Y esto por una sencilla razón: la película es una experiencia que dura como máximo dos o tres horas, pero una teleserie fideliza a sus espectadores por años. El mundo de la guerra fría, del desarrollismo de la industria cultural, del star system de Hollywood, de las telenovelas y dictaduras militares latinoamericanas, de la inminente hecatombe nuclear, de los hippies y la llegada a la Luna fue el contexto que nutrió a las series de elementos de la realidad que fueron ficcionalizados de modo generalmente banal y estereotipado o, en todo caso, tratados en las comedias de humor negro o los programas de ciencia ficción y el género fantástico. Pero lo que permitía a las series lograr calar hondo en la sociedad norteamericana, y en las del resto del mundo, era su determinación por conseguir el máximo reconocimiento posible de la sociedad, no por un afán ético-cultural crítico o estético-político revolucionario, sino sencillamente porque necesitaba de esa sociedad convertida en audiencia y transformada en consumidor del producto del anunciante.
Hubo decenas de intentos, algunos de ellos exitosos, que buscaron romper con esta subsunción de las series al mercado de consumo capitalista, como Star Trek, M*A*S*H, la citada Columbo o Dr. Kildare. Pronto, la industria y la crítica cultural las convirtieron en series de culto que sirvieron para demostrar que las teleseries no eran simples objetos de mercado, sino entretenimiento para intelectuales y audiencias sofisticadas. Hasta que algo cambió. Y fue la sociedad y el mundo.
La edad de oro de la televisión
Entre fines del siglo XX y principios del XXI, se produjo un terremoto social que modificó de forma drástica y dramática esa meseta mediática que duró 30 años en la industria de la televisión. Fueron múltiples factores que cambiaron radicalmente las formas de vida en el planeta y afectaron prácticamente —aunque de modos desiguales y combinados— a toda la población. Cayó el Muro de Berlín y la Unión Soviética, y con ellos el comunismo como alternativa político-cultural frente a la hegemonía política de Estados Unidos y la economía capitalista. Pero también se vino abajo el apartheid en Sudáfrica y las doctrinas de los derechos humanos, y la democracia desplazó —al menos en Latinoamérica— a las dictaduras militares. Casi simultáneamente apareció internet y, más temprano que tarde, sus aplicaciones y desarrollo transformaron radicalmente las sociedades de un modo inconcebible para quienes vivimos en la segunda mitad del siglo XX (Piscitelli, 2005; Scolari, 2008; Carlón y Scolari, 2012). Y aparecieron nuevos dispositivos televisivos, como la televisión por cable y, más tarde, la emisión por streaming, así como la posibilidad de interacción entre empresas productoras de contenidos y consumidores, lo que incluso habilitó a estos últimos para transformarse en productores. En este contexto, se llegó a hablar del fin de los medios masivos o, al menos, de sus formas más tradicionales (Carlón, 2016).
Estos cambios produjeron efectos sociales que alteraron las invariantes estructurales a partir de las cuales guionistas, empresarios televisivos, anunciantes, políticos e intelectuales, la gente común y corriente, los televidentes, reconocían en las series de televisión, pero también en el cine, la literatura y la totalidad de los artefactos culturales, su modo de existencia, sus certidumbres e incertidumbres, sus valores, sus sueños, sus ideales políticos y sus formas de educar y educarse, vivir, hacerse a sí mismos y vivir en sociedad. Entonces, ese cambio llegó necesariamente a la televisión y, en particular, a las series.
Con estos cambios también entró en crisis el broadcasting, es decir, la emisión de un programa para una audiencia multitudinaria el mismo día, a la misma hora y por el mismo canal todas las semanas. Uno emitiendo en simultáneo para millones. Surgió el narrowcasting, entendido como la condición de posibilidad, existencia y aceptabilidad para que cada quien exija y pueda concretar su propia grilla de programación individualizada, para ver su serie o programa favorito cuando, como y donde quiera. Y además la posibilidad de tener la serie en tu propia PC o verla a través de tu teléfono móvil, y poder recortarla, editarla, ponerle subtítulos, alterarla, modificarla e, incluso, hacer una versión propia usando programas de computación gratuitos que vienen con cada equipo como gentileza del fabricante.
