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Comunicación e industria digital


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esa última condición, casi se insinúa que habría dejado de ser mujer: en función de las marcas temporales, la figura retratada perdió el derecho de ser considerada «deseable», por ejemplo, algo que constituye «uno de los mayores dolores de envejecer» para las mujeres brasileñas, pues implicaría «volverse invisible para los hombres», ser expulsadas del «mercado de la seducción» (Goldenberg 2008: 95). El hecho de deslizarse hacia ese campo de la invisibilidad acarrea serias consecuencias en la «sociedad del espectáculo» en que estamos inmersos. Al final de ese trayecto, que va desde la juventud hasta la edad adulta, esa persona que dejó de ser joven habría dilapidado buena parte de su capital corporal y, tras ese agotamiento, se encontraría a orillas de una virtual inexistencia.

      Lo sucedido con la mujer del anuncio no hace más que confirmar la declaración incontestable expresada en el lema de esa propaganda: «pocas cosas mejoran con el tiempo». Casi nada se perfecciona al envejecer, más bien suele ocurrir todo lo contrario. Una excepción poco común a esa magna ley de la naturaleza sería el caso de Desperate house wives y Grey´s anatomy, precisamente, los productos que el aviso publicitario en cuestión se ocupaba de promover. «Dos de las series de mayor éxito de la televisión» que, por lo visto, tendrían la poco común capacidad de desafiar la dura fortuna que afecta a las Carlas y Marías de carne y hueso. Así, a contrapelo de lo que les sucede a las hembras de la especie humana, esas series televisivas, ellas sí, valga la excepción, «cada año están mejores». A pesar de su autoevidencia, esa afirmación que se presenta tan obvia bajo la luz de las ilustraciones merece cierto análisis. Porque esa incapacidad para mejorar con el paso del tiempo, que parece intrínseca a casi todo bajo la égida del capitalismo contemporáneo —excepto, tal vez, para algunos vinos y programas de televisión— también contradice ciertas creencias que aún parecen detentar algún valor, referidas a la acumulación de experiencia y a la consecuente riqueza en términos de madurez que implicaría ese proceso.

       Experiencia, lifting y pobreza: ¿un mercado de capitales?

      En ese vértigo de lo descartable y la obsolescencia, que parece dispuesto a arrasarlo todo bajo el ritmo espasmódico de la actualidad, cabría indagar qué restó del clásico enaltecimiento de la experiencia: aquello que constituía la base de la sabiduría ancestral en culturas más respetuosas de esos valores, por ejemplo, y que en plena pujanza modernizadora podría llevar al «progreso» y al perfeccionamiento como fruto del aprendizaje. Según ese tipo de relatos, el bagaje destilado por el vagaroso rumiar de las vivencias —tanto personales como colectivas— solía apreciarse como algo benéfico, inclusive en la pragmática cultura moderna y bajo la lógica productivista del capitalismo. Todo eso podía considerarse un valioso «capital» que se cosechaba a lo largo de la vida y se buscaba resguardar con todo cuidado, como si se tratara de un tesoro sin precio. Pero ahora el tiempo solo parece responsable por derramar sobre nuestros cuerpos una cantidad de rasgos indeseables, tales como arrugas, manchas, várices, adiposidades, estrías y otras aberraciones. Además de esos castigos claramente visibles y palpables, el envejecimiento también se ocupa de oxidar ciertos mecanismos delicados, tales como la creatividad y el dinamismo propios de la actitud juvenil, deteriorando así todos los elementos que por ventura constituyen lo que somos.

      No hay salida, entonces: el material de que estamos hechos se degrada con los avances de la edad. Por eso, como declaraba aquella publicidad, los cuerpos solo pueden ponerse «peores» con el pasar del tiempo. El problema se agrava al constatar que, cada vez más, cuerpo —y tan solo cuerpo— es todo lo que somos. En consecuencia de esa transmutación, no sería «apenas la carne» lo que se deja corromper con la edad, por ejemplo, como rezarían otras narrativas. En cambio, es cada uno de nosotros, por entero, quien «empeora» irremediablemente al envejecer: todo lo que nos constituye pierde valor cuando nos volvemos viejos, ya que en ese cruel proceso ocurre una gradual descapitalización de nuestras púberes virtudes. «Aumente su capital-juventud», invita el típico anuncio de un producto cosmético cualquiera, estampado en la página de una revista e ilustrado con el rostro reluciente de una joven modelo. La mercancía en venta se describe como skin saver chrono, una suerte de ahorrador o un salvador de la piel, recurriendo a un lenguaje que saca provecho de las ambigüedades entre el léxico mercantil y el vocabulario religioso. Además, se asocia a las potencias míticas de la divinidad griega del tiempo, Cronos, pero lo hace bajo un barniz cientificista y en el idioma que más le conviene: el inglés, aun cuando el aviso en cuestión emitiera sus destellos dentro de una publicación francesa. Todos los ingredientes de nuestras pociones mágicas se concentran allí, por tanto, y está claro que hay un precio más o menos módico a pagar por semejante promesa de felicidad, que dejará «su piel 70 % más joven, 88 % más lisa y 94 % más hidratada».

