transita por las vías del slapstick ni del slow burn ni del burlesco. Se orienta más bien hacia un humor absurdo que se revela de pronto, como si se hallase escondido en la trastienda de lo cotidiano.
Un episodio como “Bummer/Blueberries” opera como el discurso del método de un comediante que usa el horror de lo ordinario como materia prima de su trabajo. Aquí, el asunto que gatilla la acción es el sexo y la posibilidad de practicarlo de modo natural. El episodio se inicia con un monólogo de Louie dedicado a zaherir su cuerpo, su vientre, sus limitaciones físicas. Es el campo de sentido que va a sustentar la acción narrativa: Louie concierta una cita romántica con Janice (Kelly McCrann). En camino hacia ella, el personaje provoca de modo accidental el atropello de un indigente, que termina decapitado. El horrible suceso no impide que Louie llegue al encuentro de la dama que, al percibirlo inquieto, le pregunta por la causa de su aflicción. Louie narra lo ocurrido y la mujer, al borde de un ataque de nervios, decide marcharse. Luego de una elipsis, vemos a Louie concertando otra cita, esta vez con la madre de un compañero de escuela de sus hijas. En el departamento de ella no hay tiempo para los gestos románticos. La demanda sexual es prioritaria. Pero antes del coito, la mujer requiere, con tono imperativo, que Louie vaya a comprar condones y adminículos sexuales, así como arándanos. Hecho esto solo le queda al personaje embarcarse en una aventura sexual que incluye propinar maltratos y azotes como vía directa hacia el placer. El sexo mediado por el tormento alcanza las cotas del delirio fantástico.
El humor de Louie tiene ese fundamento. Parte de la observación de lo cotidiano y, por efecto de situaciones acumulativas, se desprende del realismo. El recorrido del hombre común por las calles de la ciudad lo conduce a un accidente automovilístico, lo hace testigo de un degüello, asiste a la súbita crisis emocional de su pareja y termina la jornada convirtiéndose en sirviente de una perversa maîtresse. La escalada de acontecimientos delirantes contrasta con el orden urbano y la previsibilidad de la vida moderna. Louie, el hombre obsesionado con la fugacidad del deseo y con la inconstancia de las mujeres (lo que lo emparenta con muchos personajes de Allen) debe lidiar con la presencia de la muerte y con los efectos de una fantasía punitiva y compensatoria. Pero también con la presencia de elementos absurdos y exasperantes que dan rienda suelta a la extrañeza propia de un mal sueño que segmenta tantos episodios2.
Algo similar ocurre en “God”, donde una clase de religión se convierte en tribuna para un siniestro médico forense (Tom Noonan) que explica los resultados de una hipotética autopsia de Jesucristo. O en los dos episodios románticos de la tercera temporada, en la que Louie se involucra con la empleada de una librería que lo lleva a realizar pruebas físicas extremas y lo conduce hasta el filo mismo del abismo y la fantasía del suicidio. O cuando debe enfrentar el dolor físico y torsiones, gestos compulsivos e incomodidad con el propio cuerpo al recibir la golpiza de una mujer en el episodio “Bobby’s House”.
Dentro de cada uno de los guiones de Louie se incuba el germen de lo impremeditado, aquello que viene a crear una disfunción en el desarrollo racional de los asuntos. Y ese germen se revela de un modo casi epifánico. Es el descubrimiento de esa otra cara de lo ordinario que se perfila desde la última frontera de la razón o la muerte. Ver al respecto las derivas seguidas por el personaje tras hacerse cargo de la hija de su hermana, a punto de enfrentarse con un episodio psicótico, o con el hijo de la ansiosa madre de familia de la escuela de las hijas de Louie, que se apresta a someterse a una operación de extracción de vagina. O la aparición del indigente que toma un baño en plena estación del metro, creando una correspondencia extraña con la presencia del músico que suspende la respiración de Louie con un solo de cuerdas. O la escapada frenética de Louie ante la posibilidad de encontrar a su padre, un desconocido desde hace años.
Al interior de un plano, como movimiento dramático dentro de una secuencia o como trayectoria general del episodio, se halla el deslizamiento hacia una dimensión que excede lo “real”, un suprarrealismo asociado a la materialización de aquellas fantasías que se consideran tabúes en la vida social o en el lenguaje habitual: la diarrea que inunda una bañera o que asalta a Louie mientras acompaña a sus hijas por las calles de Nueva York; la presencia enojosa de los sujetos sin domicilio conocido; las relaciones de incomodidad surgidas en el trato con los hijos, los hermanos o los padres, que no resultan entrañables por mandato de la especie.
