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y estructuran la narración, como en Lost, Twin Peaks, Fargo, True Detective o, más recientemente, Chance.

      El realismo fantástico al estilo de Bioy Casares, Cortázar e incluso Borges está a la orden del día, así como las ficciones históricas (The Tudors, The Borgias, Medici: Masters of Florence, Vikings, 11.22.63, Frontier, American Crime Story o Taboo) y nuevas formas del género terror como American Horror Story y Outcast. El apocalipsis, en el sentido bíblico más general, invade las pantallas con The Walking Dead, The Returned, Glitch, Resurrection y 12 Monkeys, e incluso en una serie clásica y conservadora como The Last Ship, las plagas, los muertos-vivos y los zombis sirven para representar a los millones de inmigrantes ilegales que vagan de frontera en frontera o intentan cruzar el Mediterráneo —como en la Edad Media lo hacía la nave de los locos—, sembrando a su paso la desolación, la caída de toda civilización, el fin de la humanidad tal como la conocíamos (Fernández Gonzalo, 2011).

      No es extraño que autores de novelas de ciencia ficción con mundos distópicos y ucronías temporales irónicas, como las que proponen Stephen King (11.22.63, The Mist) o Philip Dick (The Man in the High Castle), convivan con todo tipo de historias de inteligencias artificiales, robots, androides, etcétera, que luchan por imponerse al género humano que los oprime en masa, o que problematizan cuestiones referidas a la manipulación genética, los implantes cibernéticos y la cada vez más borrosa frontera entre lo orgánico y lo inorgánico (Battlestar Galactica, Caprica, Humans, Westworld). Todo esto forma parte de las agendas políticas, sociales, ideológicas y culturales de nuestra época actual y esos son los problemas que reconocemos en las series de televisión, a veces de una asombrosa crudeza y similitud con la vida real (Breaking Bad) y otras veces como en un presente mediato que prácticamente ya estamos transitando (Black Mirror). Hasta un asesino serial, en Dexter, se convirtió en un héroe de la cultura popular mundial (García Fanlo, 2011).

      Las series siguen siendo procedimentales o seriales episódicos, el lenguaje de las series de televisión sigue siendo el mismo que el de hace 30 años, pero lo que ha cambiado es lo que Michel Foucault denominaba la fábula, es decir, el modo en que es contada una historia (Foucault, 1996, pp. 213-221; García Fanlo, 2015c). Porque cuando Person of Interest o Persons Unknown tratan la cuestión de la videovigilancia panóptica que ejerce el Gobierno o las corporaciones empresariales, solo estamos ante un cambio de escala, de época y perspectiva en comparación a la que ya nos había entregado en los años sesenta la serie The Prisoner. Cuando en la serie Colony nos muestran cómo los alienígenas que han invadido el planeta construyen un muro de separación y contención entre humanos civilizados y adaptados al dominio extraterrestre y las multitudes que se resisten y viven en condiciones de barbarie, violencia y exclusión, no estamos viendo otra cosa que lo que ocurre en Palestina (Homeland) o en la frontera entre México y Estados Unidos (The Bridge), pero que ya había sido tratado hace años en V

      Los géneros, las estructuras narrativas invariantes, la serialidad, la captura de audiencias para vender a anunciantes, etcétera, son regularidades que se mantienen —regularidades que implican zonas de desviaciones, curvas diferenciales, excepciones puntuales, entre otras— entre series clásicas y actuales: se trata del régimen ficcional, en el lenguaje de Michel Foucault. Pero cuando nos enfocamos en los discursos estético-políticos y ético-culturales y en el modo en que las series hacen visibles realidades sociales que nos atraviesan de manera cambiante, compleja y problemática, entonces surgen las discontinuidades. Cuando digo ético-cultural me refiero a que ya no hay buenos ni malos, sino circunstancias en que seres humanos, o alienígenas o fantasmas o muertos-vivos, deben tomar decisiones difíciles, como aquellas que los que gobiernan el mundo nos dicen que son necesarias para reestablecer el orden, aunque causen daño colateral. Todo es relativo y queda librado, por eso mismo, a lo que proponga el guionista o realizador y lo que interprete el espectador (García Fanlo, 2015a).