      Algunos ecos dignos de atención brotan de los mensajes de ese tipo, que marcan el compás de esta época con su particular combinación de puerilidad y cinismo, y que tantos dividendos deben rendir a las industrias cosméticas y publicitarias. En 1949 y con su tono rabioso, Simone de Beauvoir denunció la denigrada condición femenina en las páginas de su libro El segundo sexo, afirmando que «el cuerpo de la mujer es un objeto que se compra: para ella, representa un capital que se encuentra autorizada a explotar» (Beauvoir 1967: 170). La más curiosa de esas resonancias es que, más de seis décadas después de que tales constataciones fueran ruidosamente emitidas —y a pesar de todos los avances en las conquistas de derechos y en los cambios socioculturales que sedimentaron nuestro mundo desde entonces—, no ha perdido validez esa noción del cuerpo juvenil de la hembra humana como un capital que conviene invertir con buen tino porque se irá desgastando ineluctablemente. Esa peculiar mitología no solo no se agotó, sino que parece haber crecido en la medida en que se expandió hacia otros segmentos del mercado: lejos de limitarse a las jóvenes casaderas, ahora también alcanza a las viejas e, inclusive, a los varones de todas las edades.

      «La belleza también es cosa de hombres», enseña un anuncio ilustrado con el cuerpo desnudo de un mancebo en pose escultórica que, pudorosamente, esconde su rostro. Y luego alerta que, «más allá de la cosmética y la gimnasia», es decir, cuando esos recursos menos invasivos se revelan insuficientes, vale la pena recurrir a la «medicina estética» y la «cirugía plástica», sobre todo si la intención es resolver problemas como «alisar o rejuvenecer el abdomen», «mejorar nariz, orejas y mentón», «recuperar el cabello», «eliminar el pelo corporal», «blanquear los dientes», «perder peso y eliminar grasas». En una astuta tentativa de negociar con las resistencias culturales que aún estorban la consolidación de ese mercado tan promisorio, este aviso español defiende el «profesionalismo» del equipo que opera en esa «organización médico-estética» que sería la «más avanzada de Europa», utilizando «los últimos avances tecnológicos» para satisfacer los requerimientos de su distinguida clientela. El argumento finaliza con las siguientes invocaciones: «no renuncies a mejorar» y «si eres hombre, llámanos». Puede sonar convincente o no, pero dista mucho de ser la única estrategia puesta en práctica para adobar ese suelo que se adivina fértil. «La nueva dimensión del hombre», proclama el eslogan de otra «clínica de estética masculina» que, sin arriesgarse a mostrar ninguna foto, enumera sobriamente los diversos servicios ofrecidos para instilar esa dimensión masculina recién inaugurada, tales como: rellenos cutáneos, adelgazamiento, implantes capilares, estética facial y corporal, depilación y botox.

      «Al fin y al cabo, usted merece librarse de las marcas de preocupación», explica otra propaganda de cosméticos, muy semejante a las que suelen interpelar al público femenino, aunque ilustrada con la fotografía de un bello rostro masculino cuyos ojos aparecen enmarcados por finas arrugas. Tan discreta como didáctica, esta otra publicidad brasileña destinada a los hombres contemporáneos también se ve en la obligación de explicar los motivos de su propuesta, algo que no requiere aclaración alguna cuando el público al que se desea llegar está compuesto por mujeres. «Hoy en día, cuidar la propia apariencia también significa estar informado y actualizado», advierte el texto del anuncio. Y, de inmediato, recomienda al consumidor que consulte el pintoresco sitio <arrugasnuncamás.com.br> en internet si desea obtener mayores informaciones. «¿Derrotado por la calvicie?», pregunta en este caso un aviso mexicano, mientras muestra a un hombre con la cabeza inclinada en señal de