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del soliloquio hilarante para convertirlas en ejes de una vertiente de la comedia de situaciones característica de la televisión estadounidense. Cómicos como Jerry Seinfeld, Larry David, Amy Schumer y Louis C.K. provienen de una tradición singular: la del bar con micro abierto. Sobre sus escenarios se ubican los cómicos oficiantes, stand-up comedians. Desde ahí dirigen sus monólogos a un público —a veces locuaz en exceso, a menudo alcoholizado— dispuesto a celebrarlos. Ese ejercicio les permite pulir sus oficios como guionistas y creadores de punchlines, esas frases de contundente remate humorístico que pueden catapultar a un comediante y definir su estilo.

      En el caso de Louis C.K., su arribo a la televisión se produce luego de más de una década de trajines en los campos de la escritura satírica y de las intervenciones unipersonales en bares, casinos y hoteles. Es el periodo en el que Louis diseña y modela a Louie, su personaje, el protagonista de la serie, su máscara televisiva, su alter ego. En una palabra, su voz:

      Esa voz que el humorista debe encontrar para existir sobre el escenario, y eventualmente tener su propia serie, construye en primer lugar la identidad escénica, la ‘persona’, como prefieren llamarla algunos comediantes. A la manera de muchos escritores como John Fante o Charles Bukowski, se trata de crear un alter ego para poner en escena, una versión amplificada, arreglada del propio yo con el que el público pueda comunicarse. (Hantzis, 2016, p. 29)

      La transformación de Louis en Louie, mediante el trueque de una letra, anuda, con un lazo imaginario, al comediante real con el personaje. La autoficción se esboza y el relato de las desventuras cotidianas de un cuarentón neoyorquino adquiere los matices de la confesión personal y la reflexión íntima.

      La de Louis C.K., en las más de cinco decenas de episodios que conforman las temporadas de Louie, es una “performance autoficticia, que consiste en mezclar y en confundir los límites de lo real y lo inventado hasta que […] no podamos determinar cuánto de juego, de búsqueda identitaria, de afirmación o de reivindicación personal hay en sus presentaciones” (Alberca, 2013, p. 267).

      El camino es similar al emprendido por Woody Allen a partir de Dos extraños amantes (Annie Hall, 1977), cuando el cineasta neoyorquino se convierte en Alvy Singer, el personaje del comediante que, mirando hacia la cámara, nos hace partícipes de sus angustias, frustraciones y bloqueos. Tavernier y Coursodon, refiriéndose al Woody Allen de Annie Hall, escriben:

      A partir de ese momento (al incorporar al personaje algunos rasgos autobiográficos), cabalgando entre la comedia y el drama sin tener que limitarse a uno u otro registro, su discurso cinematográfico podrá abordar otros terrenos antes prohibidos al film cómico. En la medida en que el espectador comparte sus preocupaciones y sus problemas abordándolos de una manera no radicalmente diferente, este puede desde entonces ¿identificarse? con el personaje cómico como lo hacía con cualquier otro personaje. Algo imposible en el caso de los cómicos pre-allenianos, no solo por su ajeneidad [sic] física y psicológica, sino porque la práctica del gag, a la vez su lenguaje propio y su modo de aprehensión del mundo, constituye un método esencialmente no realista […] aunque manipule constantemente los elementos más concretos de lo real. (1997, p. 294)

       Performance y autoficción

      La mayoría de los comediantes del pasado trazaron linderos claros entre su figura pública y su privacidad. Fue el caso de Totò, Ugo Tognazzi, Tony Leblanc, Bob Hope, Nino Manfredi, Alfredo Landa, entre tantos otros. En Louis C.K., por el contrario, esas fronteras se desdibujan o se hacen porosas. Conforme transcurren las temporadas de la serie, Louie es cada vez más Louis. Escribe Carlos Reviriego (2015):

      El cómico se quita la máscara del bufón y se coloca la careta trágica con una naturalidad que ya sobrepasa el asombro. Estamos determinados a no saber nunca dónde termina uno y empieza el otro, como tampoco podremos vaticinar nunca qué nos deparará no solo el siguiente episodio, sino la siguiente secuencia. (párr. 4)

      En efecto, Louis C.K. no es el profesional que interpreta a la manera clásica el papel escrito para él o que encarna al personaje de la obra de repertorio que le antecede y le sobrevivirá. Tampoco es el actor tradicional que apela a un método establecido de juego. Según testimonio de Andrew Weyman, director de Lucky Louie (serie anterior de Louis C.K., producida por Home Box Office y emitida entre 2006 y 2007), Louis se sentía vulnerable como actor desde los inicios. “En lugar de quedarse de pie de cara al público, debía interactuar con otros personajes, escuchar lo que decían, responderles. Tuvo que hacer un enorme trabajo interior” (Clairefond, 2015, p. 40).