No es casual que los últimos episodios de la tercera temporada de la serie involucren a David Lynch, convertido en actor, encarnando a un personal trainer de CBS encargado de adiestrar a Louie para que reemplace a David Letterman en el Late Show, un programa con el que Louis C.K. colaboró por un tiempo (como lo hizo también con Conan O’Brien y Chris Rock). La presencia de Lynch no solo corresponde a un gesto amistoso (como los de Robin Williams, Ellen Burstyn, Chris Rock, F. Murray Abraham, Chloë Sevigny, entre otras figuras del espectáculo que aparecen como huéspedes en la serie). Es también el testimonio de una afinidad profunda, más allá de diferencias estilísticas.
En el mundo de Louis C.K., como en el de Lynch, lo cotidiano siempre se abre a un trasfondo fantasmagórico, hecho de extrañas duplicaciones (en el primer episodio que tiene a Lynch como actor, tres actrices distintas encarnan a la misma secretaria), identidades inciertas (la exesposa del pelirrojo Louie, madre de dos niñas rubias, es encarnada por una actriz afroamericana) y fisonomías que mutan por efecto del tiempo, como ocurre con el hermano de Louie (Robert Kelly), cuya reaparición en la cuarta temporada lo muestra con una corpulencia particular, sobre todo en el episodio del doble banquete. Pero no solo eso, en la construcción narrativa de varios de los episodios se pasa del estilo directo al indirecto, se entremezcla pasado y presente, se alternan diferentes estados de conciencia (el sueño con Osama Bin Laden, las pesadillas con sus hijas) o se apuesta a la asociación libre, como en “Untitled” (quinto episodio de la quinta temporada), donde Louie es asaltado por pesadillas que tienen como protagonista a un ser con apariencia de íncubo. Como en el universo del autor de Mulholland Dr. o Inland Empire, el giro hacia un mundo refractario a la lógica y a la razón es la alternativa que alivia las presiones de la locura cotidiana. Y mantiene a Louie irreductible frente a las seducciones del medio y el conformismo.
Es paradójico que un insider como Louis C.K. —nacido en Washington, hijo de dos profesionales destacados que se educaron en la universidad de Harvard, crecido en Massachusetts—, pelirrojo y de formación católica, encarne la noción misma de una marginalidad vocacional. Louie tiene trabajo, es un pequeño burgués sin apuros económicos, pero su mirada es oblicua: ve las cosas del sistema desde los márgenes o los bordes. “A Woody a veces lo criticaban porque solo ponía en escena a los neoyorquinos más burgueses, los inquilinos de los penthouses. Louis está más interesado en la ‘gente corriente’, todo el mundo puede reconocerse en sus personajes” (Clairefond, 2015, p. 38).
Louie no mira Nueva York desde una terraza sobre Central Park. Es un sujeto inmune al efecto Zelig, que designa a la capacidad de mimetizarse con el entorno. No se parece en nada a Leonard Zelig, el camaleónico personaje inventado por Woody Allen para Zelig (1983), ese falso documental en el que ironizó sobre la capacidad de adaptación a las circunstancias más adversas de la que hacen gala, a través de los tiempos, los espíritus acomodaticios. En cada uno de los capítulos de la serie, Louie rehúye las componendas, los pactos, la complacencia, los arreglos, y todo aquello que construye al síndrome de Zelig. Lo protegen el delirio y ese humor que expía y depura.
Referencias
Alberca, M. (2013). El pacto ambiguo. De la novela autobiográfica a la autoficción. Madrid: Biblioteca Nueva.
Clairefond, R., Chapus, J. V., y Lechuga, A. (junio del 2015). Cita en San Louis. Sofilm, (23), 40.
Hantzis, L. (abril-mayo del 2016). Kings of Comedy. La septième obsession, (4), 29.
Joffe, C. H., y Rollins, J. (productores) y Allen, W. (director). (1977). Annie Hall. [película]. Estados Unidos: United Artists.
Pavis, P. (2000). Diccionario del teatro. Dramaturgia, estética, semiología. Barcelona: Paidós.
Reviriego, C. (19 de junio del 2015). El dragón negro y la termita. El Cultural. Recuperado de http://www.elcultural.com/blogs/to-be-continued/2015/06/el-dragon-negro-y-la-termita/