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Comunicación e industria digital


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los mensajes de ese tipo, cada vez más habituales, expresan la voraz universalización de esa noción del cuerpo como un capital cuyo valor alcanzaría su ápice durante la adolescencia, tanto para las mujeres como para los hombres. Una vez atravesado ese umbral, se exige mucha habilidad en la administración de las inversiones individuales para que la propia apariencia no delate la vergonzosa descapitalización acarreada por la edad.

       La carne maldita y la pureza de las imágenes

      «La vejez es la peor de todas las corrupciones», sentencia una frase de bronce atribuida a Thomas Mann. Como bien se sabe, la letanía que aquí nos ocupa no involucra solamente a los discursos mediáticos, tecnocientíficos y mercadológicos, esa triple alianza que comanda la producción de verdades en la contemporaneidad. De hecho, tanto en la historia del arte como en la filosofía y la antropología sulfuran cavilaciones de ese orden. ¿Y quién sería capaz de refutar tan prístina obviedad? Se alude aquí, qué duda puede caber, a esa tendencia a la decrepitud corporal que suele acompasar el ciclo regular de las temporadas y que culmina con el escándalo de la muerte: la peor de las corrupciones. Pero si hoy proliferan las técnicas dedicadas a evitar esa catástrofe es porque esa evidencia se está haciendo cada vez más verdadera, más pesada e incluso absolutamente indiscutible, sin atenuantes. Eso se debe, en buena parte, al hecho de que no disponemos de otras fuentes de encantamiento para los cuerpos ni para el mundo, que sean capaces de contrabalancear el monopolio del mito cientificista —o, cuanto menos, de arañar un poco la despótica racionalidad instrumental que lo cimienta— compensando sus debilidades con otros ornamentos simbólicos y otras narrativas cosmológicas.

      Ante esa indigencia mítica y espiritual que signa la cultura contemporánea (y no solamente debido a sus apabullantes riquezas), no sorprende que los juicios morales más feroces apunten hacia aquellos que sucumben en el esfuerzo de encuadrarse bajo las coordenadas de la buena forma. Se los acusa de ser negligentes o perezosos en dicha tarea, sin lograr cumplirla aun teniendo a su disposición el portentoso arsenal aportado por la tecnociencia, los medios y el mercado. Pese a la inevitable frustración que ese círculo ilusionista acaba provocando, esa misma insatisfacción se convierte en su mejor combustible porque ella impulsa la parafernalia que promete retardar el fatal declive. Como resultado, una miríada de productos y servicios se anuncia en constante festival, con su retórica especializada en garantizar las certezas más delirantes. Se subraya, sobre todo, su capacidad de ayudar a las víctimas de esa biopolítica imperfecta a disimular los inevitables destrozos que tal fiera despiadada —la vejez— aún se empecina en imprimir en el aspecto físico de cada uno. La fuerza de esa voluntad contrariada alimenta, así, el riquísimo mercado de la purificación, constituido por toda suerte de antioxidantes, hidratantes, drenajes, lipoaspiraciones y estiramientos con vocación rejuvenecedora de las apariencias. La meta perseguida por esos trucos casi alquímicos basados en fórmulas con sensato acento tecnocientífico —la mayoría de ellos caros, muy caros— consiste en disimular los estragos del tiempo en las superficies visibles de los pobres cuerpos vivos. Cuanto menos jóvenes se tornan esos organismos, más dignos de pena o desprecio parecerán, por ser incapaces de disfrazar su esencia tan miserablemente humana al madurar y decaer.

      ¿Pero por qué tanto empeño en una lucha que, a todas luces —y a pesar de cierto optimismo reinante— sigue condenada al fracaso? La pregunta procede, sobre todo si destacamos el racionalismo que yace en la base de nuestra cultura. Pero tal vez la respuesta provenga de otro de sus pilares: en esta «sociedad del espectáculo» en que estamos inmersos, que insta a obtener celebridad mediática para poder «ser alguien», y que evalúa quién es cada uno en función de aquello que se ve en su superficie corporal y en su actuación puramente visible, la vejez es un derecho negado. O, cuanto menos, si envejecer todavía resulta inevitable para quienes tengan la fortuna de no morir prematuramente, se prohíbe exhibir el aspecto que los avances de la edad suelen denotar. Así, ante esa creciente tiranía de las apariencias juveniles, se censura la vejez como si fuese algo obsceno y vergonzoso, que debería permanecer oculto, fuera de la escena, sin ambicionar la tan cotizada visibilidad. Un estado corporal que debe ser combatido —o, como mínimo, sagazmente disimulado— por ser moralmente sospechoso y, por tanto, humillante. Algo indecente que no debería ser exhibido; al menos, no sin recurrir a los convenientes filtros y a los púdicos retoques que nuestra era inventó para tal fin y que, con creciente insistencia, pone a disposición de todos y nos convoca a utilizarlos.