Como no podía ser de otra manera, estos cambios sociales, tecnológicos, políticos, económicos e ideológico-culturales impactaron profundamente en todos los medios masivos, pero en particular en la industria de las teleseries. Si bien las dos invariantes estructurales paradigmáticas se mantuvieron, proliferaron cientos de nuevos modos de producir variantes diferenciales.
La historia, no obstante, no avanza a grandes saltos ni por apocalípticas rupturas, así como tampoco va necesariamente guiada por una teleología del progreso infinito, indefinido e inexorable hacia formas cada vez más perfectas. Los grandes cambios mencionados produjeron también un mundo cada vez más inseguro, distópico y fragmentado. Recrudecieron las guerras y aumentaron, como nunca antes desde la Segunda Guerra Mundial, los contingentes de refugiados que huían de las guerras religiosas, o las que surgían del colapso de los antiguos imperios locales y regionales, sea en África o Asia. También impactaron en las nuevas narrativas televisivas el agravamiento de la delincuencia, el narcotráfico y las formas cada vez más inhumanas de explotación del hombre por el hombre, así como la inminencia de catástrofes naturales, sanitarias o humanitarias. El mundo, paradójicamente, se ha vuelto un lugar mucho más peligroso, inestable, impredecible y distópico de lo que fue, al menos, desde los orígenes del capitalismo. Y ahí es donde podemos encontrar un umbral entre las series clásicas de televisión y las actuales.
De manera que pensar los cambios y las permanencias en términos de regularidades y discontinuidades puede ser útil, en particular cuando esas transiciones caóticas, como las descritas, aún están en curso y nos son contemporáneas. Y, además, porque estas nuevas series coexisten con series clásicas y tradicionales que se mantienen inalterables, sin reconocer los cambios sociales mundiales; el mundo existe de manera desigual y combinada no solo en términos espaciales, económicos, culturales y políticos, sino también temporales. De ahí que tengan atractivo las series en las que coexisten dos realidades temporales alternas o las temáticas de universos paralelos, viajes en el tiempo y todo tipo de ucronías (El Ministerio del Tiempo, Timeless, Outlander, Frequency).
Entonces, como indicación y referencia metodológica, propongo que evitemos pensar la historia como irreversible o en términos de continuidad y ruptura, en particular cuando se trata de artefactos culturales como los que produce la industria de las series de televisión. A la vez, aplicar esta regla metodológica puede ser muy útil si se sostiene a manera de hipótesis de trabajo —como en el caso de este breve ensayo—, y si se postula que las series existen, se reproducen y tienen audiencias multitudinarias, multinacionales y multiculturales por su capacidad de hacernos ver el mundo real en que los espectadores vivimos o, al menos, creemos vivir.
Quizá una novedad de nuestra época consiste en que intelectuales, clases medias ilustradas, periodistas especializados, políticos, investigadores académicos y profesores se han interesado por las teleseries como antes lo hacían por el teatro o el cine. A ellos les debemos que la actual época haya sido bautizada como la tercera edad de oro de la televisión y, en particular, por las series (Cascajosa Virino, 2005; Cappello, 2015; Carlón, 2011; Carrión, 2014; Pérez Gómez, 2011; Scolari, 2013; Tous, 2009a; Tous, 2009b). La caja boba parece que se ha convertido en la caja inteligente y ahora no solo los intelectuales, sino también las empresas, las industrias culturales y hasta los mandatarios de naciones de todo el mundo celebran las series de televisión, se declaran fans de tal o cual serie, las analizan, les encuentran características estéticas, literarias y éticas antes solo reservadas a las películas y las buenas novelas, en la senda abierta hace ya varios años por Henry Jenkins (2008).
Los personajes de las series actuales son conocidos, admirados y respetados tanto o más que los actores que los personifican en la pantalla chica, y no precisamente porque sean los héroes ingenuos, impecables y sin mancha del periodo anterior. Ahora los protagonistas son los villanos, incluso cuando sus némesis sean otros villanos. Ya no importa si se trata de una serie de médicos (House MD), políticos (House of Cards), abogados (Goliath), policías (The Killing) o superhéroes (Daredevil, Jessica Jones, Luke Cage); todos ahora llevan tatuado en sus biografías ficcionales el nuevo lema de Marvel: “El mal es algo relativo”. Por otra parte, muchas