      No es que los seres humanos actuales hayamos superado estereotipos, antinomias y dicotomías unidimensionales para interpretar el mundo en que vivimos, ni tampoco que seamos más libres, sino que ahora esos estereotipos y antinomias son las que expresa aquella frase tan repetida en las teleseries actuales: hizo lo que tenía que hacer… para sobrevivir. Después de todo, ¿cuántos nos reconocemos en Walter White y su desesperación por no contar con un seguro de salud apropiado o con los medios que garanticen a su familia una vida digna una vez que él muera de cáncer? (Pérez Gómez, 2011).

      Tampoco nos vamos a convertir en Walter White o en Dexter Morgan, sino en lo que podamos con lo que tengamos porque ya no hay un mundo seguro en el que vivir y porque ya no hay nadie en quien confiar ni a quien pedir ayuda. Si hasta los superhéroes ya no quieren asumir ese papel y se preguntan hasta qué punto sus superpoderes no deberían ser usados para otra cosa en lugar de ayudar al necesitado. Después de todo, los superhéroes salvan a la humanidad matando a gran parte de ella, destruyendo ciudades, haciendo colapsar el medioambiente, produciendo catástrofes demográficas o planetarias, al mejor estilo de Clinton, Bush u Obama y, seguramente ahora también, Donald Trump.

      Se trata de nuevas mediatizaciones televisivas que producen nuevos sujetos espectadores y resignifican el fenómeno de los fans, espectadores expertos y televidentes fieles, iniciado a imitación del cine, pero en relación con las teleseries clásicas (García Fanlo, 2015b).

       Noción del mundo y la realidad

      Las particularidades enunciativas, narrativas, éticas, ideológicas, políticas y estéticas que fundan la llamada edad de oro actual de las teleseries no pueden ser analizadas como una mera etapa superior en relación con las series clásicas. En las producciones actuales reconocemos regularidades que definen un lenguaje específico (García Fanlo, 2016a), es decir, un conjunto de elementos estructurales y de reglas y procedimientos de producción que atraviesan la televisión tradicional de aire y la de cable, pero también a empresas sin tradición televisiva como Amazon o Netflix.

      Por otra parte, las discontinuidades que definen a la etapa actual consisten en la extrapolación, a las estructuras narrativas, de los discursos políticos, ideológicos y sociales dominantes que construyen nuestra visión y modo de existencia en el mundo actual. Lo nuevo no es que las series intenten reproducir la realidad social, sino que esta es la que ha cambiado alterando valores, juicios éticos y estéticos, modalidades de enunciación, formas de dominación social y económica, etcétera. No obstante, para hacer este giro ético y estético, las series deben producir modificaciones y entrar en contradicciones con las instituciones, regímenes políticos y prácticas institucionalizadas que hacen que ya no puedan aspirar a audiencias masivas y multiclasistas, sino a grupos de públicos específicos, diferenciales, y, por tanto, a modelos de financiación y negocios novedosos que ya no pasan necesariamente por la publicidad tradicional (Del Pino y Olivares, 2006).

      Las audiencias se han sofisticado en la misma medida en que se han fragmentado y han desarrollado empoderamientos a partir de los cuales exigen determinados contenidos y determinadas formas de mostrar esos contenidos, como condición para aceptar convertirse en consumidores seriales no solo de series, sino de todo tipo de mercancía que remita al universo diegético de cada una de ellas. Es cierto que existen nuevas formas de publicidad no tradicional, como el branded content o similares, que rememoran aquellas viejas y clásicas series de anunciante, pero también es cierto que el modo en que esos mensajes publicitarios se inscriben en la diégesis televisiva ya no asume la forma del barómetro de Madame Aubain, sino de las exigencias cada vez más estrictas de convertir el universo de la serie en el universo que habita el televidente (Rancière, 2015, pp. 17-34).

      Mostar computadoras, teléfonos inteligentes, determinadas marcas de moda y de ropa de vestir, hacer que los actores hagan de sí mismos e, incluso, que no-actores actúen haciendo de ellos mismos ya no son reconocidos como viles recursos publicitarios, sino como elementos que producen el famoso efecto de realidad que postulaba Roland Barthes (1968, pp. 95-102). No es que antes las series no eran realistas, sino que lo eran al estilo de las historias de Hollywood, con sus juicios éticos y estéticos, su puesta en escena, su melodrama estandarizado y sus biotipos bien definidos, edades, género, raza, color o religión, es decir, una realidad maquillada y edulcorada