      Louis C.K. se asimila, más bien, al temperamento del performer:

      El actor contemporáneo ya no es el encargado de imitar mímicamente a un individuo inalienable: ya no es un “simulador”, sino un “estimulador"; “performa” más bien sus insuficiencias, sus ausencias y su multiplicidad. Tampoco tiene la obligación de representar un personaje o una acción de una forma global y mimética, como una réplica de la realidad. En suma, su oficio prenaturalista ha sido reconstituido. Puede sugerir la realidad mediante una serie de convenciones que serán localizadas e identificadas por el espectador. El “performer”, a diferencia del actor, no interpreta un papel, sino que actúa en su propio nombre. (Pavis, 2000, p. 75)

      Por eso, a diferencia de los monólogos de Groucho Marx, centrados en la requisitoria y la invectiva, y de los comentarios hilarantes de W. C. Fields, impertinentes y blasfemos, los de Louie lo tienen a él mismo como blanco. Es así como estimula, performa, actúa en su propio nombre. Él mismo es objeto de una sátira que deriva en aforismos diversos sobre el amor, la enfermedad, el fantasma del fracaso amoroso o sexual, la muerte o la religión. Grandes temas que adquieren sentido solo cuando se interponen entre el hombre común y la búsqueda de su felicidad. Esa que nunca llega, o que se asoma solo en contados momentos: en el relajamiento fugaz de un almuerzo compartido con unos campesinos chinos, luego de haber sentido de cerca la experiencia de la muerte en el episodio New Year’s Eve, que muestra a Louie realizando un imprevisto viaje a Pekín; o en la conversación íntima, mediada por un traductor, que cierra su cita romántica con Amia (Eszter Balint), una vecina húngara, justo en el momento del adiós definitivo.

      Performance y autoficción que adquieren las cualidades de la imagen documental son las aperturas de la mayoría de los capítulos de la serie. Cada episodio de las tres primeras temporadas de Louie, así como de la quinta (con excepción de los episodios finales de la tercera y cuarta temporada), se inicia con la imagen del personaje principal saliendo de la boca de una estación de metro neoyorquina. Luego de comprar una tajada de pizza, Louie se dirige al Comedy Cellar, un barteatrín de espectáculos de comedia stand-up ubicado en el corazón de la ciudad. Mientras dura la cuña de presentación, oímos una canción, “Brother Louie”, de Hot Chocolate, con interpretación de The Stories, cuya letra repite: “Louie, Louie, you’re gonna cry / Louie, Louie, you’re gonna die”. Son imágenes de un hombre común grabado mientras se desplaza por la ciudad para cumplir con su tarea cotidiana.

      Luego de la cuña introductoria, casi todos los episodios arrancan con el personaje de Louie, micrófono en mano, ofreciendo un monólogo que pone sobre el tapete los asuntos centrales que se dramatizarán en los veinte minutos siguientes.

      Louis C.K. tiene a las tribulaciones de la edad adulta como centro de su humor. Humor que amalgama la agresividad defensiva propia de algunos comediantes judíos con acentos cínicos, impertinentes y misantrópicos. Cada frase apunta hacia los blancos preferidos de su verbo escéptico y maledicente: los modos alternativos de vida convertidos en fundamentalismos, los puritanos detractores de la masturbación, los médicos acosadores, los psicoanalistas distraídos. Cada soliloquio suma frases sobre la muerte, la educación católica, el sexo, la educación de los hijos, la vejez, la necedad de los políticos republicanos, la “culpa blanca” que se construye desde los tiempos del despojo territorial de los indígenas, la urgencia de la masturbación, la descomposición corporal que trae consigo la edad, los desencuentros raciales en el país, los episodios de segregación y violencia que han marcado la historia de los Estados Unidos, entre otros.

      El humor tropieza con las tensiones y el angst de la época. Louie