      Así, en plena vigencia de esos valores que ratifican la cristalización de una nueva moralidad, los escenarios privilegiados de los medios de comunicación audiovisual evitan mostrar imágenes de cuerpos viejos. Las revistas de páginas brillantes solo publican ese tipo de fotografías en raras ocasiones: cuando se considera estrictamente necesario y, aun en dichos casos, contando siempre con el auxilio de las herramientas de edición de imágenes como el popular Photoshop. Pero no se trata solamente de las fotos fijas: en el cine y en la televisión, los cuerpos viejos también se pulen con un arsenal de técnicas depuradoras y alisadoras de las imágenes en movimiento, tales como el software Baselight. En el Brasil, por ejemplo, la poderosa red Globo usa esa tecnología desde el 2006 para perfeccionar la calidad visual de las telenovelas que produce. Un reportaje sobre el asunto publicado ese mismo año en una revista comentaba los resultados de esa novedad con cierta admiración, afirmando que dos famosas actrices locales —en aquella época con 59 y 54 años de edad, respectivamente— aparecían en la pantalla «con una piel tan lisa que parecían recién salidas de una cirugía estética». Los representantes de la emisora, sin embargo, declararon en la misma nota que no se trataba de «un programa de rejuvenecimiento» sino de «un método para corregir pequeños defectos de grabación, valorizar colores y detalles o minimizar marcas y manchas en la piel» (Alves 2006). El hecho es que tanto el cuidado de los actores como la intervención técnica en las figuras corporales plasmadas en las pantallas se incrementaron con el aumento de la resolución de la imagen debido a las tecnologías de transmisión digital, que captan cada detalle con creciente nitidez, delatando cualquier imperfección en la limpidez de las pieles filmadas.

      De modo que son dos las etapas esenciales de ese pulimiento que censura y rectifica los relieves corporales para intentar adecuarlos a los exigentes parámetros de la buena forma. Primero, un intenso proceso de disimulación en la propia carne, que cada individuo debe practicar como parte importantísima del «cuidado de sí» en su versión más contemporánea, recurriendo a las diversas técnicas disponibles en el mercado como quien rediseña cotidianamente una imagen cada vez más imperfecta. Después, en el segundo acto de este drama, la reproducción imagética de esos mismos cuerpos también se retoca gracias a la utilización de «bisturís digitales» que operan sobre las siluetas transformadas en pixeles, en una tentativa de devolver cierta «decencia» a esas líneas y a esos volúmenes visiblemente «obscenos». Tal posibilidad de corregir las propias fallas corporales en las omnipresentes pantallas informáticas ya está disponible, incluso en el menú básico de las cámaras digitales de uso doméstico y en las computadoras hogareñas más sencillas: así, ahora, cualquiera puede aplicar los mecanismos alisadores de piel a sus propias fotografías.

      Los medios de comunicación de masa, por su lado, solo abren sus codiciadas vitrinas para exponer los perfiles de unos pocos hombres y mujeres «maduros». ¿Cuáles? Aquellos que, de alguna manera, no parecen tan viejos. Un selecto grupo de damas y caballeros que, por obra de alguno que otro milagro, logran salir más o menos airosos de esa ingrata tarea de disimulación y, por tal motivo, se convierten en preciosos ejemplares de esa especie rara: los bienconservados. Así, como fósiles vivientes, con sus gestos y movimientos hábilmente petrificados bajo los flashes, se hacen merecedores de admiración debido a una mezcla de suerte genética y trabajo arduo. El público global se ve regularmente expuesto a las radiaciones de esos rostros y cuerpos cuidadosamente elegidos y muy bien arreglados, cuyo esplendor resulta de una labor exhaustiva en las dos etapas primordiales de la purificación recién mencionadas. Muchos de ellos han superado los cincuenta o sesenta años de vida, pero aún mantienen cierta dignidad porque saben ostentar una apariencia relativamente juvenil. No es casual que las imágenes proyectadas por esas celebridades que parecen mantenidas en formol suelan ser vampirizadas por la industria de los cosméticos, que las capitaliza para vender esperanzas a todos aquellos