian Goldenberg, quien afirma que el cuerpo humano se presenta, en su país, como «un verdadero capital físico, simbólico, económico y social» (Goldenberg 2007: 13). Se explicaría así, por ejemplo, el prestigio de las modelos en esta parte del planeta, profesión anhelada por «nueve de cada diez chicas» del Brasil; al fin y al cabo, el principal «capital» de que disponen esas estrellas que deslumbran en las pasarelas «es el cuerpo delgado, joven y bello» (Goldenberg 2007: 27). El valor de ese activo financiero de cada uno se establece en función de diversas variables, todas ellas sujetas a las fluctuantes cotizaciones de los mercados en los cuales el cuerpo en cuestión se moviliza. A pesar de los vaivenes y de la inseguridad que suelen afectar a ese tipo de instancias como criterios de valorización de los cuales dependemos casi exclusivamente para juzgar lo que somos, se sabe que un cuerpo viejo hoy vale menos que uno joven. «Pocas cosas se ponen mejores con el tiempo», afirmaba una publicidad vehiculada en varios medios gráficos brasileños en el 2008. Inclusive, o sobre todo, el anuncio sugería que esa incapacidad para mejorar con el tiempo es inherente a los seres humanos. Más exactamente, en realidad, a las mujeres. En efecto, lejos de mejorar con el inexorable transcurrir de los años, los cuerpos vivos —en particular, los femeninos— suelen hincharse, desfigurarse y hasta desplomarse estrepitosamente.

      Para ilustrar semejante obviedad, el aviso en cuestión optaba por estampar cuatro imágenes bastante elocuentes en las páginas de las publicaciones. Una al lado de la otra, esas fotografías mostraban un torso femenino sin rostro, casi anónimo: desde el pecho hasta un poco arriba de las rodillas. Las ropas y otros detalles sugerían que se trataba de la misma persona, de nombre Carla, aunque fotografiada en diferentes épocas: su silueta en cuatro temporadas sucesivas. En ese tránsito del primero hasta el último escalón temporal, la mujer se iba haciendo cada vez menos joven y esbelta. La intención del mensaje,